En esta entrada sobre “La ciencia como vocación”, de Max Weber, recorremos los principales momentos de esta célebre conferencia impartida por el sociólogo alemán el día 7 de noviembre de 1917, en la Universidad de Múnich. Los estudiantes allí reunidos estaban ansiosos esperando por la conferencia, que era la primera de un ciclo organizado por la Federación de Estudiantes Libres de Baviera (Freier Studentenschaft Bayerns), una asociación enfocada en transformar las más recientes tendencias académicas y unir a todos los estudiantes alemanes bajo un ideal común que vinculara ciencia y formación humana.
Con sede en Múnich, esta organización estudiantil de principios del siglo XX promovía ideas progresistas y de crítica al statu quo académico y político, y pretendía algo más profundo que lo que entendían como “el simple conocimiento especializado”. Muchos de ellos añoraban una visión integral del saber, un regreso al ideal de autodesarrollo humano, conocido en alemán como bildung, y cultivado en las universidades alemanas desde los tiempos de Guillermo de Humboldt, fundador de la Universidad de Berlín un siglo antes. Ellos pensaban que la ciencia debía contribuir al desarrollo del carácter, no sólo a la acumulación de datos y teorías, y estaban convencidos de que Weber podría ofrecerles una guía, una esperanza para entender mejor su rol en un mundo en proceso de racionalización.
Max Weber en el contexto de la sociología https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Sociolog%C3%ADa
Sin embargo, según Marianne Weber, su esposa, y autora de su biografía, aunque Max comprendía el fervor de estos jóvenes, también luchaba por ofrecerles una dosis de realismo. Intentaba hacerles ver que en medio de una guerra devastadora, su prioridad debía ser la nación, y perseguir una formación con un objetivo de formación primariamente de autodesarrollo personal, como así tampoco pretender convertir las cátedras en instrumentos para un cambio político y social inmediato.
Los “factores externos” que inciden en la vocación
Weber hace, entonces, una primera distinción entre factores externos y factores internos frente a la cuestión de la vocación científica. Y como parte de los factores externos realiza una comparación entre las universidades alemanas y las estadounidenses a fin de clarificar en qué estado están las cosas efectivamente, más allá de las aspiraciones de transformación.
Destaca entonces algunas diferencias y algunos puntos en común pero lo que le interesa es llegar al momento en el que advierte que, sea como sea, cualquier graduado con pretensiones de dedicarse a la ciencia en la universidad deberá tener que adaptarse a dos exigencias a la vez, y que requieren aptitudes muy distintas: la de ser científico, pero también profesor. Y aquí destaca lo injusto que puede llegar a ser el proceso de selección de profesores y, más aún, el hecho de que su puesto y su futuro dependa, en definitiva, de la valoración que proviene en gran medida de los alumnos, con la posibilidad de considerar a los profesores como “buenos” o “malos” muchas veces en relación a factores que Weber encuentra azarosos como con su temperamento o con su voz.
Lo más angustiante, era, para él, que de esa valoración pudiera depender la “muerte académica” de alguien valioso como científico, cuando entre un rol y el otro no hay implicación alguna. Es que, como sabemos, se puede dar el caso de que alguien sea un científico excepcional y al mismo tiempo un catastrófico profesor. Por lo tanto, dice, mucho de su destino en la universidad dependerá de factores que hasta cierto punto no podrán controlar.
Los “factores internos” a la vocación científica
Luego sí pasa a detenerse en los factores internos, que asume que es lo que verdaderamente están esperando los estudiantes. Sin embargo, este comienzo no es nada complaciente con su auditorio dado que empieza afirmando, desde el inicio, que hacer ciencia en el presente exige inevitablemente aceptar la especialización.
Dice Weber:
“Sólo a base de una rígida especialización puede el trabajador científico experimentar esta impresión de plenitud, que quizá sólo se produce una vez a lo largo de la vida, y que le hace exclamar: «he aquí lo que he construido; algo que perdurará». En estos tiempos, la obra de verdadera importancia y definitiva es nada menos que la del especialista.”
Porque la ciencia es una tarea de dedicación absoluta, de horas en el laboratorio, en archivos y estudios, impulsada únicamente por la constancia y la disciplina. El trabajo y la pasión, si van unidos, pueden llegar a provocar “la idea”; pero ésta surge, en definitiva, de la inspiración, que se produce cuando menos se la espera y no cuando nosotros lo esperamos.
