En esta entrada sobre Los Orígenes del Totalitarismo analizamos los principales argumentos con los que esta autora se refirió, en su monumental libro, al surgimiento de los regímenes totalitarios del nazismo en Alemania y el estalinismo en la Unión Soviética. Publicada por primera vez en 1951, esta obra se propuso analizar las condiciones históricas y los elementos que hicieron posible el surgimiento de estos sistemas el siglo XX, dado que Arendt, quien vivió en carne propia la persecución nazi, sintió la urgente necesidad de comprender la naturaleza sin precedentes de estos fenómenos sociales que no podían ser explicados con las categorías tradicionales de la filosofía política.
La obra se estructura en tres partes fundamentales: Antisemitismo, Imperialismo y Totalitarismo, cada una de ellas explorando las raíces y la dinámica de este nuevo tipo de dominación. Como dice la autora en el Prólogo a la Primera edición: “Este libro ha sido escrito con un fondo de incansable optimismo y de incansable desesperación.” Y agrega:
Parte I: Antisemitismo

En esta primera parte del libro Arendt examina el auge del antisemitismo moderno en Europa durante el siglo XIX, explorando cómo se alimenta de una combinación de factores sociales, económicos y políticos, y de qué forma, a lo largo de los siglos XIX y XX, se convierte en un elemento central para la conformación de ideologías totalitarias. Arendt distingue este antisemitismo de la tradicional hostilidad religiosa hacia los judíos, dado que esta nueva forma surge ahora en el contexto de la transformación de las monarquías en Estados-Nación, en los que los judíos desempeñron un papel particular en el sistema económico como prestamistas y banqueros del estado.
En efecto, en el Prólogo de 1967 a esta parte del libro, Arendt dice que el antisemitismo es una ideología secular del siglo XIX. Lo denomina “secular” porque ya no es de tono religioso, como el antisemitismo medieval, que condenaba a los judíos por haber rechazado a Cristo, sino que ahora transforma un prejuicio histórico en una doctrina política moderna, desligada de la religión. En otras palabras, el nuevo antisemitismo ya no habla de dioses, sino de conspiraciones mundiales, de banqueros sin patria, y traidores invisibles.
Capítulo 1: El antisemitismo como un insulto al sentido común
En este capítulo, Arendt analiza cómo el antisemitismo moderno desafía la lógica y la experiencia compartida al atribuir a los judíos una conspiración mundial secreta. No se trata, afirma, de una emoción irracional ni de una simple herencia del antijudaísmo religioso, sino de una ideología sistemática que impone una ficción coherente y totalizadora, capaz de convencer a las masas.

