En su libro Freud: una interpretación de la cultura (De l’interprétation. Essai sur Sigmund Freud), publicado en 1965, Paul Ricoeur alude por primera vez a la expresión “maestros de la sospecha”. Bajo esta denominación agrupa a tres pensadores nacidos en el siglo XIX: Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Los tres, aunque desde distintos puntos de vista, afirma Ricoeur, habrían considerado a la conciencia humana como “conciencia falsa”.
En el capítulo II del Libro Primero de la obra mencionada, titulado “El conflicto de las interpretaciones”, Ricoeur abre un apartado III denominado: “La interpretación como ejercicio de la sospecha”.
Señala allí que la “escuela de la sospecha” está representada por estos tres maestros que aparentemente se excluyen entre sí, debido a que en cada caso se trata de un ejercicio diferente de la crítica. Lo cierto es que los tres comparten la “fórmula negativa” que interpreta la verdad de la conciencia como “mentira”. Esto lo hacen, cada uno en un registro diferente, al retomar el problema de la duda cartesiana.
En efecto, afirma Ricoeur que el filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tal como aparecen; pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma. A partir del trabajo de Marx, Nietzsche y Freud, entonces, eso ha sido puesto en duda, a su vez. Es decir que, después de haber dudado sobre las cosas, hemos entrado en la “duda sobre la conciencia”.
La “escuela de la sospecha” https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Filosof%C3%ADa_de_la_sospecha
Sin embargo, estos tres maestros de la sospecha no son tres maestros de escepticismo, sostiene Ricoeur; son seguramente tres grandes “destructores” y, sin embargo, esto es solo el paso previo a una nueva fundación.
Por lo que, según él, los tres despejan el horizonte para una palabra “más auténtica”, no sólo por medio de una crítica destructora, sino mediante la invención de un “arte de interpretar”. A partir de ellos, el esfuerzo por la comprensión es una tarea hermenéutica: “buscar el sentido”, “descifrar sus expresiones”, dice. Es que, si la conciencia no es lo que cree ser, debe instituirse una nueva relación entre lo patente y lo latente, entre lo oculto y lo mostrado o, si se prefiere, entre lo simulado y lo manifiesto.
Lo esencial, según Ricoeur, es que los tres crean, con los medios a su alcance -es decir, con y contra los prejuicios de la época-, una ciencia mediata del sentido. Según Ricoeur, Freud entra en el problema de la conciencia falsa estudiando el sueño y los síntomas neuróticos; su hipótesis de trabajo es una “económica de las pulsiones”. Marx, a su juicio, ataca el problema de las ideologías en torno a la cuestión de la “enajenación económica”. Y, por su parte, Nietzsche, se habría situado en torno al problema de la “transvaloración de los valores”, en conexión con la “fuerza” y la “debilidad” de la “voluntad de poder”.
Sin embargo, señala aquí Ricoeur que, quizá, no sea esto lo más importante que tienen en común; sino que los tres, finalmente, lejos de ser detractores de la “conciencia”, apuntan a su “extensión”. Lo que pretendería Marx, en definitiva, es liberar la praxis a través de una “toma de conciencia” de las mistificaciones de la conciencia falsa.
Nietzsche habría propuesto el aumento de la potencia del hombre, la restauración de su fuerza por la meditación de las implicancias del “superhombre”. Y lo que, en definitiva intentará Freud es que el analizado, apropiándose del sentido que antes lo eludía, amplíe su campo de conciencia, “viva mejor y finalmente sea un poco más libre y, de ser posible, un poco más feliz”, dice Ricoeur.
Lo que los tres han intentado, entonces, por caminos diferentes, es hacer coincidir sus métodos “conscientes” de desciframiento con el trabajo “inconsciente” de cifrado, que atribuyen al ser social, a la voluntad de poder, al psiquismo inconsciente.
Una profundización de lo que afirman los “maestros de la sospecha”
En la “Presentación” del libro Concepciones de la Ética, la autora Victoria Camps nos ofrece algunas reflexiones acerca de la “sospecha” de estos autores, en su significaciónse ética. Señala que, en efecto, Marx alude a la ideología como una suprerestructura alienante e ilusoria, sin otra tarea que la de legitimar lo que hay.
