Simone de Beauvoir

El segundo sexo (I) “Los hechos y los mitos”

En esta entrada relativa a “Los hechos y los mitos” del libro El segundo sexo, recorremos los momentos centrales de esta Primera parte de la obra de Simone de Beauvoir.

Publicada en París, en el año 1949, El segundo sexo, es la obra feminista más importante del siglo XX, a la vez que un ensayo fundacional para todo el feminismo posterior. Tal como esta edición señala, todo lo que se ha escrito después en este campo ha tenido que contar con este ensayo, ya sea para continuarlo y seguir desarrollando sus postulados, ya sea para para criticarlos, oponiéndose a ellos.

Breve historia del feminismohttps://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Feminismo

El segundo sexo: Los hechos y los mitos

El segundo sexo (I): Introducción – Destino -Historia

Como es sabido, este escrito se inscribe, a su vez, en la filosofía existencialista, conectada en gran medida con los planteamientos emancipatorios del pensamiento ilustrado, pensamiento que -al menos en forma teórica- inaugura una concepción igualitaria de los seres humanos al asumir que la diferencia de sexos no altera su radical igualdad de condición.

Sobre esta premisa, entonces, esta obra analiza la situación real de la condición femenina en las sociedades occidentales desde múltiples puntos de vista: el científico, el histórico, el psicológico, el sociológico, el ontológico y el cultural; de modo que se trata de un estudio totalizador en el que se investiga el porqué de la situación en que se encuentra nada menos que la mitad de la población mundial.

El libro, inicialmente presentado en dos volúmenes que las nuevas ediciones presentan en uno solo, consta de dos partes: la primera, titulada “Los hechos y los mitos” y la segunda: “La experiencia vivida”.

Simone de Beauvoir publica El segundo sexo en dos tomos en el año 1949

En esta entrada del blog se presenta, entonces, la primera parte, que consta de una Introducción a “Los hechos y los mitos”, así como los apartados titulados Destino, Historia y Mitos.

Más adelante, completaremos la serie con lo que constituye la suegunda parte, es decir, “La experiencia vivida”, en el que aparece la célebre afirmación “No se nace mujer, se llega a serlo”, con la que Beauvoir espera transmitir la idea -de la que parte el feminismo actual a fin de profundizarla aún más- de que el “sexo vivido”, al que hoy denominamos “género” es, en definitiva, una construcción cultural.

Introducción

En la Introducción de El segundo sexo (I), Simone de Beauvoir plantea la notable paradoja de que la mujer, siendo plenamente un ser humano como el hombre, haya sido considerada por la cultura y la sociedad, en rasgos generales, como “la Otra”, como un ser diferente del varón, y por ello, necesariamente inferior.

Evidentemente, es “Otra” respecto del varón, pero ¿por qué no se da la reciprocidad en el uso de esta categoría? Este es el concepto clave en torno al cual gira toda la obra: explicar por qué la mujer es “la Otra”, en tanto el hombre es el Uno, o el Absoluto. Simone nos recuerda, llegado este punto, que toda su investigación se desarrollará sobre las bases de la moral existencialista. Y expone los presupuestos básicos de ésta.

La idea general es que todo sujeto se afirma en la práctica a través de sus “proyectos”. Al hacerlo, y al realizarse a través de ellos, va abandonando gradualmente la “inmanencia”, y dando lugar a la “trascendencia”. Dicho de otra forma, el sujeto se realiza a través de lo que hace. En la medida en que concreta sus proyectos, se va abriendo a nuevas libertades, y al superar constantemente lo que es, puede expandirse, a su vez, hacia nuevos proyectos.

Pero, precisamente por eso, cada vez que la “trascendencia” recae en la “inmanencia” se da una degradación de la existencia. Dicho en términos sartreanos, se pasa del “para-sí”,  de ser un ser humano, al “en-sí”, de las cosas. Se pasa de la libertad a la “facticidad”.

Ahora bien: si esta caída es aceptada de manera cómplice por el sujeto, se trata de una falta moral. Pero si le es inflingida por otros, significa un estado de opresión, del que tales personas son víctimas. Durante toda la obra Simone intentará averiguar en cuál de las dos situaciones está la mujer y, evidentemente, en la mayoría de las ocasiones encontrará elementos de ambas.

Se pregunta entonces desde el inicio: ¿qué es una mujer?, ¿qué significa ser mujer? Y comienza por cuestionar el esencialismo y el naturalismo dominantes en las ciencias hasta hace poco tiempo. En este sentido, lo habitual era responder señalando los rasgos diferenciales de la anatomía femenina. Pero remarca que tales posturas están perdiendo terreno en la ciencia actual.

Así, afirma Beauvoir que hasta ahora se consideraba muy sencillo definir a la mujer: “es una matriz”, es “un ovario”; es una “hembra”, y basta esta palabra para definirla de manera negativa, dado que se la confina dentro de los límites de su sexo, la reduce a él.

Agrega, además, que en nuestra sociedad, el hombre y la mujer no se representan como dos “polos simétricos”. El hombre representa lo positivo y lo neutro, hasta el punto de que con la palabra “hombre” se designa al género humano en su totalidad; mientras que la mujer aparece como el polo negativo, como la carencia.

Simone de Beauvoir es considerada, en la actualidad, la "madre" del feminismo contemporáneo.

El carácter de la mujer sería, así, naturalmente defectuoso; desde este punto de vista, un “hombre fallido”. La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa: “ella es lo inesencial frente a lo esencial”, detecta Simone. Él es el Sujeto, lo Absoluto, ella es la “Alteridad”.

Desde el punto de vista existencialista, en cambio, el ser humano es libertad, y por lo tanto, “no es lo que es” porque  siempre tiene la posibilidad de “hacerse otra cosa” a través de lo que proyecta ser. Quien, por diversas razones no tiene proyectos, cae, según esta interpretación, en la inmanencia.

Ahora bien, no siempre la caída en la inmanencia es elegida; muchas veces es totalmente infligida: no podemos realizar nuestros proyectos porque encontramos obstáculos que nos lo impiden, obstáculos que no ponemos nosotros, que están fuera, y nos superan.

Cuando la inmanencia es consentida, en el existencialismo de Sartre y  Beauvoir se lo considera una conducta de “mala fe”, y eso constituye una falta del sujeto. Por eso, al analizar la situación de la mujer, Simone reconoce que junto a la pretensión de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es una pretensión ética, también está la tentación de huir de su libertad y convertirse en “cosa”. Ese es el camino fácil que evita la angustia y la tensión de la existencia auténticamente asumida.

Por eso la autora se ve obligada a advertir que el hombre que considera a la mujer como una Alteridad, muchas veces encontrará en ella profundas complicidades. La mujer muchas veces acepta su situación para evadir la responsabilidad de ejercer su libertad.

Beauvoir, como Sartre, toma de Hegel la categoría del “Otro”, y le da un tratamiento fenomenológico de tipo husserliano, utilizándola para analizar las relaciones entre personas y señalar tanto el carácter conflictivo cuanto la reciprocidad de las conciencias.

Simone la usa para señalar la relación parcial y unilateral entre las conciencias del hombre y de la mujer y la ausencia de reciprocidad entre ellas como rasgo contrario a lo que ocurre entre los grupos humanos que estudia la antropología cultural.

Es que, en definitiva, en Sartre la categoría de Otro sirve para explicar la lucha por el reconocimiento en un mundo de hombres -aun cuando no se mencione el género en El ser y la nada-. En Beauvoir, en cambio la categoría de Otra sirve para explicar la división de la sociedad en dos grandes grupos: el de los hombres, que es el grupo dominante y el de las mujeres, las Otras, que, a su juicio, es el grupo oprimido.

Por eso declara Simone que la dialéctica hegeliana de la autoconciencia ejemplifica, igual o mejor que las relaciones entre hombres, la relación entre el hombre y la mujer en la “sociedad patriarcal”. Porque la mujer, como el esclavo, se reconoce como conciencia dependiente de la del varón; su identidad le viene concedida en cuanto se reconoce como subordinada al hombre, de lo contrario es considerada poco “femenina”.

Simone de Beauvoir trabajando

También, como el siervo, la mujer en la sociedad patriarcal -y lo serían todas las conocidas- es mediadora entre el hombre y las cosas; es la Otra ante la cual el hombre se erige como pura trascendencia, como único ser trascendente.

Es que, que cuando un sujeto quiere afirmarse como tal, necesita de otro que lo limite y lo niegue, de modo que no se realiza como tal sujeto sino a través de otra realidad que no lo sea. Así, la mujer solo es para el hombre esa “realidad intermedia” entre la Naturaleza y el semejante, el otro varón.

La Naturaleza se le opone al hombre con su hostilidad y él lucha para dominarla. La domina pero no se siente colmado. El otro varón se le enfrenta, entra en conflicto con él, ambos pretenden afirmarse como conciencias soberanas.