Arendt rechaza aquí tanto las explicaciones económicas como las psicológicas; para ella no basta con decir que los judíos eran odiados “por ser ricos o diferentes”. Lo que distingue a este antisemitismo moderno es su carácter ideológico: convierte a los judíos en la causa única de todos los males, en un enemigo abstracto que justifica una visión conspirativa del mundo, lo que constituye una “ofensa al sentido común”, entendiendo éste como la capacidad de juicio compartido que hace posible la vida en comunidad.
Capítulo 2: Los judíos, el Estado-nación y el nacimiento del antisemitismo
En este capítulo, remontándose al pasado, Arendt narra que durante el Antiguo Régimen, los judíos prominentes -en especial los banqueros de corte- tenían un rol definido como intermediarios entre las monarquías y la economía, así que, aunque no eran parte del pueblo ni del Estado, su función parecía estar clara. De este modo, tras su emancipación -es decir, tras el acceso a la ciudadanía y a derechos civiles-, muchos judíos se volvieron defensores del nuevo orden nacional.
Sin embargo, al no tener, como pueblo, un territorio propio y mantenerse como minoría, quedaron, en definitiva, en una posición estructuralmente vulnerable. Con la caída de las monarquías absolutas y el ascenso del Estado-Nación, aquel lugar de intermediarios financietros desapareció; y dado que en los nuevos regímenes, lo decisivo ya no era la ciudadanía legal, sino la pertenencia cultural a una nación que pretendía ser homogénea, los judíos, aunque fueran ciudadanos legalmente, no eran percibidos como parte de la “nación”, quedando atrapados en un vacío político y social.
Por lo tanto, Arendt destaca que la integración judía fue superficial, dado que dependía de la protección estatal, pero no de una aceptación real por parte de la sociedad. Cuando el Estado se debilitó o abandonó esa función, los judíos quedaron expuestos al resentimiento de las masas. La autora subraya que, en definitiva, la combinación de la fragilidad estructural de los judíos en el nuevo orden político y el ascenso del nacionalismo y del racismo como ideologías dominantes convirtió a los judíos en “enemigos internos”. No se trataba ya de convertirlos o asimilarlos, sino de excluirlos por ser considerados esencialmente ajenos al cuerpo político, haciendo de ellos los “chivos expiatorios” ideales en tiempos de crisis.
Capítulo 3: Los judíos y la sociedad
En este capítulo Arendt profundiza en la situación social de los judíos en la sociedad burguesa del siglo XIX, examinando los tipos psicológicos del “paria” y el “parvenu” (concepto francés que significa “advenedizo”). El paria, afirma, a pesar de su asimilación, seguía siendo un extraño, mientras que el parvenu intentaba ascender socialmente a costa de su identidad judía. A su vez distingue entre el “paria conformista o sumiso”, y el “paria consciente”, es decir, el que abraza su condición como base para una crítica profunda al orden social existente, tal como hizo Franz Kafka o incluso ella misma.
La autora destaca cómo la sociedad, al exigir a los judíos la asimilación pero al mismo tiempo mantenerlos separados, creó una situación insostenible. Analiza cómo la integración social de los judíos en Europa occidental durante el siglo XIX fue profundamente ambigua y precaria. Muestra que, aunque muchos judíos fueron emancipados legalmente y alcanzaron éxito económico y cultural, su relación con la sociedad permaneció marcada por la artificialidad, el aislamiento y la hostilidad encubierta.

La autora subraya que la integración de los judíos fue legal pero no social. Aunque emancipados por el Estado e incluso exitosos en el plano económico y cultural, los judíos seguían siendo vistos como extraños en los círculos de la alta sociedad. Arendt distingue, por tanto, entre lo político -donde todos son iguales ante la ley- y lo social -donde reinan la apariencia, el prestigio y la jerarquía. Los judíos fueron admitidos como ciudadanos, pero rechazados como miembros de pleno derecho de la sociedad.
La alta burguesía judía buscó aceptación a través del refinamiento cultural, el mecenazgo o los matrimonios mixtos, lo que es denominado “asimilación”, pero esas estrategias no eliminaron el prejuicio. Un ejemplo de eso es el poeta alemán Heinrich Heine, quien, nacido en familia judía, se convirtió al protestantismo para poder acceder a una carrera académica. Así, las relaciones eran, en muchos casos, utilitarias: los judíos eran tolerados mientras resultaran útiles, pero no eran realmente aceptados. Además, Arendt observa que los judíos más visibles -banqueros, intelectuales, artistas- fueron también los más expuestos al resentimiento social. Su éxito fue percibido como una invasión de espacios simbólicamente reservados a los “auténticos” miembros de la nación, alimentando así el antisemitismo.
Capítulo 4: El “Affaire Dreyfus”
En este capítulo Arendt analiza el caso Dreyfus como un momento decisivo en la transformación del antisemitismo en una fuerza política moderna. En 1894, el capitán Alfred Dreyfus, un oficial judío del ejército francés, fue acusado falsamente de traición y condenado por pasar información a Alemania. A pesar de que se descubrió su inocencia poco después, el ejército y el Estado encubrieron el error.

