El perspectivismo de Friedrich Nietzsche es uno de los aspectos de su obra más analizados y comentados en la cultura contemporánea. Esto se debe en gran medida a que el propio Nietzsche, en sus últimos años, sintetizaría su postura bajo la conocida fómula: “No hay hechos, sólo interpretaciones”.
Como hoy sabemos, el planteo de esta posición nietzscheana con respecto al conocimiento, si bien con antecedentes en su juventud, se desarrolló en profundidad hacia el final de su vida, en tiempos en que su intención era comenzar el proyecto de una gran obra que debía reunir de manera orgánica todo su pensamiento filosófico. Por eso no sorprende el hecho de que, entre estos propósitos a desarrollar, estuviera, de manera central, la cuestión del “conocimiento” y la “verdad”, una de las grandes preocupaciones de Nietzsche que ya había sido abordada en su obra de juventud Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
Sin embargo, la enfermedad de sus últimos años hizo que nunca llegara a concretar acabadamente aquel proyecto, a pesar de lo cual, tras su muerte, el Archivo Nietzsche publicó, en 1901, bajo la dirección de su hermana, Elizabeth Forster- Nietzsche, y de su amigo Peter Gast, un libro que pretendía ser una “reconstrucción” de esa obra nunca concluida bajo el título de La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores.
No obstante, no tardó en saberse que el trabajo de Nietzsche había sido, en gran medida, tergiversado a través de omisiones, recortes, reorganización del orden, etc. Por eso es que, años después, se comenzaría a reparar tal tergiversación, cuando los italianos Giorgio Colli y Mazzino Montinari, a mediados del siglo pasado, publicaran una nueva edición de las obras completas del filósofo, volviendo a partir de los textos originales.
El fragmento “No hay hechos, sólo interpretaciones”
Como se explica en la edición en español realizada a partir de la edición de Colli y Montinari, y titulada en este caso, Fragmentos póstumos, el pasaje que nos ocupa se encuentra en el volumen final, el IV, de esta edición, y corresponde al cuaderno de Nietzsche catalogado como MP XVII 3B, escrito entre finales de 1886 y la primavera de 1887. Dentro de él, nuestro texto está en el manuscrito 7, fragmento 60.
Así, en la primera parte de este fragmento, tal vez el momento central, se lee:
“Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizás sea un absurdo querer algo así.”
Se hace necesario, entonces, recordar qué está queriendo significar Nietzsche por “positivismo”. Dicho de manera muy esquemática, el positivismo es la doctrina que afirma que todo genuino conocimiento deriva de alguna manera de la experiencia, absteniéndose de prejuicios, ideas previas o ideas a priori, y limitándose a afirmar solo aquello que pueda ser demostrado objetivamente a través del método científico.
Por otra parte, “hecho” es el participio pasado del verbo hacer – Nietzsche lo dice también en latín, factum– Y este término alude a algo que, en rigor, ya no está en proceso de estar ocurriendo, de estar generándose, sino que es algo cerrado, definitivo. Es aquello que ya se ha consumado, siendo así que nada puede dificultarlo o impedirlo.
Permanentemente hablamos de ese modo, y aludimos a los “hechos” como suponiendo un mundo de sucesos y cosas ya acabadas que, simplemente, están allí para ser conocidos de manera “objetiva”, “unívoca”, tal como pretendía el positivismo. Sin embargo, eso es precisamente lo que Nietzsche cuestionará. Para él, la misma idea de algo cerrado, acabado en sí mismo, es inconsistente. De manera que todo su esfuerzo teórico se centrará en tratar de argumentar en contra de esa posición.
Más aún, ¿cómo continúa este primer párrafo? Afirmando no sólo que que “no hay hechos”, sino que “sólo hay interpretaciones”. Es que el supuesto “hecho”, o “lo que es”, o el “ente” se revela, para Nietzsche, sólo a partir de alguien lo capture en alguna forma de reelaboración. Y tal forma de reelaboración, a su juicio -y a diferencia del sueño positivista-, nunca es objetiva, unívoca y desinteresada, sino que está conducida por los intereses, fines, objetivos de quien la elabora que, en rasgos generales, pueden ser sintetizados en favor de la potenciación de la vida de quien que realiza tal reorganización.