Sin embargo, con la mujer no le ocurre eso; la mujer es, justamente, el ser intermedio entre la Naturaleza y el semejante -el otro varón-, la otra conciencia que le mantiene en situación inestable. La mujer, como el esclavo, es la mediadora porque, al ser la que da la vida, está directamente relacionada con la Naturaleza, mientras que el hombre se relaciona con la Naturaleza a través de ella.

La mujer es puente entre la Naturaleza y el varón, porque dar la vida es mantenerse en la inmanencia, asegurar la repetición y la permanencia de la especie. Pero, al mismo tiempo, siendo semejante al hombre, le permite a él enseñorearse sobre la Naturaleza y dominar lo inmanente, imprimiendo sus valores en el mundo.

A diferencia del Otro hegeliano, las mujeres son incapaces de identificar el origen de su alteridad. No pueden recurrir al vínculo de una historia compartida para restablecer su estado perdido como sujetos. Además, dispersas entre el mundo de los hombres, se identifican a sí mismas en términos de las diferencias de sus opresores (por ejemplo, como mujeres blancas o negras, como mujeres de clase trabajadora o media, como mujeres musulmanas, cristianas, judías, budistas o hindúes), en lugar de entre ellas.

Carecen de la solidaridad y los recursos del Otro hegeliano para organizarse en un “nosotros” que exige reconocimiento. El concepto de alteridad, que se define como una categoría fundamental del pensamiento humano, implica que todo colectivo, al definirse como tal, enuncia al otro frente así como una oposición.

Así, Beauvoir escribe que “el sujeto sólo se afirma cuando se opone al otro” y que, al enunciarse como esencial, convierte al otro en inesencial, en objeto.

Simone de Beauvoir tabajando

Pero, al mismo tiempo, se nos dice que a lo largo de la historia las mujeres habrían aceptado la superioridad y el dominio de los hombres. Las mujeres no dicen “nosotras”, como sí han hecho otros colectivos humanos.

¿De dónde viene que el mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solo ahora empiecen a cambiar las cosas? ¿Este cambio es un bien? ¿Llevará o no a un reparto igualitario del mundo entre hombres y mujeres?, se pregunta Simone.

Y advierte de inmediato: “cada argumento trae enseguida su contrario y a menudo ambos se asientan sobre bases falsas, por lo que, si queremos ver claro hay que salir de este lodazal, hay que rechazar las vagas nociones de superioridad, inferioridad, igualdad que han pervertido todas las discusiones y partir de cero”.

Finalmente, evalúa que el conflicto de las mujeres con los hombres es ambiguo debido a que, entre ellos se da un “primordial Mitsein”: hay un vínculo único entre este Sujeto y su Otro, porque juntos constituyen la humanidad. Las mujeres, entonces, deben descubrir su “nosotras”, al mismo tiempo que tienen en cuenta ese Mitsein, ese “ser con” el varón.

El segundo sexo será, a partir de aquí, una investigación acerca de este hecho. Las dos grandes partes en que se divide la obra corresponden a las dos fases de la investigación: una, bajo el método “regresivo” que mira hacia el pasado. La otra, bajo el método “progresivo”, que reconstruye cómo viven las mujeres su situación en la actualidad, y se adelanta a lo que vendrá.

En síntesis, a lo largo del libro Simone se plantea: dado que la mujer, como ser humano, es trascendencia y libertad, ¿cómo es posible que se encuentre sometida por el otro ser humano que es su semejante? ¿En qué características femeninas se apoya esta dominación?

Y más adelante se pregunta: ¿cómo pueden las mujeres alcanzar la realización humana? Porque dado que se trata de su “situación existencial”, las mujeres son responsables de cambiarla. La liberación debe ser obra de mujeres, descubriendo la solidaridad entre ellas y rechazando las tentaciones de la mala fe, para abrirse a las realizaciones de la libertad.

Todo lo demás se analizará en las dos amplias partes de las que consta el libro, comenzando por la Primera Parte del primer volumen, denominada “Destino”.

Primera parte: Destino

Capítulo I: Los datos de la biología

En este fragmento del El segundo sexo, Simone de Beauvoir interroga a la biología a fin de determinar si es este factor el que explica que la mujer ocupe siempre el lugar de la “Alteridad”.

Lo que distingue verdaderamente a la hembra humana del macho, advierte, es su evolución funcional, mucho más compleja que la del hombre, ya que desde el nacimiento ésta queda determinada por la naturaleza como sede de la reproducción biológica. Pero, por eso mismo, señala Simone que preguntarse “qué es la mujer” les parece muy sencillo a “los amantes de las fórmulas sencillas”. Ellos afirman rápidamente que ella es “una matriz”, “un ovario”, “una hembra”, y que con esas palabras ya queda definida.

Advierte Beauvoir también que, la mayoría de las veces, cuando un hombre utiliza el epíteto “hembra” lo utiliza como un insulto, mientras que él no se avergüenza de su animalidad, y hasta está orgulloso de que se diga de él es un “macho”.

Clarifica entonces que el término “hembra” es peyorativo no porque le recuerde a la mujer que pertenece al reino animal, sino porque la confina dentro de los límites de su sexo. Sin embargo, al analizar qué especie singular de “hembras” se realiza en la mujer se observa, en primer lugar, que el sentido mismo de la división de las especies en dos sexos no está siempre tan claro, ya que por mucho que se apele a criterios “finalistas”, ningún fin concreto se deduce ni de la estructura de la célula, ni de las leyes de la multiplicación celular, ni de ningún  fenómeno elemental.

Perecería, señala, que la separación de los individuos en “machos” y “hembras” se presenta como un hecho contingente, que en ciertos casos es así, pero podría no serlo. Sin embargo,  la mayor parte de las filosofías lo dan por hecho sin pretender explicarlo.

Simone cita entonces el conocido mito platónico del “andrógino”: en un principio había hombres, mujeres y andróginos – mitad hombre, mitad mujer-; cada individuo poseía dos caras, cuatro brazos, cuatro piernas y dos cuerpos unidos. Un día Zeus los divide en dos para limitar su fortaleza, y desde entonces cada mitad trata de encontrar a su mitad complementaria.

Los dioses decidieron más tarde que mediante el acoplamiento de dos mitades disímiles se crearían nuevos seres humanos. Sin embargo, dice ella que esta historia solo se propone explicar el “amor”, desde el momento en que la división entre sexos se toma ya como punto de partida.

Mito del andrógino

Señala, a partir de aquí, que existen dos prejuicios muy comunes a nivel biológico que han resultado ser falsos: el primero sería la “pasividad” de la hembra. Por el contrario, sostiene, la “chispa de la vida” no está encerrada en ninguno de los dos gametos y brota de su encuentro. El óvulo es un principio vital exactamente simétrico al del espermatozoide.

El segundo prejuicio contradice el primero, señala, y sin embargo aparecen juntos con frecuencia. Tal prejuicio sostiene que la permanencia de la especie está garantizada por la hembra dado que el principio masculino tiene una existencia “explosiva y fugaz”.

Afirma Simone que, en realidad, el embrión perpetúa el germen del padre tanto como el de la madre, y los retransmite juntos a sus descendientes en una forma masculina o femenina. De modo que hay que ser muy cuidadosos con las analogías. A menudo se asimila el óvulo a la  “inmanencia” y el espermatozoide a la “trascendencia”.

Y aunque esto nos parezca una exageración, menciona a un autor, Alfred Fuillée, que en su libro Temperamento y carácter pretendió definir a la mujer en su totalidad a partir del óvulo, y al hombre a partir del espermatozoide.

Precisa Simone entonces que es de suponer que en este tipo de mentalidad subyace la todavía cierta filosofía medieval, según la cual el “cosmos” era el reflejo exacto de un “microcosmos”. De este modo, advierte, se llega a imaginar que el óvulo es “homúnculo” hembra, y la mujer un “óvulo gigante”. 

Georg Wilhelm Friedrich Hegel

Señala entonces que en esto tiene razón Hegel cuando ve en el macho el “mundo subjetivo”, mientras que la hembra sigue “envuelta en la especie”, dado que, antes de procrear, el macho, “reivindicando como propiamente suyo el acto que perpetúa la especie, confirma en su lucha contra sus congéneres la verdad de su individualidad”. 

Por el contrario, la hembra está “habitada por la especie”, dice Simone, y esta especie le absorbe gran parte de su vida individual. Es cierto que en la naturaleza nada está totalmente claro: los dos tipos, macho y hembra, no siempre se diferencian con claridad.

No obstante, en su conjunto, dice, y sobre todo en la zona más alta de la escala animal, los dos sexos representan efectivamente dos aspectos bastantes diferentes de la vida de la especie. Advierte que, comparativamente, el desarrollo del hombre es más sencillo. Del nacimiento a la pubertad, crece con bastante regularidad, y hacia los 15 o 16 años empieza la espermatogénesis, que se mantiene de forma continuada hasta la vejez. A partir de allí, el macho tiene una vida sexual que se integra normalmente en su existencia individual.

La historia de la mujer es mucho más compleja.  La provisión de ovocitos está definitivamente constituida desde su vida embrionaria. Y desde su nacimiento la especie “ha tomado posesión de ella” y trata de afirmarse.