Son las ideas de la clase dominante las que hablan en nombre de “la razón”, “el universal”, la idea de “hombre”. Las ideas morales -o filosóficas en general- no contribuyen a superar ese mundo, más bien lo consagran y lo justifican al no darse cuenta de su procedencia. La ley y la moral son, a fin de cuentas, prejuicios burgueses derivados de intereses burgueses.
Por eso, las ideas religiosas, políticas, éticas no pueden ser, de ningún modo, móviles de una praxis liberadora para toda la humanidad. Es preciso, a juicio de Marx, modificar las relaciones de producción, transformar la infraestructura económica, para que deje de haber “dominantes” y “dominados”. Solo entonces las ideas sobre la realidad serán también distintas.
Otra crítica radical del pensamiento ético es la de Nietzsche, señala Camps. Igual que Marx, Nietzsche denuncia que los valores no proceden de la “singularidad de la conciencia”, ya que la conciencia, a su juicio, no es particular ni singular, sino “la voz del rebaño en nosotros”.
En cuanto una vivencia se convierte en lenguaje, la singularidad desaparece y habla lo colectivo, pues el concepto busca “la igualación de lo desigual”. Nietzsche no cree en la conciencia, como no cree tampoco en la verdad moral. Los valores morales tienen un origen social, utilitario, expresión de intereses inconfesables, evalúa esta autora.
Según Nietzsche, el significado originario de “bueno” -noble, distinguido, poderoso- se ha perdido para ceder el paso al “bueno” creado por voluntades débiles y reactivas.
Lejos de contribuir a la afirmación del individuo, los valores morales han facilitado su aniquilación, han favorecido la negación de la vida humana frente a otra vida -la divina- superior e inalcanzable. En cualquier caso, el desenmascaramiento del fundamento de la moral, el reconocimiento del engaño implícito en ella sólo podrá conducir a la liberación del individuo.
De algún modo, ambos filósofos -Nietzsche y Marx-, vienen a decirnos que la búsqueda de la verdad, epistemológica y moral, emprendida por la filosofía moderna no ha llegado a buen término porque estaba errada. A partir de ahora, la filosofía deberá hacerse de otra forma.
Finalmente, señala Victoria Camps que Freud expresa la profunda paradoja del ser humano, cuyo afán por crear una civilización que le condujera a un mayor bienestar, ha sido mayormente causa de infelicidad.
El resultado de las instituciones culturales -religión, filosofía, derecho-, de todo aquello creado para regular las relaciones humanas y hacerlas más ordenadas, ha sido, sobre todo, negativo, causa de represión y malestar.
La cultura ha ido imponiendo prescripciones contrarias al placer y a las necesidades vitales. Por lo que la “utilidad” cultural no tiene nada que ver con el bienestar individual. De manera que la consecuencia de la cultura ha sido, en efecto, la construcción de seres “más morales”, pero más reprimidos, psíquicamente enfermos.
¿Cómo interpretar lo que afirma Ricoeur en su texto?
Si volvemos, ahora, a revisar lo que está proponiendo Ricoeur en este apartado de su libro Freud: una interpretación de la cultura, vemos que, frente a la absolutización moderna de la conciencia a partir de Descartes, él observa que estos tres autores tienen en común el ataque frontal a la ilusión de la “conciencia de sí”.
A su juicio, el filósofo formado en la escuela de Descartes entendía ya que las cosas son dudosas, que no son como aparecen; pero no dudaba de que la conciencia fuera como se aparece a sí misma. Ricoeur nos recuerda que, a partir de Marx, Nietzsche y Freud, dudamos de eso también. Después de la “duda de la cosa” hemos pasado a la “duda de la conciencia”. Es que, para estos tres autores, la conciencia, tal y como está constituida, lejos de ser el punto de partida de todo saber cierto, es más bien un producto, que tiene sus raíces fuera de la conciencia misma.
Por eso es que este autor se dedica especialmente a Freud, aun cuando aclara, en el Prefacio de su libro, que no se trata de un libro de psicología, sino de filosofía, dado que lo que le interesa en particular es la “nueva comprensión del hombre” introducida por Freud. Dice allí, también, que una meditación sobre la obra de Freud tiene el privilegio de revelar su propósito más amplio, que fue no sólo renovar la psiquiatría, sino reinterpretar la totalidad de los productos psíquicos que pertenecen al dominio de la cultura, desde el sueño a la religión, pasando por el arte y la moral.