La subjetividad como construcción
Pero entonces, Nietzsche nos sorprende una vez más cuando, en el pasaje inmediatamente siguiente, se adelanta a nuestra posible objeción de que, entonces, “todo es subjetivo”, ya que todo se reduce a la propia interpretación. Sin embargo él nos advierte:
“«Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás. — ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.”
A su juicio, esta subjetividad, -que según él mismo nos dice, es el único punto de vista con el que, en verdad contamos- no puede ser entendida, a su vez, como una instancia “fija”. Dicho de otra forma, Nietzsche ya había disuelto el objeto de conocimiento, reduciéndolo a ser interpretación. Ahora disolverá el propio sujeto, al diseñar una concepción general que no piensa ya en términos de “entidades substanciales”.
Como es sabido, lo que había hecho la metafísica platónica anterior, era algo así como duplicar cada entidad -inclusive el ser humano- y proyectarla, de manera estable, en un mundo “en sí”, de esencias o naturalezas últimas. Pero con ello, para Nietzsche, estas posiciones desvalorizaban “la vida misma” concreta, siempre cambiante, irrepetible.
Al denunciar este anterior enfoque, Nietzsche pretende ahora que el “yo” tampoco es una entidad constante, estable. Es algo que uno está siempre “llegando a ser”, que se construye y evoluciona permanentemente. No es más que un “efecto de superficie”, un síntoma, dice, que expresa el equilibrio logrado por impulsos que están debajo de ese aparecer.
Para él, la subjetividad es también una construcción que, su vez, construye el conocimiento. De modo que, tras basarse, irónicamente, en Kant, a quien tanto cuestionaba en otros sentidos, parte de él y lo somete, a su vez, a su propio “giro”. Es que, como se recordará, el pensamiento kantiano -y tras él, el de Schopenhauer- sostenía que el sujeto “construye” su objeto de conocimiento en la medida en que ciertas características estructurales muy básicas del mundo que conocemos como el espacio, el tiempo, las relaciones causales, etc., son estructuras de nuestras facultades cognitivas, más que propiedades o relaciones de las cosas “en sí mismas”, a las que nunca podemos acceder.
Sin embargo, además de descreer en algo así como “las cosas en sí mismas”, Nietzsche se aleja de Kant y Schopenhauer en la medida en que ellos habían tratado estas estructuras del sujeto como “necesarias”, como condiciones “a priori” de cualquier experiencia humana posible. Por el contrario, basándose ahora en los desarrollos de la teoría de la cognición de su propio tiempo, en particular el trabajo de Friedrich Lange y Ernst Mach, Nietzsche avanza hacia una concepción mucho más “naturalizada” del conocimiento, más basada en la psicología, que las de Kant y Schopenhauer, acentuando la idea de que las perspectivas siempre están enraizadas en rasgos propios, asociados a determinados afectos y patrones de valoración.
Es que, en definitiva, para Nietzsche, el mundo siempre es aquello “que se muestra” a aquel que necesita sobrevivir en él y que, por eso mismo, siempre lo está recomponiendo selectivamente para sus propios fines. La noción de sujeto dejará de ser vista, así, como el sustrato estable y sustancial, característico de la anterior metafísica, planteada por Aristóteles o Descartes.
Si recapitulamos, entonces, lo que tenemos hasta aquí, veremos que, para Nietzsche, el conocimiento nunca es de “hechos” ya acabados y autosubsistentes, sino elaborados a partir de las interpretaciones que hacen de ellos los sujetos. Sujetos que, por otra parte, tampoco son algo sustancial, idéntico y estable, sino conjuntos de fuerzas, tensiones, afectos y valoraciones, siempre interesadas en potenciarse para sobrevivir.
Nietzsche saca las consecuencias inevitables de todo lo anterior en este pasaje siguiente de su fragmento 60. Dice:
“En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».”