Dicho de otra forma, para él, en terreno científico sólo se posee “personalidad” o “genio”, si se produce una entrega pura y simple al servicio de una “causa”. Y esto no ocurre únicamente en el campo de la ciencia, ya que no conocemos ningún artista realmente grande, afirma, que haya hecho algo que no sea entregarse única y exclusivamente a su arte.
No obstante, pese a la existencia de esta característica en común, aparece una gran diferencia entre el trabajo del científico y del artista en la medida en que la labor científica está inmersa en la corriente del progreso, en tanto en el terreno del arte no cabe hablar de progreso en el mismo sentido. Una obra de arte, a la cual se considere verdaderamente “acabada”, no podrá jamás ser superada ni envejecerá nunca. En cambio en la ciencia, cualquier “logro” implica nuevas cuestiones y este logro envejecerá irremediablemente teniendo que ser superado. Por lo que, quien quiera dedicarse a la ciencia, deberá contar con esto, afirma Weber.
Pero, entonces, él mismo se pregunta: ¿Por qué consagrarse a algo que, realmente, no tiene ni puede tener nunca fin? Y como primera respuesta dice que, en términos más amplios, la finalidad de la ciencia es técnica, para que podamos enfocar nuestro proceder en función de las expectativas que nos brinda ese saber científico. Eso sí, siempre recordando que el hombre del pasado, de la vida más “salvaje”, pese a lo limitado de sus saberes tenía muchos más conocimientos que nosotros sobre los instrumentos que utilizaba. Hoy, quien se sube a un tranvía, dice, no tiene idea sobre qué leyes está basado, y como eso la mayor parte de los recursos de la vida civilizada mientras que ese hombre sí sentía que dominaba su mundo, aunque fuera de manera más precaria.
El proceso de “desmagificación” o “desencantamiento del mundo”
Entonces Weber señala que lo que hace la ciencia es, en gran medida, contribuir al proceso de “desmagificación” del mundo. Y precisa al respecto:
“Así pues, el progreso de la «intelectualización» y «racionalización» no representa un ascendente conocimiento global, de las condiciones generales de nuestra vida. El significado es otro: representa el entendimiento o la creencia de que, en un momento dado, en el momento que se quiera, es posible llegar a saber, por consiguiente, que no existen poderes ocultos e imprevisibles alrededor de nuestra existencia; antes bien, de un modo opuesto, que todo está sujeto a ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Con eso queda al descubierto, sencillamente, que lo mágico del mundo está excluido.”
Pero entonces, ¿qué es esto de “proceso de liberación de la magia”, -lo que en otras traducciones aparece como “desencantamiento del mundo”-? Se trata de un proceso que en la cultura occidental viene prolongándose desde hace miles de años, dice Weber. Un proceso en el que la ciencia se va introduciendo como parte integrante y fuerza propulsora. Esta “desmagificación” ha traído consigo avances incuestionables, eliminando la necesidad de poderes ocultos o místicos en nuestras explicaciones sobre la naturaleza. Sin embargo, paradójicamente, también genera una creciente desconexión entre el hombre y su sentido existencial. Y Weber no retrocede aquí: en efecto, la ciencia, no puede darnos respuestas sobre el propósito de la vida, sobre su sentido…
Un poco de historia
Llegado este punto, entonces, Weber siente la necesidad de señalar la extraordinaria diferencia que existe entre el pasado y el presente en cuanto a las expectativas sobre el conocimiento. Nos hace recordar, así, la prodigiosa escena que Platón presenta en el Libro VII de la República: la conocida “alegoría de la caverna”, como metáfora del ascenso humano desde las “tinieblas de la ignorancia” hacia las “luces del saber”. Y dice que el fogoso entusiasmo que anima esta obra de Platón es explicable, porque estaba aludiendo al descubrimiento del concepto como una de las más eficaces herramientas del conocimiento científico.
Aclara entonces que se debe a Sócrates la revelación de sus alcances, ya que de esta noción parecía deducirse necesariamente que, una vez hallado el concepto de “lo bello”, de “lo bueno”, de “lo heroico”, del “alma” o de cualquier otra cosa, podría encontrarse también la esencia de su verdadero ser, lo que permitiría enseñar y aprender la forma justa del comportamiento en la existencia y, sobre todo, del cumplimiento de los deberes del individuo como ciudadano.