Por esta razón, el psicoanálisis pertenece a la cultura moderna, afirma Ricoeur. Reinterpretando la cultura es como la modifica; dándole un instrumento de reflexión es como la marca en forma perdurable.
Es que, en definitiva, para Freud, es una vana pretensión –él lo llama narcisismo– el hecho de que, con la misma certeza con que pensamos nuestra existencia, lleguemos a la conclusión de “somos tal y como pensamos que somos”.
Por lo tanto, se hace necesaria una crítica de la conciencia falsa. El yo que piensa no puede ser comprendido sino a través del espejo de sus objetos, de sus obras y de sus actos, sostiene Ricoeur. Así, lo que Freud comparte, a su juicio, con los otros dos maestros de la sospecha, es la comprensión de que ese “camino de vuelta” no es un sendero claro, sino un complejo laberinto, tras el cual la conciencia esconde los impulsos en los que tiene su propio origen.
De este modo, la conciencia aparece como “un texto más”, y además, como un texto falso, que solo testimonia en la medida en que nos da la pista de su propio desenmascaramiento. La categoría fundamental de la conciencia, para los tres, es, así, la relación entre “lo que se oculta” y “lo que se muestra”, o entre “lo que se simula” y “lo que se manifiesta”.
Y es ésta una tarea central para Ricoeur. Lo que él llama “reflexión”, en su trabajo, no es otra cosa que ese esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos en medio de las circunstancias históricas de nuestra cultura. Para este autor, la conciencia es, más que “representativa” y “reproductiva” de una realidad externa, significativa. Sus contenidos no son “cosas”, o “ideas”, sino sentidos.
Pero el problema aparece, entonces, cuando advertimos que ese sentido que descubrimos en la conciencia es falso tal y como la conciencia lo posee. Así, la visión hermenéutica considera al mundo, fundamentalmente, como un mensaje cifrado, cuyo sentido hay que desvelar para que toda la realidad se haga expresión verdadera, en definitiva, lenguaje comprendido.
Sin embargo, Ricoeur considera que la estructura lingüística es radicalmente insuficiente para dar cuenta del carácter simbólico del lenguaje. Toda expresión, junto con lo que se dice, trae implícito también quién la dice, la subjetividad que en ella se expresa -a la vez que se oculta-, en todo lo que es expresión de alguien.
La hermenéutica constituye, así, la búsqueda de ese sujeto que se muestra y se esconde en el lenguaje. Entender tiene que ser, necesariamente, interpretar. Es por eso que, para Ricoeur resulta decisiva la consideración del psicoanálisis de Freud, ya que, para éste, la clave de toda verdadera significación está en una dinámica pulsional, en un deseo que encuentra en la realidad su propio límite, choca, por así decir, contra ella, y se ve reprimido.
Ese juego de energías es lo que da lugar a lo que Ricoeur denomina una “economía de las pulsiones”, por la cual la libido se invierte en objetos de múltiples formas, se reprime, se transfiere de un objeto a otro bajo aspectos diferentes.
Se da aquí lo que Ricoeur llama una “semántica del deseo”, que requiere ser descifrada, dado que tales arcaicos deseos tienen que ser reprimidos a fin de que el hombre pueda convivir socialmente. La tarea consiste, así, en devenir “consciente de sí”. Reflexionar no es ese “mirarse a sí mismo” de Narciso, sino salir de sí hacia las fuentes no conscientes de nuestra subjetividad.
Y lo que el psicoanálisis encuentra en esa reflexión arqueológica no es otra cosa que el impulso básico de la libido. Tal deseo de satisfacción vital choca inevitablemente con la realidad que se impone como un límite, lo que lo lleva a entrar en el complejo juego de inversiones, transferencias, represiones y compensaciones.
Ricoeur interpreta, entonces, que ese deseo de satisfacción no es otra cosa que lo que él, rastreando por toda la gran tradición filosófica, denomina “deseo de existir”. Y, para él, todos estos autores, se sitúan en el punto de articulación entre deseo y cultura. Es en su articulación cultural donde el deseo deja de ser visto como un hecho bruto y se afronta como “significativo”. Se expresa en la cultura, en las intenciones conscientes, en el arte, en la religión, en el trabajo y en la política, y se expresa como lenguaje.