Y la hipótesis que emplea en este período para precisar esta situación es, justamente, la de “voluntad de poder”. Para Nietzsche, todo lo que existe descansa fundamentalmente sobre una base subyacente de “centros de poder”, cuya actividad e interacciones se explican por el principio de que persiguen su propia expansión, su propia afirmación. Pero está lejos de ser obvio lo que se supone que son estos “centros de poder”. La descripción que hace de ellos es a veces bastante abstracta, evocando “centros de fuerza” caracterizados como lo hacía la física del siglo XIX. Pero, en otras ocasiones, son concebidos como entidades psicológicas o biológicas concretas (personas, impulsos, organismos) que ejercen esa voluntad.
Como continúa el último párrafo del fragmento 60:
“Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos.”
En este sentido, el estudioso del pensamiento nietzscheano Hans Vaihinger cita y analiza una gran cantidad de pasajes de la antigua edición alemana de sus obras completas y observa que, en este último período de la obra de Nietzsche, éste entiende que no habría vida en absoluto si no fuera sobre la base de perspectivas que involucran valoraciones.
Vaihinger cita a Nietzsche cuando afirma “La perspectiva es la condición básica de toda vida”. Más aún, Nietzsche advierte también que el ser humano no se da por satisfecho con estas falsificaciones menores, personales, sino que elabora grandes sistemas y concepciones del mundo, “falsificaciones mayores”, dice, que nos alejan de la simple “felicidad animal”, y por eso llama al hombre “el animal fantástico”. Vaihinger recuerda, entonces, la siguiente frase de Nietzsche: “Parménides dijo:«No pensamos lo que no es»; nosotros, en el otro extremo decimos: «Lo que puede ser pensado debe ser, ciertamente, una ficción».”
Nietzsche, uno de los “maestros de la sospecha”
Es justamente por tal concepción de las cosas que Nietzsche sería considerado como uno de los “maestros de la sospecha”, término acuñado por Paul Ricoeur para referirse a Marx, Nietzsche y Freud, autores tendrían en común el haber comprendido que, por debajo de la forma en que concebimos el mundo, hay una serie de “fuerzas” que nos engañan acerca de lo que creemos. En el caso de Nietzsche, la sospecha es acerca de la concepción de verdad como algo “absoluto”, “universal”, como algo que puede alcanzar la “objetividad total”.
Por el contrario, su “perspectivismo” insiste en que no hay ópticas independientes de la interpretación, basadas a su vez, cada una de ellas, en memorias previas desde donde se busca incorporar lo nuevo. “¡Como si un mundo permaneciese después de haberle restado la perspectiva!”, sentencia Nietzsche en este período.
Para Nietzsche, tal perspectivismo, lejos de ser una limitación al conocimiento, es justamente lo que posibilita que éste exista. Cada vez que nos involucramos en una actividad debemos ser inevitablemente selectivos, debemos destacar, poner en relieve ciertas cosas y dejar otras en segundo plano, excluir mucho de nuestra consideración.
No empezamos, ni podríamos hacerlo, con “todos los datos”. De allí que Nietzsche hable de “falsificación” y “simplificación” en el conocimiento, y que afirme incontables veces que la verdad se basa en la falsedad; que no es lo contrario de ésta, sino un desarrollo suyo. Porque que conocer, como ver, o crear, son actividades inherentemente condicionadas por valores, intereses, objetivos. Si no fuéramos selectivos no podríamos captar nada en absoluto, sostiene.
Esto hace que se hable aquí del “esteticismo” de Nietzsche, dado que para él, conocer es como crear artísticamente. Según este modelo artístico del conocimiento, la comprensión de “todo” equivaldría a un tipo de pintura, por ejemplo, que no tuviera ningún estilo en absoluto, o a la inversa, que incluyera todos los estilos, cosa que intuitivamente captamos que no es posible.
Tampoco lo es incorporar “todos” los materiales existentes para confeccionar la obra, ni mantener en ella, a la vez, “todos” los puntos de vista posibles. Como en la vida misma, al hacer unas determinadas elecciones, por definición, estamos dejando de lado otras posibilidades, y debemos aceptar esto como inexorable.