El caso dividió profundamente a la sociedad francesa entre “dreyfusards”, quienes defendían la justicia y la inocencia de Dreyfus y “antidreyfusards”, quienes lo condenaban y exaltaban el nacionalismo y el antisemitismo. Por lo tanto, según Arendt, este episodio anticipó las lógicas totalitarias del siglo XX al mostrar cómo la propaganda y la histeria colectiva podían manipular a la opinión pública y destruir los principios del Estado de derecho.
Arendt destaca también el rol de Émile Zola y su célebre “J’accuse…!”un artículo publicado por el escritor francés el 13 de enero de 1898 en el periódico parisino L’Aurore como símbolo de la resistencia intelectual frente a la corrupción del derecho por el nacionalismo y el militarismo. Así, su gesto cambió la opinión pública y fue clave para la revisión del caso Dreyfus, quien finalmente fue exonerado en 1906. Lo cierto es que, para Arendt, el caso Dreyfus reveló la fragilidad del liberalismo republicano francés: un régimen que, pese a su tradición de emancipación, no supo proteger a un ciudadano inocente frente a una oleada de racismo y razón de Estado.
Parte II: Imperialismo
En esta segunda parte, Arendt examina cómo el imperialismo del siglo XIX sentó las bases ideológicas, administrativas y sociales del totalitarismo del siglo XX. En el Prólogo de 1967, aclara que se centrará exclusivamente en el imperialismo colonial europeo, ya que con el dominio británico, y luego también el francés, surge una política que trasciende lo nacional y continental para actuar en términos planetarios.
Arendt estudia entonces la transformación del nacionalismo en imperialismo, mostrando cómo el afán de expansión sin límites llevó al abandono de las estructuras legales, racionales y humanas del Estado moderno. A diferencia del nacionalismo, basado en la identidad y soberanía de un pueblo, el imperialismo buscaba un poder ilimitado, organizado en función de intereses económicos más que políticos o culturales.

La autora sostiene que esta “expansión por la expansión”, generó nuevas formas de dominación y exclusión, desmantelando principios fundamentales como la igualdad ante la ley y el gobierno representativo. Así, las experiencias coloniales, especialmente en África, sirvieron como “laboratorio”, afirma, para experimentar formas de poder que más tarde serían trasladadas a Europa, como el gobierno por decreto, el desprecio por los derechos humanos y la administración de poblaciones como masas manipulables.
Capítulo 5: La emancipación política de la burguesía
En este capítulo Arendt analiza cómo, hacia fines del siglo XIX, la burguesía dejó de ser una clase interesada solo en los negocios privados y en el orden legal que los protegía, para convertirse en una fuerza política directa a través del imperialismo. El Estado fue, entonces, subordinado a los intereses económicos de las grandes empresas, y el imperialismo se volvió una herramienta para asegurar nuevos mercados y recursos.
Arendt subraya aquí que esta fusión entre poder económico y poder político anticipó las estructuras de dominación totalitaria, donde el Estado deja de representar un interés nacional o público y pasa a ser instrumento de una “misión” global, sea económica, racial o ideológica. La autora destaca también la alianza entre el capital y el “populacho” como una característica de esta fase, donde los intereses económicos de la burguesía se unieron a las ambiciones de poder de cierta parte de la población.