La provisión de ovocitos de la niña está dada desde la vida embrionaria

Es que la mujer está adaptada a las necesidades del óvulo más que a ella misma, sostiene. De la pubertad a la menopausia, la mujer es la sede de una historia que se desarrolla en ella y que no la implica personalmente. Afirma Simone aquí que la mujer “es presa de una vida obstinada y extraña que hace y deshace cada mes una cuna en ella”.

Y en un tono que no elude ser polémico, señala que la mujer vive una “alienación más profunda” cuando el óvulo fecundado baja al útero y se desarrolla en él. Por lo que insiste en que, al contrario de lo que pretendería una teoría optimista en favor de la procreación, debido claramente a su utilidad social, “la gestación es una labor agotadora que no presenta para la mujer un beneficio individual, y exige por el contrario duros sacrificios”.

Más adelante, tiene lugar otra crisis difícil, aunque esta la libera de la “tiranía de la especie”: entre los 45 y los 50 años se desarrollan los fenómenos de la menopausia, inversos con respecto a los de la pubertad, aunque, muchas veces tan molestos como éstos. Es por eso que estos aspectos biológicos son de enorme importancia para comprender la historia de la mujer.

El cuerpo de la mujer es un importante elemento de su “situación”

Son un elemento esencial de su situación y adelanta que en todo el resto de la investigación aludirá a ellos. Es que, afirma Simone, dado que el cuerpo es el instrumento que tenemos para relacionarnos con el mundo, el mundo se presenta muy diferente en función de que lo vivamos de una manera o de otra a través de él. Por esta razón ha estudiado estos aspectos biológicos tan profundamente, porque son una de las claves que permiten comprender plenamente a la mujer.

Lo que parecen reflejar estos estudios en definitiva es que, si bien es cierto que existen diferencias anatómicas y funcionales evidentes entre varón y mujer, éstas no son significativas para justificar la tradicional jerarquización de los sexos, es decir, el varón en el lugar central de la vida social y la mujer como su complemento.

Por eso Simone se mantiene firme en rechazar que estos factores constituyan para la mujer un “destino predeterminado”. Parecería que se espera que la mera fisiología permita responder a las preguntas: ¿existen las mismas oportunidades de éxito individual para ambos sexos? ¿Cuál desempeña  en la especie del papel más importante?

El hecho concreto es que tales capacidades solo se presentan con evidencia cuando se han hecho realidad, y con un ser que es “trascendencia” nada se puede dar por terminado. Si bien es posible decir que entre los animales superiores la existencia “individual” se afirma más imperiosamente en el macho que en la hembra, señala Simone, también hay que reconocer que en el ser humano tales posibilidades individuales  dependen de la situación económica y social.

Una sociedad, dice, no es meramente una “especie”, porque en ella la especie se realiza como existencia, se trasciende hacia el mundo y hacia el futuro. Por lo tanto, sus costumbres no se deducen de la biología. Los individuos nunca quedan reducidos a su dimensión natural; obedecen a la “segunda naturaleza” que son las costumbres.

En suma, sometimiento de la mujer a la especie, debido a que está determinada a ser la sede de la reproducción, es un dato de enorme importancia, y por eso su dimensión corporal es uno de los factores de esenciales se su situación en el mundo.  Sin embargo, la biología no es suficiente para ofrecer una respuesta contundente a la pregunta central de la que se ocupa su investigación: ¿por qué la mujer es Alteridad?

Capítulo II: El punto de vista psicoanalítico

En este capítulo de El segundo sexo, Simone de Beauvoir continúa su análisis de la cultura, esta vez en discusión, con el psicoanálisis.

Afirma entonces Beauvoir que desde esta perspectiva se ha edificado todo un sistema y que ella no pretende criticarlo en su conjunto, sino solamente examinar su contribución al estudio de la condición femenina. Adelanta entonces que, pese a esta valoración positiva inicial, a su juicio, Freud no se preocupó demasiado por el destino de la mujer.

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis

Ella considera que el padre del psicoanálisis “calcó” su descripción de la evolución sexual de la mujer sobre la del desarrollo masculino, limitándose solo a modificar algunos de sus rasgos. Según ella lo ve, Freud admite que la sexualidad de la mujer está tan evolucionada como la del hombre, pero no la estudia en absoluto en ella misma.

Cita entonces una de sus frases para mostrarlo: “La libido tiene de forma constante y regular esencia masculina, aparezca  en el hombre o en la mujer”. Por lo tanto, le resulta evidente que, para Freud, la libido femenina le aparece como una desviación compleja de la libido humana en general.

En efecto, para Freud, este factor empieza desarrollándose de forma idéntica para ambos sexos. Todos los niños pasan por una “fase oral” que los fija al seno materno, luego una “fase anal” y alcanzan por fin la “fase genital”,  momento en que los dos sexos se diferencian.

Destaca entonces Beauvoir que para Freud, el erotismo masculino, dice, se localiza definitivamente en el pene. En la mujer, en cambio, se darían dos sistemas eróticos diferenciados: uno, clitoridiano que se desarrolla en el estadio infantil, y el otro, vaginal, que no se desarrolla hasta la pubertad.

Para Freud, cuando el niño llega a la fase genital, su evolución ha terminado. De modo que solo hay una etapa genital para el hombre, mientras que para la mujer hay dos. Por esta razón, para la mujer sería mayor el riesgo de no culminar su evolución sexual y de permanecer en una fase infantil, con el desarrollo de “neurosis” como consecuencia.

En la fase autoerótica el niño desarrolla una fijación más o menos fuerte hacia un objeto. El varón tiene, según Freud, una fijación con su madre y quiere identificarse con su padre. Luego se asusta de esta pretensión y teme que el padre le mutile para castigarle.

Es por eso que del  “complejo de Edipo” nace el “complejo de castración”. El niño desarrolla entonces sentimientos de agresividad  hacia el padre, pero al mismo tiempo interioriza su autoridad. Así se desarrolla el Superyó, que censura las tendencias incestuosas.

Estas tendencias finalmente se reprimen y, así, el complejo de Edipo queda cerrado,  y el hijo se “libera” del padre al que, en realidad, incorpora a su interior en forma de reglas morales. De este modo, el Superyó resulta más fuerte en la medida en que el complejo de Edipo está más definido y se combate con más rigor.

Señala Beauvoir que Freud describió primero de forma totalmente simétrica la historia de la niña. Luego dio a la forma femenina del complejo infantil el nombre de “complejo de  Electra”. Pero, para la autora está claro que no lo definió tanto en sí mismo como a partir de su imagen masculina.

Freud habría señalado, no obstante, una diferencia muy importante: la niña tiene primero una fijación materna, mientras que el niño no se ve atraído sexualmente por el padre en ningún momento. Esta fijación sería una pervivencia de la fase oral; la niña se identifica entonces con el padre.

Pero, hacia la edad de cinco años, descubriría, según Freud, la diferencia anatómica entre los dos sexos, reaccionando ante la “ausencia de pene” con su propio “complejo  de castración”. De modo que, según Freud, piensa que ha sido “mutilada” y sufre por ello. Y dado que debe renunciar a sus pretensiones viriles, se identifica con la madre y trata de seducir a su padre. Complejo de castración y complejo de Electra se refuerzan mutuamente, según Freud.

Más aún, el sentimiento de frustración de la niña es más agudo que el del niño, ya que al amar a su padre, a la vez quisiera asemejarse a él. Y a la inversa, esta carencia refuerza su amor y solo gracias a la ternura que inspira al padre puede compensar su inferioridad. 

Señala en este punto Beauvoir que los dos “reproches” esenciales que se le pueden hacer a esta descripción vienen de que Freud la ha calcado sobre un modelo masculino. Por un lado, él supone que la mujer se siente un “hombre mutilado”, pero la idea de mutilación implica ya una comparación y una valoración. La “envidia” de la niña, cuando se presenta, resulta de una valoración previa de la virilidad. Por otro lado, Freud la da por hecha, cuando debería dar cuenta de ella.

La “soberanía del padre” es un hecho de orden social y Freud no llega a explicarlo. Él mismo confiesa –dice la autora-, que es imposible saber qué autoridad decidió, en un momento de la historia, que el padre tendría la primacía sobre la madre.

En definitiva, para Freud esta decisión representa un “progreso”, pero no da razón de sus causas. Simone cierra este apartado señalando que, con seguridad, la sexualidad desempeña en la vida humana un papel considerable, dado que la penetra en su totalidad.

Admite, así, que lo existente es un cuerpo sexuado y que en sus relaciones con los otros existentes que son también cuerpos sexuados, siempre participa la sexualidad. Pero si bien es cierto que “cuerpo” y “sexualidad” son expresiones concretas de la existencia, también lo es, insiste Beauvoir, que podemos descubrir sus significados a partir de esta última. Al carecer de esta perspectiva, a su juicio, el psicoanálisis da por hechas cuestiones que no han sido explicadas.

Simone cita aquí la famosa expresión de Freud “La anatomía es el destino”, y sintetiza su posición recordándonos que el psicoanalista nos describe a la niña y la adolescente como impelidas a identificarse con el padre y la madre, divididas entre tendencias “viriloides” y “femeninas”.