Por lo tanto, esta metáfora nos deja ver claramente que una perspectiva de las cosas es siempre una condición necesaria, imprescindible, en toda vivencia, en toda actividad, no algo “añadido” caprichosamente. Y en ese sentido, decir que algo es una interpretación, una perspectiva posible, para Nietzsche no significa excluirlo del conocimiento. Más aún, la perspectiva fundamenta el conocimiento. Lejos de negarlo, es su condición de posibilidad.
Por eso también, como decíamos, para él los grandes movimientos en el campo de la conciencia o de la moral, son también perspectivas que, al inventar nuevos métodos de descripción, generan a su vez nuevos aspectos de la “realidad”. Es como cuando un artista crea un nuevo estilo: desde esta óptica, no está creando sólo un punto de vista nuevo para observar el mundo, sino un nuevo aspecto del mundo a ser mirado.
Algunos estudiosos del tema han señalado que, seguir los derroteros de Nietzsche, nos involucra siempre en paradojas. Porque, según lo ven, la frase “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”, si es verdadera, convierte a esa misma postura nietzscheana en “sólo una interpretación más”, y por tanto, de muy limitada validez.
A lo que otros autores responden que el problema está, justamente, en decir que esa frase es “sólo” o “meramente” una interpretación más, lo que parece quitarle su pretensión de conocimiento porque se da por supuesto que aceptar una idea como interpretación equivale a asumir, como en el viejo paradigma, la existencia de un conocimiento superior, más seguro y exacto que tal perspectiva, que debería ser el objetivo a perseguir.
Por el contrario, lo que defiende el perspectivismo nietzscheano es que, al admitir su propia condición de interpretación, no exige ser aceptado por todos, como sí lo hace el dogmatismo, cuando afirma algo exigiendo unanimidad. El perspectivismo de Nietzsche, por el contrario, sería una negativa a clasificar los puntos de vista de acuerdo con una escala única. Y por lo tanto, en sus propios términos, no precisa una “defensa” por el hecho de ser “una interpretación más”.
Por otra parte, Nietzsche no oculta su convicción de que la postura perspectivista será fácilmente aceptada por aquellos a los que denomina los “espíritus libres”, ya que éstos no entienden la “voluntad de verdad” como un intento por descubrir, de una vez y para siempre, la “naturaleza real del mundo”, sino que saben que sus perspectivas y modos de vida son su propia creación y, por lo tanto, que no son las únicas opciones posibles.
Por eso se ha observado que el perspectivismo nietzscheano, no deriva hacia el relativismo, según el cual tan válidas son unas ideas como otras; este perspectivismo mantiene que las ideas propias, lo son por algo, y en este sentido son “las mejores para uno mismo”, sin que ello de ninguna manera implique que sean buenas para todos.
Sintetizando, entonces, el recorrido que hemos hecho aquí, vemos que la filosofía tradicional, tras las huellas de Sócrates y Platón, se caracterizó por distinguir entre un “mundo aparente” y un “mundo real”. El pensar metafísico occidental se desarrolló, así, mediante un mandato de perfeccionamiento progresivo de conceptos supremos o ideas que pretendieron designar la realidad con explicaciones abstractas, insistiendo en que el conocimiento de los fenómenos requiere “poner nombres” al caos en el que éstos consisten.
La ciencia humana, tal como la concibió el positivismo, continuó entendiéndose de esa manera, proponiéndose decir “cómo son las cosas en sí mismas realmente”, objetivo al que Nietzsche denomina “platonismo”, y a veces, “egipticismo”, como cuando en El crepúsculo de los ídolos dice:
“¿Me pregunta usted qué cosas son idiosincrasia en los filósofos? Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo.”
Para Nietzsche, en cambio, el “mundo aparente” no es un mundo distinto del estático “mundo verdadero”. Como en Heráclito, para él la verdadera realidad es acción, un devenir único en el que fuerzas opuestas luchan constantemente entre sí en un proceso infinito, que tiene lugar una y otra vez. Pero entonces, si no existe un “mundo verdadero”, tampoco tiene sentido hablar de un “mundo aparente” en relación a él. Solo existe ese fluir constante a partir del cual se dan las diversas interpretaciones humanas, construidas y destruidas, a su vez, sin interrupción.