Un poco más adelante en el tiempo, dice, aparece, como fruto del Renacimiento, la segunda gran herramienta del trabajo científico: el experimento, sin cuyo auxilio habría sido imposible la ciencia empírica de nuestros días. Experimento que, además, en ese momento, artistas como Leonardo da Vinci confiaban en que los iba conducir a realizar un mejor y verdadero arte. Sin embargo, en el momento de la aparición de las ciencias de la naturaleza, todavía se esperaba más de ellas. Como un científico llegó a decir:
“Aquí, en la anatomía del piojo, les traigo una prueba de la Providencia divina”
Así, el trabajo científico, indirectamente influenciado por el protestantismo y el puritanismo era considerado en aquel tiempo también como el camino hacia Dios. Sin embargo, finalmente llegó la aniquiladora crítica de Nietzsche contra los “hombres postreros” o los “últimos hombres”, provistos de ese ingenuo optimismo que, según él, veía en la ciencia -es decir, en la técnica científicamente fundamentada-, el camino real hacia una vida más confortable y con ello hacia la felicidad.
Recapitulando, dice Weber:
“Dados estos supuestos y tomando nota de cuanto acabamos de decir, vemos cómo han zozobrado todas las ilusiones que veían en la ciencia el camino hacia el «verdadero ser», «hacia el arte verdadero», «hacia el verdadero Dios», «hacia la felicidad verdadera».”
Pero entonces, se pregunta: ¿cuál puede ser ahora el sentido actual de la ciencia como vocación? Y aquí llega un momento de gran sinceridad de Weber cuando revela que, para él, la respuesta más acertada es la de León Tolstói, contenida en las siguientes palabras:
“La ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir.”
A lo que Weber agrega que sería vano discutir el hecho de que, en efecto, la ciencia no responde a tales cuestiones. Pero insiste en que no hay que pedirle lo que no está configurada para dar. Y entonces, pasa a una cuestión aledaña y dice que actualmente suele hablarse con asiduidad de una ciencia “sin supuestos previos”. Pero que deberá examinar si puede existir una ciencia así. Todo depende, afirma, del sentido que se imprima a esta expresión.
Porque no hay trabajo científico que no tenga como presupuesto la validez de la lógica y de la metodología, que son las disciplinas fundamentales, para nuestra orientación en el mundo. Otro supuesto necesario en el orden del quehacer científico es el valor del resultado que con él se pretende obtener, en el sentido de que éste representa lo que es “digno de saberse”. Así, las ciencias naturales, tales como la física, la química o la astronomía, presuponen, como algo de suyo evidente, que las leyes encontradas por dichas ciencias merecen ser conocidas, no ya sólo porque estos conocimientos conduzcan a resultados técnicos, sino por la satisfacción de quien las cultiva “por el conocimiento mismo”, conducido por su vocación.
Sin embargo lo que no puede ser un “supuesto previo” es que el valor del hallazgo de tales leyes sea “demostrable”, como tampoco lo es el que este mundo, trazado por tales leyes, “merezca existir”, o que tenga un “sentido”, o que vivir en él lo tenga a su vez. De ahí que las ciencias de la naturaleza no se planteen tales cuestiones. La ciencia médica, por ejemplo, solo se ocupa de sanar y salvar la vida, pero no se pregunta si ésta es digna de ser vivida o en qué momento deja de serlo.
La célebre “neutralidad valorativa” en las aulas
Entonces Weber llega a un punto delicado cuando propone a los estudiantes examinar las disciplinas que él tiene más próximas, es decir, la sociología, la historia, la economía, la teoría del Estado. Y dice aquí que se afirma -y que él comparte esa opinión- que la política debe “quedar fuera de las aulas”. Así, si en una asamblea popular se habla de democracia, no es para guardar en secreto la propia opinión, ya que es obligatorio y moral, en ese caso específico, el tomar partido. Pero, considera él que el verdadero maestro habrá de cuidarse mucho de inducir hacia una posición determinada a sus alumnos aprovechando de su autoridad como catedrático; no deberá hacerlo ni directamente ni por medio de sugerencias.