Freud y su hija Anna

Sin embargo, insiste al cierre en que su propia postura es concebirla, más bien, oscilando entre el papel de “objeto”, de “Alteridad” en el que es colocada, por un lado, y la reivindicación  de su libertad por otro. Para ella, en definitiva, la mujer se define como “un ser humano en busca de valores, en el seno de un mundo de valores”, mundo cuya estructura económica y social es indispensable conocer.

De manera que, Simone insiste en este punto de su análisis en que estudiará esta posición desde una perspectiva existencial, a través de su “situación total”.

Capítulo III: El punto de vista del materialismo histórico

A continuación Beauvoir se dispone a analizar los aportes que a la cuestión de la situación de la mujer ha realizado la teoría del materialismo histórico. Como con el psicoanálisis, le reconoce, al comenzar, que  ha puesto de relieve “verdades muy importantes”. Entre ellas, que la humanidad no es meramente una “especie animal”: es una realidad histórica. La conciencia que tiene la mujer de ella misma no está definida únicamente por su sexualidad.

Tal situación refleja, para ella, un estado de cosas que depende de la estructura económica de la sociedad, la que a su vez depende del grado de evolución técnica que ha alcanzado la humanidad.

Marx y Engels

Señala entonces que para ella, biológicamente, los dos rasgos esenciales que caracterizan a la mujer son: que su “aprehensión del mundo” es menos amplia que la del hombre y está más estrechamente “sometida a la especie”.

Estos hechos adoptan un valor completamente diferente en función del contexto económico y social. Por ejemplo, en la historia humana, advierte, la aprehensión del mundo nunca se define por el “cuerpo desnudo”. La mano, con su pulgar prensil, se supera hacia el instrumento que multiplica su poder. Desde los documentos más antiguos de la prehistoria el hombre se nos aparece siempre como armado, dice.

De este modo, en los duros tiempos del comienzo de la humanidad, la debilidad física de la mujer constituía una “inferioridad flagrante”. Bastaba que el instrumento exigiera una fuerza ligeramente superior a la que tiene la mujer para que ella apareciera como “radicalmente impotente”, advierte.

Sin embargo, puede darse también la situación contraria, que la técnica anule la diferencia muscular que separa al hombre de la mujer. Por ejemplo, dice, el manejo de gran número de máquinas modernas solo exige una parte de los recursos viriles.

En cuanto a las “servidumbres de la maternidad”, advierte la autora que, según las costumbres, toman una importancia muy variable. Son abrumadoras si se imponen a la mujer numerosas procreaciones y si debe  alimentar y criar a los hijos sin ayuda.

Pero, si  procrea libremente, y si la sociedad acude en su ayuda durante el embarazo y se ocupa del niño, las cargas de la maternidad pueden sobrellevarse mejor. Simone señala, llegado este punto, que es desde esta perspectiva que Engels esboza la historia de la mujer en El origen de la familia.

En efecto, para él, esta historia depende básicamente de la de las técnicas. En la Edad de Piedra, defiende Engels, cuando la tierra era común a todos los miembros del clan, el carácter rudimentario de la reja, de la azada, primitivas, limitaba las posibilidades agrícolas. En ese momento, las fuerzas  femeninas eran acordes con el trabajo exigido por la explotación de los huertos.

Y por lo tanto, tal como lo ve este autor, en esta división  primitiva del trabajo, los dos sexos constituían, de alguna forma, dos “clases”. Sin embargo, entre estas clases se daba una cierta igualdad; mientras que el hombre cazaba y pescaba, la mujer se quedaba en el hogar.

A su vez,  las tareas domésticas incluían tareas productivas como la fabricación de alfarería, telares, cuidado del huerto-, que todavía le otorgaban a la mujer un papel importante en la vida económica. El gran cambio se produce, según Engels, con el descubrimiento de los metales; del cobre, del estaño, del  bronce, del hierro.

La agricultura extiende sus dominios gracias al arado, y dado que se  requiere un trabajo intensivo para desglosar los bosques y hacer fructificar los campos, el hombre recurre al servicio de otros hombres que reduce a la esclavitud.

Es esta la forma en que, para Engels, aparece la “propiedad privada”. Y sostiene que, amo de los esclavos y de la tierra, el hombre pasa a ser también “propietario” de la mujer. Así, nos recuerda Simone que, para Engels, aquí radica  “la gran derrota histórica del sexo femenino”.

Esta se debería, en definitiva, al gran cambio que tiene lugar en  la división del trabajo tras el invento de estos nuevos instrumentos de metal. Ahora, el trabajo doméstico de  la mujer resulta invisibilizado frente al “trabajo productivo” del hombre; “el segundo lo es todo, el primero un anexo insignificante”,sostiene Engels.

Federico Engels, autor de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

Y, a partir de ahí, el derecho paterno sustituye al derecho materno, ya que la transmisión de  la propiedad se realiza de padres a hijos, y no, como era antes, según lo ve Engels, de la mujer a su clan. Se trata de la aparición de la  “familia patriarcal” basada en la propiedad privada. En una familia de este tipo, la mujer está oprimida, por lo que, para él, la igualdad sólo se podrá restablecer cuando los dos sexos tengan derechos jurídicamente iguales. Pero esta liberación exige la entrada de todo el sexo femenino en la industria pública.

“La  mujer -dice Engels- sólo se podrá a emancipar cuando pueda tomar parte en una gran medida  social en la producción y el trabajo doméstico sólo la reclame en una medida insignificante…” Es aquí donde Beauvoir presenta su propio punto de vista frente a esta interpretación. Afirma, entonces que, aunque la síntesis esbozada por Engels marca un avance con respecto a lo que ha venido analizando anteriormente, se siente “decepcionada”.

Nuevamente, a su juicio, el materialismo histórico da por hechas circunstancias que habría que explicar. Según ella lo ve, esta corriente enuncia, sin discutirlo, el vínculo de interés que une al hombre con la propiedad. Pero no llega a preguntarse de dónde nace este interés que da origen, a su vez, a las instituciones sociales.

Engels habría comprendido claramente que la debilidad muscular de la mujer se convierte  en inferioridad concreta en su relación con las herramientas de bronce o de hierro. Pero no parece advertir que los límites de su capacidad de trabajo solo constituyen una desventaja concreta desde una perspectiva determinada.

Para Beauvoir, en cambio, es debido a que el hombre es “trascendencia y ambición”,  que éste proyecta a través de toda nueva herramienta nuevas exigencias. La “incapacidad” de la mujer surge solo a la luz del proyecto masculino de enriquecimiento y de expansión. Más aún, este proyecto tampoco es suficiente para explicar por qué la mujer se ha visto sistemáticamente oprimida.

Para ella, la división del trabajo por sexos podría haber sido una “asociación amistosa”, dice. Si la relación original del hombre hubiera sido “de amistad”, no habría habido ningún sometimiento. Por eso, esta autora considera que este fenómeno es consecuencia del “imperialismo de la conciencia humana”, que  trata de reforzar su soberanía.

Sin la pretensión original al “dominio del otro”, el descubrimiento de la herramienta de metal no hubiera provocado necesariamente el sometimiento de la mujer. Es cierto, señala Simone, que la división del trabajo por sexos y la opresión que origina, evocan en  algunos puntos la división por clases. Pero advierte que no es posible confundirlas.

El “proletario” siempre ha vivido su condición en rebeldía, convirtiéndose en una amenaza para sus explotadores, dice; lo que busca es su “desaparición como clase”.

Sin embargo, ya se ha mencionado aquí lo diferente que es la situación de la mujer, debido a la comunidad de vida e intereses que la une al hombre. Ella no manifiesta ningún deseo de revolución, señala. Solo pide que sean abolidas algunas de las implicancias de la especificación sexual.

Por otra parte, considera que, sin “mala fe”, no es posible considerar a la mujer únicamente como una “trabajadora”, ya que, además de su capacidad productora, su función reproductora es fundamental. Sin embargo, ella observa que Engels obvió ese problema,  limitándose a  declarar que la comunidad socialista “aboliría a la familia”, lo que no deja claro qué es lo que eso implica.

Por eso la autora avanza hacia sus propias conclusiones destacando que una ética realmente “socialista”, es decir, que  busque la justicia sin suprimir la libertad, siempre tendrá que vérselas con los problemas que plantea la condición de la mujer.

Es imposible considerar únicamente a la mujer como una fuerza productora, insiste. Ella es para el hombre una compañera sexual, una reproductora, un objeto erótico, la alteridad a través de la cual se busca a sí mismo. Por lo que reivindicar para ella todos los derechos como “ser humano”, en abstracto, no debería  llevar a desatender situación singular, que no implica solo el factor económico.

Concluye entonces que rechaza el “monismo económico” de Engels por la misma razón que rechazó el “monismo sexual” de Freud: evaluar a la mujer desde un único punto de vista excluyente, no integral.