Por populacho Arendt entiende un segmento degradado y despolitizado de la sociedad que cumple un rol clave en este período de imperialismo. A diferencia del pueblo que puede ser un sujeto político activo en la esfera pública, capaz de fundar instituciones y participar en la acción común, el populacho es el reverso de esa actitud, ya que no actúa políticamente, sino que se somete o se deja arrastrar, despreciando la política misma.
Muchos colonos, aventureros, comerciantes sin escrúpulos y soldados que fueron a África o Asia eran personas sin educación, sin principios, pero con deseos de poder y dominio. Según Arendt lo ve, entonces, el imperialismo le ofreció al populacho una salida simbólica y práctica a ese resentimiento, es decir, la posibilidad de dominar a otros fuera de Europa a través del colonialismo y de reconfigurar la jerarquía social interna.
Capítulo 6: El pensamiento racial antes del racismo
En este capítulo, Arendt analiza el surgimiento del pensamiento racial como antecedente directo del racismo moderno. Señala que este tipo de pensamiento tiene raíces en el siglo XVIII, pero se consolida durante el XIX en todos los países occidentales. No se trata aún de una ideología propiamente dicha, sino de un conjunto de teorías e interpretaciones que clasifican a los seres humanos en razas, muchas veces basadas en características superficiales como el color de piel, la forma del cabello o los rasgos físicos.
Este pensamiento racial no tenía aún la forma sistemática ni la pretensión científica del racismo biológico que dominaría los siglos XIX y XX, pero ya funcionaba como una clave para interpretar la historia y justificar la dominación. Durante la expansión imperialista en África, estas ideas sirvieron como base para legitimar la ocupación de territorios, la violencia colonial, la explotación económica y el genocidio de pueblos enteros, sin consideración alguna por sus derechos o culturas.

Arendt distingue con claridad el pensamiento racial de la ideología racista moderna. Subraya que una ideología se define por su pretensión de ofrecer una explicación total de la historia, de la naturaleza humana o del orden del mundo. En un pasaje fundamental afirma:
Esta afirmación es central en el argumento de Arendt: el pensamiento racial se convirtió en una ideología solo cuando ofreció una explicación totalizante del devenir histórico como lucha entre razas, de modo análogo a como el marxismo lo hizo con la lucha de clases.

Sin embargo, Arendt explora cómo ciertas ideas raciales circularon antes de que la ciencia biológica las consolidara como supuesta evidencia. Por ejemplo, algunas elites aristocráticas europeas se pensaban a sí mismas como una “raza noble” opuesta a la masa de ciudadanos comunes. Asimismo, en algunos contextos, la idea de unidad racial fue utilizada como sustituto de la emancipación nacional. Así, incluso antes de convertirse en ideología, el pensamiento racial ya servía para excluir, jerarquizar y dominar.
En el siglo XIX, estas ideas comenzaron a endurecerse. Se pasó de interpretar las diferencias culturales a verlas como diferencias naturales, biológicas, fijas. El pensamiento racial se transformó así en una visión determinista de la historia y de la humanidad, que afirmaba la superioridad “natural” de ciertos pueblos y justificaba la opresión de otros. Esta visión sería más tarde asumida y llevada al extremo por los movimientos totalitarios, como el nazismo, que convertirían el racismo en política de Estado.
Capítulo 7: Raza y burocracia
En este capítulo Arendt analiza cómo, en el contexto del imperialismo colonial -especialmente en África-, la combinación entre racismo y burocracia sentó las bases para las formas de dominación totalitaria del siglo XX. Su tesis es que la administración colonial europea operó a través de una maquinaria burocrática que no solo clasificaba y organizaba a las poblaciones según criterios raciales, sino que además eliminaba la responsabilidad moral individual de quienes participaban en ella.

La autora muestra cómo las colonias africanas se convirtieron en un laboratorio de experimentación para formas de gobierno que ya no se basaban en la legitimidad política, la ley o la representación, sino en una administración impersonal y racista. Los burócratas coloniales no eran elegidos ni rendían cuentas, y los pueblos colonizados no tenían voz ni derecho alguno. El poder se ejercía a través de decretos, sin límites jurídicos, legitimado exclusivamente por la idea de la superioridad racial del europeo blanco.
Arendt afirma entonces que en este contexto la burocracia racial despersonalizó completamente el ejercicio del poder. Los funcionarios no necesitaban justificar sus acciones en términos de justicia o legalidad: simplemente “ejecutaban órdenes” dentro de un sistema que convertía la opresión en rutina administrativa. Esta naturalización del crimen bajo el amparo de una estructura burocrática eficiente, anticipó el modo en que funcionaría el Estado totalitario.
Con ironía, Arendt escribe:
En efecto, esta frase se revela el núcleo de la lógica colonial: al no poder negar completamente la humanidad de los pueblos colonizados, los colonizadores optaron por elevarse simbólicamente a una condición sobrehumana, justificando así su dominación como una especie de mandato divino o civilizatorio. Esta deshumanización radical de los otros, en conjunción con una estructura burocrática que permitía ejercer el poder sin conciencia ni remordimiento, constituye, para Arendt, un antecedente directo de las técnicas totalitarias del siglo XX.