Lo que sí se le puede exigir a un profesor, afirma, es la probidad intelectual necesaria para concebir que existen dos tipos de problemas cabalmente heterogéneos. De un lado, la comprobación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de los fenómenos culturales; del otro, la respuesta a la pregunta sobre la cultura y sus contenidos concretos y, en esencia, la orientación en cuanto al comportamiento del hombre dentro de la comunidad cultural y de las asociaciones políticas. Dice al respecto:
“De no faltar quien pregunte la razón por la cual no deban tratarse en las aulas los problemas inherentes al segundo tema, habré de responderle que ello es debido a la simple razón de que las aulas no son tribunas de profetas o demagogos. Unos y otros ya recibieron este consejo: «Vayan por calles y plazas y hablen públicamente», es decir, habla por dondequiera se te pueda criticar. En el aula, el catedrático se halla en el uso de la palabra ante el silencio de sus alumnos; para cursar su carrera, es obligación de los estudiantes asistir a las clases impartidas por el maestro, sin que les esté permitido expresar puntos de vista opuestos. Es de mi parecer que entraña una absoluta falta de responsabilidad el que un profesor tome ventaja de sus prerrogativas para influir en los estudiantes, transmitiéndoles sus propias opiniones políticas, en vez de limitarse a cumplir con su misión específica: la de suministrarles sus conocimientos y su experiencia científica.”
La cuestión de los “hechos incómodos” y el “politeísmo valorativo”
Y agrega a esto que, por lo pronto, lo primero que el profesor debe proponerse es enseñar a sus discípulos es a que acepten los “hechos incómodos”, es decir, aquellos hechos que parecen contradecir la corriente de opinión que comparten, y, afirma, en general, existen hechos que contradicen todas las corriente de opinión, sin exceptuar la suya propia. Y esta actitud -de aceptar los hechos que contradicen nuestras creencias- es para Weber una capacidad muy valiosa por una razón más profunda todavía: que cuando uno se sale de lo puramente empírico cae en el “politeísmo”, forma metafórica de afirmar que uno queda en el terreno del pluralismo valorativo.
Así, por ejemplo, algo puede ser verdadero aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno, constatación que forma parte de la sabiduría de todos los días, afirma. Y éste es solo uno de los casos más elementales de esa batalla sostenida entre los “dioses” de los diferentes sistemas de creencias y valores. Por ejemplo, se pregunta: ¿cómo es posible que se pretenda decidir científicamente entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana?
Aquí sucede, aunque en distinto sentido, lo mismo que ocurría en el mundo antiguo, cuando éste todavía no se había liberado de sus dioses y demonios. Al igual que los helenos ofrecían sacrificios primero a Afrodita, después a Apolo y sobre todo a los dioses de sus propias ciudades, lo mismo ocurre hoy, señala, aunque el culto se haya desmitificado y no tenga ya la forma vistosa de los mitos sino que la “lucha” sea entre sistemas de valores.
Y agrega para explicar la idea:
“¿Quién se atrevería a refutar científicamente la «ética» del Sermón de la Montaña?, o del principio que ordena «no resistirás al mal», o de la parábola que aconseja ofrecer la otra mejilla. Y sin embargo, es evidente que desde un punto de vista mundano, ésta es una ética de la indignidad. Hay que elegir entre la dignidad religiosa que aquí se ofrece y la dignidad viril que dice «debes resistir al mal, pues de lo contrario serás responsable de su triunfo». Según la postura básica de cada uno, uno de estos principios parecerá divino, y el otro diabólico. A cada individuo le corresponde discernir en cuál de ellos para él, está Dios, y en cuál el demonio.”
Weber era consciente de que algunos de los jóvenes allí presentas, al oír lo que acababa de expresar, podrían objetar: “Sí, pero, de todos modos, nosotros no concurrimos a clases sólo para escuchar análisis y verificación de hechos, sino para algo más”. Sin embargo, a su juicio, esta postura incurre en el error de esperar del catedrático aquello que éste no puede dar. Creen ver en él un caudillo en vez de un maestro, y el caso es que únicamente en calidad de maestros se les ha sido concedida la cátedra. Entre lo uno y lo otro hay una gran diferencia, y señala:
“Aquel maestro que se considere llamado a ser consejero de la juventud, de cuya confianza goza, puede realizar su tarea de hombre a hombre, en sus relaciones personales. Asimismo, si se siente llamado para mediar en los conflictos existentes tanto entre las diferentes concepciones del mundo como entre las distintas opiniones, puede hacerlo en la plaza pública donde se discurre acerca de la vida, valiéndose de la prensa, así como en reuniones, en sociedades o donde quiera, mas nunca en las aulas.”
En suma, para él los profesores no son líderes espirituales ni deben imponer valores personales en el aula, porque la misión de la ciencia es enseñar “qué es” y “por qué es así”, no imponer una moral o una cosmovisión o una ideología. La honestidad intelectual, les dice, demanda de los estudiantes asumir el inevitable “politeísmo de los valores” en la vida contemporánea, y aceptar que no hay una “verdad absoluta”, a la que puedan adherir todos, de manera casi religiosa.