El valor de todos los factores involucrados, señala Beauvoir, ya sea la fuerza muscular, el falo, la herramienta, solo se pueden sopesar dentro de un mundo de valores. A la luz, en suma, “del proyecto fundamental del existente que se trasciende hacia el ser”. 

Segunda parte: Historia

En la Segunda parte del primer tomo de El segundo sexo, titulada “Historia”, Simone de Beauvoir nos muestra que, tanto en la prehistoria como en los períodos históricos, la mujer siempre ha estado subordinada.

En el apartado I, Simone destaca ya que el mundo siempre “perteneció” a los varones, y que solo revisando a la luz de la filosofía existencialista los datos de la prehistoria  y la etnografía logrará, gradualmente, entender cómo se estableció la “jerarquía de los sexos”. Advierte. siguiendo a Hegel, que cuando dos categorías humanas se enfrentan, cada una quiere imponer a la otra su soberanía. Así, si ambas están en condiciones de sostener esta reivindicación, se crea entre ellas, siempre con tensión, una relación de “reciprocidad”.

Sin embargo, si una de ellas toma la delantera, se impone a la otra y trata de mantenerla en la opresión. Ese sería el caso entre el varón y la mujer. Por eso se pregunta: ¿qué privilegio le permitió al hombre desarrollar esa voluntad de sometimiento sobre la mujer?

Observa entonces que, en principio, es muy difícil hacerse una idea de la situación de la mujer durante el periodo que precedió al de la agricultura. Lo seguro es que debía realizar duros trabajos, y que, por muy robustas que fueran las mujeres, en la lucha contra el mundo hostil, las tareas de la reproducción representaban para ellas un muy importante obstáculo.

Como evidentemente no había ningún control de los nacimientos, afirma, y como la naturaleza no da a la mujer períodos de esterilidad como a otras hembras mamíferas, las maternidades reiteradas debían absorber la mayor parte de sus fuerzas y de su tiempo. 

Tampoco eran capaces de asegurar la vida de los niños que traían al mundo. De modo que, necesaria para la perpetuación de la especie, la generaba con demasiada abundancia, mientras que el hombre se ocupaba de poner el equilibrio entre la reproducción y la producción. Ocurre que la humanidad no es una simple “especie natural”, advierte la autora: no trata simplemente de mantenerse como especie, tiende a superarse.

Sin embargo, la mujer que engendra “no conoce el orgullo de la creación”, sostiene. Se siente el “juguete pasivo” de fuerzas que la sobrepasan. Y las actividades que le corresponden, como engendrar y amamantar, son funciones naturales que no suponen un “proyecto”, dice, por lo que en ese período la mujer sufre pasivamente su “destino biológico”. 

Los trabajos domésticos a los que se consagra, porque son los únicos que se  pueden conciliar con las cargas de la maternidad, la encierren en la “repetición” y en la “inmanencia”; se reproducen día tras día en forma idéntica, que se perpetúa casi sin cambios de siglo en siglo. Las mujeres “no producen nada nuevo”, afirma.

El caso del hombre es radicalmente diferente, dice Beauvoir. Es siempre un inventor, y en esta acción experimenta su poder. Se plantea fines y proyecta caminos hacia ellos: se “realiza” como existente. Además, su actividad tiene una dimensión diferente que le otorga su dignidad suprema: a menudo es peligrosa, advierte.  El guerrero, para aumentar el prestigio de la horda, del clan al que pertenece, pone en juego su propia vida.

Aquí parece estar la clave, entonces. Para el hombre la vida no es el valor supremo, debe servir para fines más importantes que ella misma. Si el hombre se eleva por encima del animal no es “dando” la vida, sino arriesgándola; por esta razón, en la humanidad la superioridad no la tiene “el sexo que engendra sino el que mata”.

Analiza primero la vida en la horda primitiva

Ya en el apartado II de “Historia”, señala  Beauvoir que, aunque en la horda primitiva, la suerte de la mujer era muy dura, no obstante, algunos historiadores sostienen que es la fase en la que la superioridad del varón estuvo menos marcada. Sin embargo, dice ella que lo que habría que decir, más bien, es que tal superioridad todavía no era algo afirmado ni deseado explícitamente. 

Todavía no hay instituciones: no hay  propiedad, ni herencia, ni derecho. La religión es neutral: se adora a un tótem asexuado. En cambio, cuando los nómadas se fijan a la tierra y se convierten en agricultores, allí sí aparecen las instituciones y el derecho.

El hombre comienza entonces a concebir el mundo y a concebirse; es en ese momento que la diferenciación sexual comienza a reflejarse en la estructura de la sociedad. Señala aquí la autora que, en las comunidades agrícolas, la mujer está a menudo revestida de un prestigio inmenso, ya que la maternidad pasa a ser una función sagrada. Muy a menudo los hijos pertenecen al clan de su madre, llevan su nombre y participan de sus derechos.

Incluso, la propiedad comunitaria se transmite a través de  las mujeres: por ellas se garantizan campos y cosechas a los miembros del clan. Es la época en que surge la idea de la naturaleza entera como una “Madre”, la tierra es mujer. La mujer está “habitada”, dice, por las mismas “potencias oscuras” que la tierra, y de sus virtudes mágicas dependen hijos, rebaños, cosechas,  etc.

Ídolo supremo en las religiones, la mujer está sobre la tierra rodeada de tabúes como todos los seres sagrados, ella misma es tabú; a causa de los poderes que posee se la considera maga, bruja; en  algunos casos participa en el gobierno de la tribu, o llega incluso a ejercerlo sola. 

Sin embargo, decir que la mujer es la “Ateridad” significa decir que no existía entre los sexos una relación de reciprocidad: cuando es vista como Tierra, Madre, o Diosa, no es para el hombre un semejante; está “fuera” del mundo humano.

Es por eso, destaca Beauvoir, que el poder político siempre ha estado en manos de los hombres. El “triunfo del patriarcado” no fue casual, dice. Desde el origen de la humanidad, su privilegio biológico permitió a los varones afirmarse solos como sujetos soberanos.

Así, en la época en la que los seres humanos comienzan a redactar sus mitologías y sus leyes, el patriarcado ya se ha establecido definitivamente y son siempre los hombres los que elaboran los códigos. Eva, es entregada a Adán para convertirse en su compañera, y es también la culpable de llevar al pecado al género humano. Cuando se quieren vengar de los hombres, los dioses paganos inventan a la mujer, y la primera de  las criaturas hembra, Pandora, desencadena todos los males que sufre la humanidad. 

La mujer queda así consagrada al mal. “Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz,  y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas, y la mujer”, dice, Pitágoras.

La suerte de la mujer está ligada a la de la “herencia”

En el apartado III, de “Historia”, Simone avanza recordando que la suerte de la mujer estará ligada a la propiedad privada a través de  los siglos: gran parte de su historia se confunde con “la historia de la herencia”. El hombre no aceptará compartir con la mujer ni sus bienes ni sus hijos. Con el matrimonio, la mujer ya no es un “préstamo” de un clan a otro clan. Es radicalmente arrancada del grupo en el que nació y anexionada al de su esposo.

Si pudiera heredar, transmitiría abusivamente las riquezas de la familia paterna a la de su marido, por lo que queda excluida de la sucesión. Y a la inversa, señala Beauvoir, al no poseer nada, la mujer no accede a la dignidad de una persona; forma parte ella misma del “patrimonio” del hombre, primero de su  padre y luego de su marido.

Avanzando en el tiempo, nos recuerda la autora que en Atenas la mujer vive encerrada en sus aposentos, severamente limitada por las leyes y vigilada por magistrados especiales.

Durante toda su existencia vive en perpetua minoría, sostiene; está bajo el mandato de su tutor: el padre, el marido, el heredero del marido o, en su defecto, el Estado, representado por funcionarios públicos.

Ellos son los “amos”, y disponen de ella como de una mercancía, afirma, debido a que el poder del tutor se extiende a la persona y a sus bienes. La mujer griega está, así, reducida a una semiesclavitud; ni siquiera tiene libertad para indignarse, señala Simone. Apenas Aspasia, y con más pasión Safo, hacen oír algunas protestas…

Simone llega, en este recorrido, hasta la mujer griega y romana

Por su parte, lo que define la historia de la mujer romana es el conflicto entre la familia y el Estado. La mujer está estrechamente sometida al patrimonio, y por lo tanto al grupo familiar: las leyes la privan incluso de las garantías que se les reconocían a las mujeres griegas; pasa su  existencia entre la incapacidad y la servidumbre, nos dice Beauvoir.

La autora cierra, entonces, este apartado III de “Historia”, recordándonos que la romana de la antigua república  ocupa un lugar en el mundo, pero está atada por la falta de derechos jurídicos y de independencia  económica.Durante el período de decadencia, cierra, es el prototipo de la “falsa emancipada”, que en un mundo que sigue perteneciendo de hecho a los hombres, solo posee una libertad vacía: es libre “para nada”.

En estos dos apartados (IV y V) de su libro El segundo sexo, en los que continúa su análisis de la Historia, Simone de Beauvoir realiza un exhaustivo recorrido por las diversas etapas que suceden a las sociedades patriarcales antiguas: los comienzos del cristianismo, la sociedad feudal medieval, la sociedad conyugal moderna y la sociedad contemporánea hasta el año 1949, que es cuando publica esta obra.