El perspectivismo nietzscheano en la cultura contemporánea
De este modo, si sobre la huella de los clásicos, el paradigma de la modernidad -del cual fue centro el pensamiento científico y positivista-, acentuaba la búsqueda de una verdad unívoca acerca del mundo, al reconocer ahora, mucho más hondamente que en Kant, el elemento antropomórfico y lingüístico que impregna todo conocimiento posible, Nietzsche inaugura, para muchos, el pensamiento de la, así llamada, “posmodernidad”.
En efecto, la obra de Nietzsche ejercería una notable influencia en gran parte del pensamiento del siglo xx debido a su crítica radical a las categorías sobre las que se había desarrollado la filosofía anterior. Y en este sentido, hasta la propia ciencia contemporánea ha venido incorporando aspectos del pensamiento nietzscheano a su autocomprensión, en la medida que acepta hoy ser un “juego del lenguaje” más, -que responde a un exigente conjunto de reglas de comportamiento, eso es cierto-, pero que no se ve ya a sí misma como ajena a su carácter de “interpretación”.
También la ciencia actual admite que opera sobre un cierto “recorte” de los supuestos “hechos”, y que tales “hechos”, a su vez, no prueban nada, sencillamente porque los hechos no hablan, están encerrados en su mutismo absoluto, del cual es siempre una interpretación la que debe venir a rescatarlos. Somos los seres humanos quienes, valiéndonos de una determinada interpretación de ellos, intentamos demostrar una teoría, y siempre de manera provisional.
Es decir que, adelantándose a las argumentaciones del “giro lingüístico”, el perspectivismo nietzscheano se convierte en una suerte de constructivismo radical, doctrina según la cual las teorías científicas o los discursos metafísicos no “descubren” la realidad sino que, en cierta forma, la crean, porque nada de aquello a lo que aluden existe aisladamente, por “fuera” de las teorías, es decir, de un uso particular de los lenguajes humanos.
Sólo podemos hacer ciencia, se admite hoy, sólo podemos enunciar proposiciones válidas, según ciertas reglas, y a condición de habitar en un determinado “universo lingüístico” o, según un término muy utilizado en la epistemología actual, desde un determinado “paradigma”.
Pero también a nivel sociológico y ético Nietzsche ha sido sumamente influyente en el pensamiento contemporáneo. Es que la radical crítica nietzscheana al sustancialismo y esencialismo metafísicos, así como su tendencia a concebir la propia existencia como “experimento vital”, e incluso como creación artística, ha incidido notoriamente en la tendencia de nuestro tiempo en favor de la pluralidad.
Más aún, como se ha señalado apropiadamente, tras Nietzsche, la investigación que caracteriza a la filosofía de nuetro tiempo, no está ya dirigida tanto por la pregunta por el “ser” de las cosas, sino, más bien, orientada a responder a la pregunta por el “quién”: quiénes construimos el mundo y, sobre todo, qué intereses subyacen en esa construcción. En ese sentido, también el antiesencialismo nietzscheano ha brindado un apoyo indiscutible a la afirmación de que toda “identidad” es, en definitiva, el resultado de la constante materialización de procesos de construcción personal y social.
Por eso es que, quizás la lección más importante que nos deja el perspectivismo nietzscheano es la conciencia de la finitud. La idea, en el fondo conciliadora, de que toda perspectiva implica un ángulo de mira, y una determinada valoración, por lo que presupone la modesta aceptación de constituir un acceso limitado al mundo, y nunca -al menos entre seres humanos-, un punto de vista que pueda ser alcanzado “desde ningún lugar”.
Referencias:
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Quejido, O. “Nietzsche y las teorías queer” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/07/Nietzsche-y-las-teorias-queer.pdf
Mapa “No hay hechos, sólo interpretaciones” https://filosofiaenimagenes.co/wp-content/uploads/2022/07/Mapa-Nietzsche-No-hay-hechos-solo-interpretaciones-1.pdf
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