La autora también señala que en las colonias se produjo una mutación clave: los pueblos pasaron a ser concebidos como “razas”, y quienes dominaban como una “raza de señores”. No se trataba simplemente de administrar poblaciones distintas, sino de transformarlas simbólicamente en especies distintas, justificando así su exclusión del campo de los derechos humanos y de la comunidad política. En otras palabras, la función de la burocracia en este esquema fue decisiva debido a que proporcionó los medios técnicos y administrativos para ejecutar una política de poder absoluto, sin necesidad de legitimación, sin apelación a la ley y sin responsabilidad moral.
Capítulo 8: El imperialismo continental: los movimientos paneslavo y pangermánico
En este capítulo Arendt analiza una forma de imperialismo que no se desarrolló en territorios de ultramar, como fue el caso de las potencias coloniales occidentales, sino en el propio continente europeo: el imperialismo continental. La autora estudia en particular el paneslavismo y el pangermanismo como movimientos políticos que anticiparon y nutrieron las ideologías totalitarias del siglo XX, especialmente el bolchevismo y el nazismo, respectivamente.
A diferencia de los imperios coloniales, los países de Europa central y oriental -sin acceso a colonias- comenzaron a reclamar su “derecho” a expandirse dentro de Europa. En este contexto, el pangermanismo y el paneslavismo no solo expresaron proyectos geopolíticos, sino que articularon formas ideológicas profundamente destructivas, al combinar el nacionalismo étnico con el pensamiento racial.

Aclara la autora que los pan-movimientos predicaban el “origen divino” del propio pueblo contra la creencia judeocristiana en el origen divino de cada ser humano. Según esta interpretación, entonces, las personas recibían su origen divino sólo indirectamente, a través de su pertenencia a un pueblo.
La implicación de esta doctrina, entonces, es crucial: quien perdía su nacionalidad o deseaba cambiarla -por exilio, migración o persecución- quedaba despojado no solo de derechos políticos, sino incluso de su valor ontológico. Arendt afirma que estos individuos quedaban en un estado de “desamparo metafísico”, ya que rompían con el único lazo que, según los pan-movimientos, los vinculaba con lo divino: su pertenencia étnica o nacional.
De este modo, los movimientos pan-nacionalistas promovían una forma de identidad colectiva cerrada, homogénea y excluyente. Buscaban la unificación de todos los miembros de una misma etnia -eslavos o germanos- bajo una única autoridad, y justificaban la anexión de territorios y la agresión militar en nombre de esa unidad. La solidaridad étnica se convertía, así, en una forma de hostilidad hacia todos los que no pertenecían al grupo.