El verdadero aporte de la ciencia para Weber
Pero entonces, dice Weber, si es así todo esto, ¿qué es lo que la ciencia aporta de positivo, verdaderamente, para la vida práctica y personal? Primero, ofrece conocimientos técnicos que nos permiten dominar los más diversos aspectos de la existencia. En segundo lugar, proporciona normas para razonar, así como herramientas y disciplina para ejecutar lo concebido. En tercer lugar, la claridad del maestro, si la posee, permite a sus oyentes discernir entre diversas posturas prácticas ante problemas de relevancia, enseñando a sopesar medios en función de los fines propuestos. Y, en cuarto lugar, el catedrático puede y debe enseñar a sus discípulos que una postura práctica nace, con lógica y honradez, de una visión del mundo específica, y que tal vez se deba elegir entre varias posibles, por lo que se deberá asumir la responsabilidad de las propias elecciones aunque sin esperar certeza absoluta en el camino elegido.
Por lo tanto, para él, quien aspire a ser científico deberá aceptar una realidad ineludible: la necesidad de trabajar con integridad, respondiendo a las exigencias cotidianas, como ser humano y como profesional. Este compromiso es posible, piensa él, si cada uno encuentra, como Platón describió, a su propio “daimon”, esa fuerza interior, esa pasión, que guía su existencia y a la que ha decidido obedecer.
Los estudiantes ¿decepcionados?
La conferencia de Weber impactó a muchos estudiantes, pero también dividió opiniones. Su postura no era complaciente con aquellos que buscaban en la ciencia y en sus profesores un ideal de vida, pretendiendo alejándose del mero concepto de “profesión”. En verdad, Weber ya había anticipado esta crítica al final de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, al sostener que el destino del hombre moderno reside en construir su vida sobre la base del trabajo especializado, una elección que implicaba, en definitiva, renunciar al ideal humanista del hombre “pleno” de la antigua Atenas.
Sin embargo, para Weber, aceptar la profesionalización no equivale a ser un “especialista sin espíritu” o un “hedonista sin corazón”; al contrario, sugiere que es posible ser un profesional apasionado, alguien que encuentra, sencillamente, significado y propósito en lo que hace con seriedad y compromiso cada día. Por lo tanto, Weber considera haberles hablado a los estudiantes con realismo al darles una visión honesta de la profesión académica y científica, y alejándose de idealizaciones que podrían resultar frustrantes o engañosas a largo plazo. Considera, así, que esta franqueza conduce a quienes eligen este camino a hacerlo con los ojos abiertos, conscientes de que la ciencia no puede resolver todas las preguntas de la vida, ni tampoco consuelo existencial.
Pero por sobre todo, Weber ha subrayado aquí que la búsqueda científica tiene valor en sí misma, no sólo por sus resultados prácticos inmediatos, sino por su contribución a un proceso de conocimiento riguroso y sistemático. Este enfoque enseña una ética del trabajo científico que no depende de recompensas externas o certezas absolutas, sino del compromiso con la verdad y la objetividad. Por lo que, Weber siente haber aludido aquí a una especie de “vocación secular” que, aunque desafiante, puede llegar a ser profundamente significativa para quienes la abrazan con convicción.
Referencias
Abellán, J. (2009). “Estudio preliminar” a Weber, M. La ciencia como vocación. Madrid: Biblioteca Nueva.
Weber, M.(2007). El político y el científico. Universidad Autónoma de la Ciudad de México
Weber, M. (2010). Por qué no se deben hacer juicios de valor en la sociología y la economía. Madrid: Alianza Editorial.
Weber, M. (1958). Ensayos sobre metodología sociológica. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
Abellán, J. “Estudio preliminar a La ciencia como vocación” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Estudio_preliminar_a_Max_Weber_La_cienci.pdf
Weber, M. El político y el científico https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/El-politico-y-el-cientifico.pdf
Weber, M. “La objetividad cognoscitiva de la ciencia social y de la política social” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/la-objetividad-weber.p
Weber, M. Ensayos sobre metodología sociológica https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/max-weber-ensayos-sobre-metodologia-sociologica.pdf
Mapa conceptual: “La ciencia como vocación” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Mapa-conceptual-Weber-La-ciencia-como-vocacion.pdf