La autora reconstruye así una historia de las mujeres que le lleva a concluir que ésta ha sido hecha por los hombres, dado que ellas nunca detentaron el poder ni crearon valores. En este sentido, si bien es cierto que algunas mujeres se rebelaron contra su situación y se organizaron para llevar a cabo protestas colectivas, sus conquistas se habrían dado solo cuando los hombres estuvieron dispuestos a ceder en algunas ocasiones, aunque permitiendo cambios siempre acordes a las perspectivas masculinas.

Es por eso que, parafraseando a Marx, Beauvoir afirma que no es la inferioridad de la mujer lo que ha determinado su insignificancia histórica, sino, al contrario, su insignificancia histórica lo que ha determinado su inferioridad.

Karl Marx

En concreto, en el apartado IV, Simone refuerza la idea de que la evolución de la condición femenina no ha seguido una trayectoria constante. El propio derecho romano, afirma, sufrió la influencia de una ideología nueva: el cristianismo. El pueblo, los esclavos y las mujeres son los que siguen con más pasión la “nueva ley” .

De este modo, recuerda, en los primeros tiempos del cristianismo se respetaba a las mujeres que se sometían al yugo de la Iglesia. Ellas daban testimonio como mártires junto a los hombres pero sólo podían participar en el culto de modo secundario. Las “diaconisas” solo estaban autorizadas a realizar tareas laicas como el cuidado a los enfermos o el socorro a los indigentes.

Si bien el matrimonio se consideraba una institución que exigía fidelidad recíproca, la esposa debía estar totalmente subordinada al esposo: a través de San Pablo se afirmaba la tradición judía, fuertemente antifeminista.

San Pablo exige a las mujeres discreción y contención, afirma Beauvoir; este apóstol fundamenta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento el principio de la subordinación de la mujer al hombre. Beauvoir lo cita, entonces, en una frase contundente: “El hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre, y el hombre no ha sido creado para la mujer, sino la mujer para el hombre” .

Y más adelante: “Como la Iglesia está sometida a  Cristo, así deben someterse en todas las cosas las mujeres a sus maridos”.

Detalla entonces la autora que es a partir de Gregorio VI, cuando se impone el celibato  a los sacerdotes, que el carácter “peligroso” de la mujer se destaca más severamente. Todos los padres de la Iglesia coinciden en considerarla así. Santo Tomás, nos dice, será fiel a esta tradición cuando declara que la mujer es un ser “ocasional” e “incompleto”, una especie de “hombre fallido”.

Papa Gregorio VI

Y lo cita: “El hombre es la cabeza de la mujer como Cristo es la cabeza del hombre”, y también: “Es evidente que la mujer está destinada a vivir bajo el dominio del hombre y no tiene por sí misma ninguna autoridad”.

Durante la Alta Edad Media, cundo se organiza el sistema feudal, dice Beauvoir, la condición de la mujer es muy insegura. Algunas veces es rebajada y otras ensalzada por este régimen. Primero se le niegan todos sus derechos privados porque se considera que no tiene ninguna “capacidad política”.

Es que, dado que hasta el siglo XI el orden se basa únicamente en la fuerza, la propiedad queda vinculada al poder de las armas. Un feudo, dicen los juristas, es “una tierra que se posee a cambio de servicio militar”. Por lo que la mujer no puede tener dominios feudales porque es “incapaz de defenderlos”.

La suerte de la mujer no mejora al convertirse en heredera, ya que necesita un tutor masculino e, invariablemente, el marido desempeña este papel. Es él quien recibe la investidura, se hace cargo del feudo y tiene el usufructo de los bienes.

La mujer es “esclava de la propiedad

Destaca aquí Beauvoir, entonces, que en este período la mujer es “esclava de la propiedad”, y “del amo de la propiedad” a través de la “protección” de un marido que le han impuesto. Una heredera es “una tierra y un castillo”, dice. Los pretendientes se disputan esta “presa” y la muchacha a veces solo tiene doce años, o menos todavía, cuando su padre o su señor se la entrega en propiedad a algún barón. 

A su vez, el caballero no se interesa por las mujeres. En esa época su caballo le parece un tesoro de mucho más valor. Es por eso, recuerda, en los cantares de gesta, son las doncellas las que van buscando a los muchachos pero, cuando se casan, se les exige una fidelidad unilateral, ya queel hombre no las asocia a su vida.

Suele afirmarse a menudo, dice, que el “amor cortés”, que nace en el siglo XII en  Occitania, parece haber supuesto una mejora de la condición de la mujer. A menudo, incluso, se lo describe como un amor “platónico”. Pero en realidad, señala Simone, como el esposo feudal era un tutor y un tirano, la mujer buscaba un amante fuera del matrimonio, por lo que el amor cortés era, en realidad, una “compensación” ante la  barbarie de las costumbres oficiales.

Lo que es seguro, en cambio, es que frente a la “Eva pecadora”, la Iglesia exaltó a la Madre del Redentor. Su culto se hizo tan importante que se pudo decir en el siglo XIII que “Dios se había hecho mujer”. Advierte Simone entonces que se desarrolla una “mística de la mujer” en el plano religioso.

Y, a su vez, reconoce la autora, los placeres de la vida en el castillo permiten a las mujeres nobles hacer florecer a su alrededor el lujo de la conversación, de la cortesía, de la poesía.

La “Madre del Redentor

No obstante, tanto en el derecho consuetudinario como en el derecho feudal, sólo existe la emancipación fuera del matrimonio.  Se considera que la mujer soltera y la viuda tienen la misma capacidad que el hombre, pero al casarse, la mujer cae bajo la tutela del marido.

Desde el feudalismo hasta nuestros días, la mujer casada queda deliberadamente sacrificada a la propiedad privada, y esto se acentúa más cuanto mayores son los bienes que posee el marido. Sostiene entonces Beauvoir que la dependencia de la mujer siempre ha sido más concreta en las clases pudientes, y que, por el contrario, la pobreza con frecuencia convierte el vínculo conyugal en un vínculo recíproco.

Saca aquí entonces una conclusión provisional: lo que ha “liberado” a la mujer no ha sido ni el feudalismo ni la Iglesia, sino el vasallaje. Esto se debe a que el paso de la familia patriarcal a una familia “auténticamente conyugal” se da en la medida en que el vasallo y su esposa, al no poseer bienes materiales, sólo tienen el disfrute común de su casa, de los muebles, de los utensilios.

Así, afirma Simone, el hombre en esa condición no tenía ninguna razón para mandar sobre una mujer que no tenía bien alguno, en tanto que los lazos de trabajo y de intereses que los unían los volvían verdaderos compañeros de vida. En el siglo XVI se codifican las leyes que se perpetuarán en todo el Antiguo Régimen.

La situación de la mujer en el Antiguo Régimen

En esa época, afirma, las costumbres feudales han desaparecido completamente y nada protege a las mujeres de las pretensiones de los hombres que las quieren encadenar al hogar doméstico. Si  una mujer permanece soltera, queda bajo la tutela del padre que, o la casa, la encierra en un convento.

Si una mujer soltera tiene un hijo, se autoriza la investigación de la paternidad y esto le da derecho solamente a los gastos de parto y alimentos para el hijo. En cambio, al casarse, la mujer pasa bajo la tutela del marido, que es quien fija domicilio y gobierna la vida del matrimonio. En caso de adulterio, repudia a su mujer y la encierra en un convento u obtiene una orden de prisión.

Ningún acto es válido sin la aprobación del marido -y en eso coinciden todos los códigos europeos que se han redactado a partir del derecho canónico, del derecho romano y del derecho germánico-. Todos ellos, dice Simone, son desfavorables para la mujer.

En todos estos países, recuerda la autora, una de las consecuencias del sometimiento de  la mujer “honrada” a la familia es la existencia de la prostitución. Las prostitutas son mantenidas hipócritamente al margen de la sociedad, aunque desempeñan un papel importantísimo. El cristianismo las abruma con su desprecio pero las acepta como un “mal necesario”.

Las prostitutas eran mantenidas, hipócritamente, al margen de la sociedad

En el siglo XVII la vida mundana se desarrolla y la cultura se extiende, por lo que el papel que desempeñan las mujeres en los salones es importante. Dado que no estaban ocupadas participando de “la construcción del mundo”, afirma la autora, tienen la posibilidad de entregarse a la conversación, a las artes, a las letras.

En el siglo XVIII, la libertad y la independencia de la mujer siguen creciendo. Sin embargo, las costumbres continúan siendo severas. La jovencita recibe una educación somera y luego la casan, o la internan en un convento sin consultarla. Como clase en ascenso que intenta consolidarse, la burguesía impone a la esposa una moral rigurosa.

Simone cita aquí a J. J. Rousseau, quien se hace portavoz de la burguesía al consagrar a la mujer a su marido y a la maternidad: “Toda la educación de las mujeres – dice Rousseau- debe ser relativa a los hombres… la mujer está hecha para ceder ante el hombre y para soportar sus injusticias”.