Arendt muestra cómo este tipo de ideología, al desligarse de cualquier compromiso con el Estado de derecho, la ciudadanía o la igualdad, se volvió terreno fértil para los totalitarismos. El pangermanismo, por ejemplo, sentó las bases del expansionismo nazi al propagar la idea de que todos los germanos debían reunirse bajo un Reich unificado, incluso a costa de la destrucción de otros estados soberanos. Del mismo modo, el paneslavismo alimentó el autoritarismo ruso bajo una retórica de misión histórica y destino colectivo.
Capítulo 9: La decadencia del Estado-nación y el fin de los derechos del hombre
En este capítulo crucial, Arendt analiza cómo la Primera Guerra Mundial, a partir de 1914, y sus hondas secuelas desarticularon la estructura del sistema político europeo, exponiendo tras su fachada un andamiaje oculto. Afirma que este contexto reveló los padecimientos de un creciente número de seres humanos para quienes, de repente, las normas del mundo circundante dejaron de tener validez. Se hizo patente, así, la incapacidad constitucional de los Estados-Nación europeos para salvaguardar los derechos humanos. Se llegó a expresar, por ejemplo, que “si el mundo no estaba todavía convencido de que los judíos eran la escoria de la tierra, pronto lo estaría, cuando mendigos no identificados, sin nacionalidad, sin dinero ni pasaporte, cruzaran sus fronteras”.

De este modo, en lo que podemos considerar el meollo de su argumentación, afirma Arendt que el mismo concepto de “derechos humanos” se convirtió, para todos los actores involucrados -víctimas, perpetradores y observadores-, en la evidencia de un idealismo vano o, sencillamente, de hipocresía. Las minorías habían existido previamente, ciertamente, pero la minoría como institución permanente, el reconocimiento de que millones de personas vivían al margen de la protección legal ordinaria, constituía una novedad de tal magnitud en la historia europea. Aún más trascendente en sus repercusiones resultaría el caso de los apátridas, esto es, aquellos desprovistos de una patria propia.
Es que, en teoría, todos los seres humanos ostentan “derechos inalienables” por el mero hecho de su humanidad. Pero, en la práctica, argumenta Arendt, solo posee derechos, en última instancia, quien pertenece a una comunidad política. Esto se debe a que los Derechos del Hombre fueron proclamados como inalienables e irreductibles de otros derechos o leyes, sin invocar autoridad alguna para su establecimiento.
Por otra parte, no se juzgó necesaria ninguna legislación especial para ampararlos, ya que se presumía que todas las leyes se fundamentaban en ellos. Por consiguiente, en principio, se les consideró independientes de todo gobierno. Sin embargo, lo que verdaderamente ocurrió es que, en el momento en que las personas carecieron de un gobierno propio y debieron recurrir a unos derechos fundamentales para su defensa, ninguna autoridad ni institución estuvo dispuesta a garantizarlos. De este modo, lo inédito no fue que esas personas hubieran perdido su hogar, afirma, sino la imposibilidad de encontrar uno nuevo. En un pasaje cardinal de su razonamiento, escribe:

Y concluye la idea en un párrafo que alcanzaría gran notoriedad:
Por lo tanto, la tragedia para un creciente número de individuos no radicaba en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que deseara y pudiera asegurar esos derechos. Porque, en definitiva, sostiene, debemos ser capaces de aceptar que “No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente derechos iguales.”
Parte III: Totalitarismo
En Tercera Parte de su obra, central en su argumentación, Arendt emprende un análisis profundo del fenómeno del totalitarismo, tomando como paradigmáticos los regímenes de Hitler y Stalin para examinar su manifestación práctica. Esta sección resulta esencial para la comprensión de la naturaleza y las características intrínsecas del totalitarismo, así como para discernir su especificidad frente a otras modalidades de autoritarismo o dictaduras.