No obstante, el ideal democrático e individualista del siglo XVIII es favorable a las mujeres. De modo que, para la mayor parte de los filósofos, ellas sí son seres humanos “iguales” a los del “sexo fuerte”. En este sentido, Voltaire llega a denunciar la injusticia de la suerte de la mujer, y Diderot considera que su “inferioridad” ha sido en gran parte creada por la sociedad. “Mujeres, os compadezco!”, escribe este autor.

Ya en el apartado V, destaca Beauvoir que hubiera sido de esperar que la Revolución Francesa cambiara la suerte de la mujer, pero que no fue así.

Revolución Francesa

Esta “revolución burguesa”, dice, fue respetuosa con las instituciones y los valores burgueses, de modo que la hicieron los hombres de forma prácticamente exclusiva. De todas formas, reconoce Simone, durante todo el Antiguo Régimen las mujeres de las clases trabajadoras fueron las que tuvieron más independencia.

En efecto, en ese momento la mujer tenía derecho a conducir un comercio, y se consideraba que poseía todas las capacidades necesarias para un ejercicio autónomo de su profesión. Sin embargo, así como el pueblo no dirigió la empresa revolucionaria, tampoco recogió a sus frutos.

Por su parte, las mujeres de la burguesía estaban demasiado integradas en la familia para vivir entre ellas una “solidaridad concreta” entre ellas, afirma la autora. No se constituyen en un colectivo susceptible de imponer unas reivindicaciones: desde el punto de vista económico, su existencia es “parasitaria”, insiste.

Y recién cuando el poder económico pase a manos de los trabajadores, será posible para las mujeres trabajadoras conquistar ciertas oportunidades que la “mujer parásita” -noble o burguesa- nunca obtendrá.

Durante todo el siglo XIX, la burguesía nunca fue más fuerte, advierte, aunque comprende las amenazas que implica la revolución industrial y se afirma con una “autoridad inquieta”. Más allá de cierta la libertad de espíritu heredada del siglo XVIII, la moral familiar se mantiene firme.  La familia, “célula social indisoluble”, será el microcosmos de la sociedad.

El hecho es que casi todas las mujeres de la burguesía capitulan, advierte Beauvoir. Como su educación y su situación las ponen bajo la dependencia del hombre, ni siquiera se atreven a plantear reivindicaciones, y las que tienen la audacia de hacerlo no encuentran ningún eco o corren riesgo de vida.

Les explican de forma incesante, y ellas lo saben, que la emancipación de las mujeres debilitaría a la sociedad burguesa; liberada del varón, la mujer estaría condenada a trabajar. De este modo, según Simone, la mujer burguesa puede lamentar no tener más que derechos subordinados sobre sobre la propiedad privada, pero más lamentaría la abolición de esta  propiedad.

De manera que no experimenta ninguna solidaridad con las mujeres de las clases obreras y se siente mucho más cerca de su marido y de sus intereses que de las trabajadoras que no conoce. No obstante, dice, todos estos factores no logran detener la marcha de la historia, y con la  llegada del maquinismo se ve favorecida la emancipación de la clase trabajadora y,  consecuentemente, la de la mujer.

La mujer en la revolución proletaria

Todo socialismo, dice, al sacar a la mujer de la familia, favorece su liberación; y en su conjunto, el movimiento reformista que se desarrolla en el siglo XIX, es favorable al feminismo al pretender buscar “la justicia en la igualdad”.

Por otra parte, como el brusco despegue de la industria exige una mano de obra más numerosa que la disponible con los trabajadores varones,  fue necesaria la colaboración de las mujeres. De este modo, según Simone, se trata de la gran revolución que transforma, en el siglo XIX, la suerte de la mujer, abriendo para ella “una nueva era”.

En este sentido, Marx y Engels prometen a las mujeres una liberación implícita en la del proletariado. Bebel, un autor en esta línea de pensamiento, señala: “la mujer y el trabajador tienen algo en común: están oprimidos”.

Pero no todo sería, ni de lejos, perfecto en tal intento de emancipación. Advierte la autora que se han propuesto diferentes explicaciones acerca de por qué los salarios de las mujeres eran tan bajos, llegándose a la conclusión de que se trata de un fenómeno que depende de un conjunto de factores. No basta con decir que las necesidades de las mujeres eran “menores” que las de los hombres. Ésa fue solo una justificación posterior.

Los salarios de las mujeres siempre fueron más bajos

Más bien, las mujeres no habrían sabido defenderse de sus explotadores. Por otra parte, la mujer trataba de emanciparse por el trabajo en el seno de una sociedad en la que subsistía la comunidad conyugal. Así, unida al hogar de su padre o de su marido, se contentaba, en general, con aportar una “ayuda” familiar.

De modo que trabajaba fuera de la familia, pero para ella; y se consideraba que, dado que la obrera no tenía que cubrir la totalidad de sus necesidades, debía aceptar una remuneración muy inferior a la que exigían los varones. Por otra parte, uno de los problemas esenciales que se plantean a propósito de la  mujer es, como se ha venido señalando, la conciliación de su papel “reproductor” con su trabajo “productor”.

Así que sólo muy esporádicamente vemos aparecer una Rosa Luxemburgo, una madame Curie, dice Simone.  No obstante, ellas demuestran con brillantez que no es la “inferioridad” de las mujeres lo que determina su insignificancia histórica, sino su insignificancia histórica la que las condena a la inferioridad.

No obstante, los antifeministas, dice la autora, deducen del examen de la historia dos argumentos contradictorios:

Primero: “Las mujeres nunca han creado nada importante”, dicen.

Segundo: “La situación de la mujer nunca ha impedido el desarrollo de las grandes personalidades femeninas”.

La física y química polaca Madame Curie

Sin embargo, dice Simone, en las dos afirmaciones hay mala fe, ya que los éxitos de algunas privilegiadas – el segundo argumento- no compensan ni excusan su falta sistemática a nivel colectivo. Y el hecho de que estos éxitos sean tan escasos -el primer argumento- prueba, precisamente, que las circunstancias les son desfavorables.

Esa es la razón, afirma Beauvoir, de que ahora muchas de ellas reclamen una nueva condición. No pretenden ser exaltadas en su feminidad. Simplemente quieren que, en ellas mismas, como en el conjunto de la humanidad, “la trascendencia triunfe sobre la inmanencia”.

Las mujeres pretenden que, por fin, se les concedan los derechos abstractos -universales- y las posibilidades concretas, sin cuya combinación la libertad “no pasa de ser una farsa”, insiste Simone. Mientras tanto, entre los dos sexos todavía no hay verdadera igualdad, ya que las cargas del matrimonio siguen siendo mucho más pesadas para la mujer que para el hombre.

Reconoce que la carga de la maternidad se ha reducido, en parte, con el uso -confeso o clandestino-  del control de natalidad. Pero dado que el aborto está -dice en su momento- oficialmente prohibido, muchas mujeres ponen en peligro su salud con maniobras abortivas peligrosas o deben aceptar verse abrumadas por numerosas maternidades.

La abrumadora carga de las maternidades múltiples

A su vez, el cuidado de los hijos y las tareas domésticas continúan estando a cargo, de forma prácticamente exclusiva, de la mujer. El resultado es que para la mujer es más difícil conjugar su vida familiar y su papel de trabajadora. La verdad es que su situación carece de equilibrio, razón por la que resulta  muy difícil adaptarse a ella.

Es cierto que se abren para las mujeres las fábricas, las oficinas, las facultades, pero se sigue considerando que, para ellas, el matrimonio es “una carrera muy honrosa”, que las dispensa de cualquier otra participación en la vida colectiva. “¿Cómo no va a conservar todo su valor el mito de Cenicienta?” se pregunta Beauvoir. Todo empuja a la jovencita a esperar de su “príncipe azul” fortuna y felicidad, en lugar de intentar, ella sola, una conquista difícil e incierta.

De modo que va hacia las conclusiones de este apartado destacando que esta esperanza es nefasta porque divide sus fuerzas y sus intereses. Los padres, dice, educan a sus hijas pensando en el matrimonio, en lugar de favorecer su desarrollo personal. Y la joven le encuentra tantas ventajas a ese destino que lo acaba deseando.

El resultado, afirma Simone, es que es menos frecuente que se especialice, su formación es menos sólida que la de sus hermanos, se implica menos totalmente en su profesión y esto se convierte en un círculo vicioso: su “inferioridad”, adquirida por este tipo de formación y de expectativas, refuerza su deseo de “encontrar un marido”.

De este modo, numerosas obreras empleadas terminan viendo en el “derecho al trabajo” una carga que se podrían “sacudir” con el matrimonio. Pero también, al tomar conciencia de sí y de que pueden “librarse” también del matrimonio por el trabajo, muchas mujeres ya no aceptan tan dócilmente su sumisión. 