Arendt inicia su exploración desentrañando los elementos fundamentales que configuran los sistemas totalitarios, entre los que destaca el control total de la vida política, social y personal de los individuos, así como el recurso a la ideología como mecanismo de justificación de las políticas del régimen. A diferencia de otras formas de gobierno autoritario, los totalitarismos no se circunscriben a un mero dominio político o económico; aspiran a transformar radicalmente la sociedad y a reconfigurar la existencia de las personas en función de una visión ideológica que se presenta como absoluta e inmutable.
Capítulo 10: Una sociedad sin clases
En este capítulo Arendt analiza cómo Hitler y Stalin consolidaron su poder mediante la confianza de las masas, definidas como individuos que, por su número o indiferencia, no se integran en organizaciones de intereses comunes. Cuando esta indiferencia se masifica, afirma, deviene fuerza histórica tras la desintegración de la sociedad de clases, emergiendo el “hombre masa”, aislado y sin vínculos sociales estables. Así, si bien el marxismo proponía una “sociedad sin clases”, en la Unión Soviética surgió una nueva élite burocrática. Y el nazismo, por su parte, disolvió aún más las clases, reemplazándolas por una supuestahomogeneidad racial basada en la sangre, lo que condujo al exterminio.
Arendt examina, entonces, cómo los movimientos totalitarios organizaron a estas masas apolíticas en una sociedad sin clases, destruyendo lealtades tradicionales con propaganda que creaba un enemigo común. La alianza entre masa y élite, por su interés mutuo en la destrucción y el poder, fue clave. Así, la supresión de clases no significó libertad, sino un control estatal autoritario, y en la práctica, no hubo verdadera igualdad. La autonomía individual se perdió, y la posición social dependía de la alineación con el régimen.

Capítulo 11: El movimiento totalitario
En este capítulo Arendt explora la organización y las tácticas de los movimientos totalitarios, destacando la propaganda y el terror como instrumentos esenciales. La propaganda, afirma, no solo miente, sino que construye un mundo de ficción coherente, cerrado, sin fisuras, donde cada hecho se interpreta como parte de una gran verdad inapelable. Su fuerza no radica en la veracidad, sino en la consistencia interna del relato. Así, para las masas, no son los hechos los que convencen, sino la apariencia de una lógica implacable.
Arendt señala cómo el partido nazi ejemplificó esta estrategia, presentándose como partido Nacional Socialista Obrero Alemán, combinando elementos de derecha e izquierda para una síntesis atractiva de unidad nacional y redención social. La consigna tácita era clara: “Todo el que no esté incluido, está excluido. Todo el que no esté conmigo, está contra mí.” Esta lógica binaria ofrecía certidumbre en un mundo confuso.La ideología se convierte, de este modo, en la “fuerza motriz” del movimiento, ofreciendo un sentido y un objetivo superior, justificando la violencia y la represión para alcanzar su visión.
Capítulo 12: El totalitarismo en el poder
En este capítulo Arendt enfatiza cómo los regímenes totalitarios, al alcanzar el poder, buscan una reorganización completa de la sociedad, no solo el control gubernamental. En este contexto, la Policía Secreta se erige como ejecutora de la constante transformación de la realidad en ficción. Arendt afirma que la única regla de la que todo el mundo puede estar seguro en un Estado totalitario es que, cuanto más visibles son los organismos del gobierno, menor es su poder, y que cuanto menos se conoce una institución, más poderosa resultará ser en definitiva. “El poder auténtico, afirma, comienza donde empieza el secreto.”

Pero el secreto fundamental, advierte, fueron los campos de concentración, laboratorios de dominación total protegidos de la vista del propio pueblo y del exterior. El horror radica en que los internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto, porque “el terror impone el olvido.”
En estos campos se quebraba la “persona moral” de los recluidos, llegando incluso a implicarlos en crímenes. Esto enturbiaba la línea entre perseguidor y perseguido. Una vez anulada la persona moral, solo la identidad individual impedía que los hombres se convirtieran en cadáveres vivientes, identidad que también se intentaba destruir mediante las condiciones inhumanas de transporte y la brutalidad de los campos, con torturas calculadas para no matar rápidamente.
Capítulo 13: Ideología y terror: una nueva forma de gobierno
En este capítulo, Arendt argumenta que el totalitarismo representa una forma de gobierno novedosa, no arbitraria ni sin ley, sino obediente a las supuestas “leyes de la Naturaleza o de la Historia” . En el nazismo, esta ley es la de la Naturaleza, viendo al hombre como producto evolutivo y creyendo en leyes raciales para acelerar dicho proceso. En el bolchevismo, la ley es histórica, la lucha de clases como expresión de un movimiento que culmina en la abolición de la sociedad conocida.