Lo que muchas de ellas desearían fervientemente es, entonces, que el intentar conciliar la vida familiar con una profesión no les exigiera, en definitiva, realizar “acrobacias agotadoras.” Beauvoir deja, así, abierta la continuación de este recorrido, adelantando que tendremos que pasar a describir a la mujer, “tal y como la sueñan los hombres”, ya que su “ser para los hombres” es, y ha venido siendo, uno de los factores esenciales de su condición concreta.

Y tal descripción tendrá lugar en los apartados siguientes, relativos a los “mitos” sobre la mujer.

Tercera parte: Mitos

Capítulo I

En este fascinante apartado, dedicado a los mitos clásicos, Simone de Beauvoir realiza un minucioso análisis de gran parte del legado mitológico de Occidente, para confirmar las numerosas proyecciones simbólicas, a la vez de carácter positivo y negativo, que los hombres han realizado sobre la figura de la mujer, mostrando que en todos los casos ella queda reducida a la “Alteridad”, a lo “Otro”.

Esta idea está estrechamente relacionada, como vimos, con la dialéctica hegeliana del “amo y el esclavo”. Cuando dos autoconciencias se encuentran, recuerda Simone aquí, lo que cada una desea es el “reconocimiento” de la otra; así, el “amo” es quien no le teme a la muerte y es capaz de arriesgar su vida para ser reconocido debido a que valora más la libertad, mientras que el “esclavo” es quien sí le teme a la muerte, y por ello renuncia al riesgo y se somete.

Históricamente, en las sociedades guerreras, los hombres establecen los fines del grupo llevando a cabo guerras con otras comunidades en las que arriesgan sus vidas. Así obtienen el reconocimiento del grupo y también de las propias mujeres, las que no pueden intervenir en las luchas por estar vinculadas a las actividades reproductivas. Los hombres someten, entonces, también a las mujeres y a cambio les ofrecen protección.

El segundo sexo (I): Mitos

Cuando este sistema se consolida y se justifica mediante leyes escritas, se afirma la sociedad patriarcal en la que la mujer es forzada a un papel sedentario, pasivo y secundario. De este modo, cuando el hombre se posiciona frente a la mujer, ella se le presenta como un Otro que, sin embargo, es posible “poseer”. De modo que los hombres ciertamente desean que existan las mujeres, aunque nunca desearían, ellos mismos, serlo.

Es de esta interpretación de la cuestión de donde surgen las lecturas que Beauvoir hace de las concepciones masculinas que ensalzan a la mujer por considerarla una “Alteridad” necesaria para su propia realización. Las mujeres no son capaces de realizar una operación simétrica de afirmarse como sujetos y, por el contrario, se someten al punto de vista masculino, que dan por válido. Así, en la relación hombre-mujer, que se considera como una relación entre conciencias, la mujer asume el rol de “esclavo” respecto al varón, sin cuestionar la legitimidad de este vasallaje.

Es a raíz de esta caracterización de la mujer como el Otro, como un elemento extraño a la vez que necesario, que surgen los mitos que la sitúan fundamentalmente como “Madre Naturaleza” -capaz de cobijar y nutrir la vida originada por el “principio masculino”-, a la vez que como fuente de juventud, belleza, salud, promesa de virginidad, diosa mitológica, musa inspiradora, objeto de amor perfecto, etc. Pero también como fuente de temor: surgen de aquí los mitos en los que se la presenta como muerte, oscuridad, caos tenebroso, abismo, carne, pecado.

En suma, como balance del análisis surge que la mujer solo puede ser aceptada en la sociedad cuando deja de ser “peligrosa”, es decir, cuando se reduce a su papel de madre, hermana y/o esposa amorosa del hombre. Pero hay otra función que los hombres otorgan a las mujeres: la de ser un “objetivo” a conquistar, como en el caso del caballero luchando por su dama. Es que, dado que alcanzar la valoración de los demás hombres es difícil, y la de Dios es demasiado ajena e imperceptible, la mujer parece constituirse en el Otro imprescindible para la autorrealización del hombre: es un reto difícil pero accesible, que lo recibe habitualmente con gratitud.

Es así como la mujer le sirve al hombre como motivación para todas sus empresas, mientras que, según Beauvoir, desde el punto de vista de la mujer, todo acaba en decepción: ella lo es Todo (lo positivo y lo negativo a la vez), pero siempre en el plano de las idealizaciones, mientras que en la realidad – al menos hasta el momento en que escribe la autora-, para la mujer todo es frustración e imposibilidad de alcanzar la “trascendencia” que los hombres efectivamente conquistan.

Capítulo II

Simone de Beauvoir pasa a considerar, aquí, la visión de escritores concretos, en cuya obra se aprecia claramente la influencia de los mitos analizados en el cap. I.

Así, cita, en primer lugar, a Henry de Montherlant, quien ofrece una visión extremadamente negativa de la mujer, y acusa a los hombres débiles de su tiempo de haberlas ensalzado, cuando en rigor no lo merecen. En este sentido, la figura femenina que más cuestiona es la de la “Madre” a la que presenta como una figura autoritaria, que “corta las alas del hijo”. Para Montherlant el único rol aceptable de las mujeres es el de ofrecer el placer carnal, inscribiéndolas en una visión negativa de la que no escapará tampoco el varón.

Beauvoir presenta luego la figura de David Herbert Lawrence, quien considerará el sexo masculino como como símbolo de alegría, de deseo de vivir, y a la feminidad como un complemento del hombre dentro de un todo. De este modo, la mujer tiene en el marido la justificación de su existencia y, por lo tanto, la “mujer, mujer” es exclusivamente la que acepta ese rol de “Alteridad”.

En tercer lugar, la autora menciona a Paul Claudel, quien convierte el mal en bien: la mujer inaugura el pecado, pero sin pecado no habría habido salvación, por lo tanto, su figura le aporta un beneficio al hombre. Claudel ve a la mujer como Naturaleza y como subordinada al hombre en la familia patriarcal. Por eso es que, con resonancias cristianas, habla de ella como “la esclava del Señor”, cumpliendo lo que sería la voluntad que Dios le tiene reservada.

A continuación, se alude a André Breton, para quien la mujer es “poesía”, en tanto que encierra en sí el enigma de la Alteridad. Para este autor, se accede al enigma a través del amor carnal, que ha de ser recíproco y único. Sin embargo, Breton considera que la mujer tiene algo que decir, y debe ser escuchada en tanto que es belleza, y mediadora de la paz, aunque no la considera nunca un “sujeto” por derecho propio.

Finalmente Beauvoir menciona a Stendhal, quien, según ella, por fin reconoce a la mujer real, rechazando la idea del “eterno femenino”. Atribuye así, las posibles deficiencias femeninas que critican los autores anteriores a la cultura y la educación que han recibido, y no a la naturaleza, reclamando las mismas oportunidades para ellas. La mujer, entonces, no es para él pura “alteridad”, sino que es, ella misma, “sujeto”.

La autora cierra entonces este capítulo capítulo II afirmando que, como balance del recorrido, se observa que en su mayor parte los autores literarios mantienen la concepción propia de los más diversos mitos analizados en el capítulo I, y que el único común denominador es que siempre la mujer cumple el rol de servirle a los hombres para tomar “conciencia de sí”.

Stendhal

Capítulo III

Finalmente, con el capítulo III de esta sección, Simone cierra primer tomo de su obra, al que denominó “Los hechos y los mitos”. La pregunta final aquí es qué papel juegan estos mitos en la vida cotidiana. Y concluye que, frente a la inmensa variedad de caracteres y posibilidades de la mujer real y contingente, en general, los mitos la sitúan en un cielo platónico, congelándolas en el concepto del eterno femenino, que el hombre afirma no poder comprender.

La autora hace entonces un llamado a reconocer a la mujer como un ser humano, lo cual será beneficioso tanto para hombres como para mujeres si se le reconoce una capacidad de acción y trascendencia y no se la recluye al ámbito doméstico y privado. En el segundo volumen de la obra Beauvoir intentará reconstruir la manera como las mujeres viven su condición de tales en su vida cotidiana, a partir de esa peculiar forma de ser que la cultura en que vivimos ha ido forjando para ellas.

Referencias:

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Femenías, M. L. (2021). Simone de Beauvoir ¿Madre del feminismo?, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ediciones Lea.

López Pardina, T. (2015). “Prólogo a la edición española”, en Beauvoir, S. de, El segundo sexo. Madrid: Cátedra.

Morant. I. (2018). “Lecturas de El segundo sexo de Simone de Beauvoir”. Descentrada 2 (2), e053.

Valcárcel, A. (2019). Ahora, feminismo. Cuestiones candentes y frentes abiertos. Madrid: Cátedra.


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Amorós, C. Simone de Beauvoir: un hito clave” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/04/Amoros-Simone-de-Beauvoir-un-hito-clave.pdf

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Friedan, B. La mística de la feminidad https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/04/la-mistica-de-la-feminidad-betty-friedan-1.pdf

Mapa El segundo sexo – Esquema general https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/04/Mapa-El-segundo-sexo-Esquema-general.pdf

Mapa “Los hechos y los mitos” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/04/Mapa-de-Los-hechos-y-los-mitos-.pdf

 

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