La ideología es, así, la herramienta central, definida por Arendt como esos “ismos” que “nos prometen explicarlo todo a partir de una sola premisa”. Una ideología, afirma, “es literalmente la lógica de una idea.” Esta lógica se impone e impide pensar. El terror, por su parte, es el mecanismo para realizar la ideología, garantizando el cumplimiento de las supuestas leyes. Así, no importa lo que alguien haga, sino lo que es o lo que el régimen decide que es. El terror se dirige a la existencia misma, buscando anular la espontaneidad.
Pero, para que ese terror funcione, sostiene, es necesaria la soledad, diferente del aislamiento. El aislamiento es es una condición política fundamentalmente negativa, que describe una situación en la que los individuos están separados del mundo común, incapacitados para actuar juntos, y por tanto privados de poder político. La soledad es, directamente, el sentimiento de no pertenecer al mundo, una experiencia íntima que se ha vuelto cotidiana, afirma, y terreno fértil para el terror totalitario. Por lo tanto, para ella, los campos de concentración fueron el núcleo del sistema, donde la ideología se convirtió en carne y muerte.
Sin embargo, a pesar de estas “devastadoras tormentas de arena”, Arendt mantiene esperanza, creyendo que el totalitarismo lleva en sí mismo los gérmenes de su destrucción y que cada nuevo comienzo ofrece una oportunidad para la libertad y la pluralidad. Sin embargo, advierte que el totalitarismo comienza con palabras y ficciones reconfortantes, con el abandono del juicio propio, y que lo más peligroso no es el odio, sino la indiferencia. Concluye con sus propias palabras del Prólogo:

Conclusión
Hannah Arendt exploró en Los orígenes del totalitarismo cómo los regímenes totalitarios del nazismo y el estalinismo, no solo persiguieron opositores, sino que buscaron el control y la transformación total de la sociedad, eliminando sectores enteros.
En los Juicios de Núremberg, desarrollados entre 1945 y 1946, se estableció un tribunal militar internacional convocado por las potencias aliadas para juzgar a los principales líderes del régimen nazi, consolidando jurídicamente del concepto de crímenes de lesa humanidad. Los acusados enfrentaron, así, cargos que incluían crímenes contra la paz -es decir, planificación, inicio y prosecución de una guerra de agresión-, crímenes de guerra -violaciones de las leyes y costumbres de la guerra-, y crímenes de lesa humanidad -asesinato, exterminio, esclavitud, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes o durante la guerra-.

Desde esta perspectiva, los crímenes de lesa humanidad no son incidentales, sino expresiones sistemáticas del totalitarismo, donde el ser humano se convierte en un objeto prescindible y se borra la distinción entre legal e ilegal, moral e inmoral mediante herramientas como los campos de concentración y el trabajo forzado. El objetivo, por tanto, trasciende la represión, buscando la destrucción de la pluralidad humana.
De este modo, los Juicios de Núremberg iniciaron el derecho internacional de los derechos humanos, estableciendo que ningún Estado tiene derecho a cometer tales crímenes, ni siquiera contra sus ciudadanos, evidenciando que el derecho nacional podía volverse criminal y requería un marco supranacional. Y a todo esto colaboró la exhaustiva obra de Arendt, revelando las raíces del totalitarismo y la naturaleza sin precedentes de estos regímenes, al punto de que no encontraba las categorías necesarias para expresarlos en la teoría política tradicional.
Referencias
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Vargas, J. C. “Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt y la manipulación de la legalidad (El desafío totalitario de la ley) https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/05/Vargas-J.C.pdf
Young-Bruhel, E. Hannah Arendt https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/05/Young-Bruehl-Elisabeth-Hannah-Arendt.pdf
Mapa Los orígenes del totalitarismo https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/05/Mapa-Los-origenes-del-totalitarismo.pdf