En definitiva, el afán humano por existir, al expresarse, se convierte en protagonista de la historia. Por lo tanto, dice Ricoeur, esta tarea hermenéutica es, frente al “camino corto del cogito”, el camino largo de la reflexión, en el que la existencia vuelve sobre sí para examinarse.
Y las cercanías con el psicoanálisis le han enseñado a esta hermenéutica que lo que surge de allí es un “cogito herido”, más humilde, que no logra nunca comprenderse por completo, por lo que continúa siendo simpre, inevitablemente, mera interpretación.
Foucault: “Nietzsche, Freud, Marx”
En esta ponencia, presentada en París en el año en el año 1964, e impresa en 1967, Michel Foucault afirma que, en el siglo XIX, las figuras de Marx, Nietzsche y Freud nos han vuelto a ofrecer una nueva posibilidad de interpretación, refundando la posibilidad de una hermenéutica.
Foucault advierte que el primer capítulo de El Capital, de Marx, textos de Nietzsche como El origen de la tragedia y La genealogía de la moral, y el libro La interpretación de los sueños, de Freud, nos ponen en presencia de técnicas interpretativas.
Foucault sostiene que esto nos coloca en una posición incómoda, dado que estas técnicas llevan a que, nosotros, los intérpretes, quedemos sometidos también a interpretación. Recuerda entonces Foucault que el propio Freud habló de “tres grandes heridas narcisistas” en la cultura occidental.
La herida causada por Copérnico, al afirmar que no éramos el centro del sistema solar, la que provocó Darwin cuando descubrió que el hombre descendía del mono, y la herida causada por Freud, cuando él mismo descubrió que la conciencia descansaba sobre la inconciencia.
Se pregunta entonces Foucault “si no se podría decir que Freud, Nietzsche y Marx, al envolvernos en una tarea de interpretación que se refleja siempre sobre sí misma, no han constituido alrededor nuestro, y para nosotros, esos espejos de donde nos son reenviadas las imágenes cuyas heridas inextinguibles forman nuestro narcisismo de hoy día”.
Por lo que este autor llega a la conclusión -que podría no ser exactamente la misma de Ricoeur- de que la interpretación, en definitiva, no concluye nunca: “la interpretación ha llegado a ser al fin una tarea infinita”, sentencia Foucault.
Y agrega su propio punto de vista al sostener que, si la interpretación no puede acabarse nunca es, simplemente, porque no hay nada que interpretar. No hay nada absolutamente primario que interpretar porque, en el fondo, todo es ya interpretación; cada signo, es en sí mismo, no “la cosa” que se ofrece a la interpretación, sino interpretación de otros signos.
Foucault dice que esto se ve en Marx, en la medida en que no interpreta la historia de las “relaciones de producción”, sino una relación que se da ya como una interpretación, dado que ella se presenta como algo dado, como una cuestión de “naturaleza”.
En el caso de Freud lo que se interpreta como “síntomas” no son ciertos traumas –clarifica Foucault-, sino “fantasmas”, con su propia carga de angustia, es decir, un núcleo que es ya una interpretación. Freud interpreta lo que sus pacientes le ofrecen en su lenguaje como síntomas.
Su interpretación es la “interpretación de una interpretación,” dice Foucault.
Finalmente, para Nietzsche, no hay un significado original de las palabras, afirma Foucault. Las palabras mismas no son otra cosa que interpretaciones. Antes de ser signos, son “interpretaciones esenciales”, dice Foucault, imponen ya una interpretación.
Dicho de otro modo: Marx no se limita a interpretar “la sociedad burguesa”, sino la interpretación burguesa de la sociedad. Freud no interpreta “el sueño del paciente”, sino el relato que el paciente hace de su sueño. Y Nietzsche no interpreta “la moral de Occidente”, sino el discurso que Occidente ha hecho de la moral.
Más aún, es con estas técnicas que debemos interpretar a Freud, Nietzsche y Marx, de modo que somos perpetuamente reenviados, dice, “como en un juego de espejos”.
Referencias:
Camps, V., Guariglia, O. y Salmerón, F. (Eds.). (1992), Concepciones de la ética. Madrid: Trotta.
Foucault, M. (1970). Nietzsche, Freud, Marx, Barcelona: Anagrama.
Hernández Pacheco, J. (1996). “Paul Ricoeur” en Corrientes actuales de filosofía, Madrid: Tecnos.
Ricoeur, P. (1990). “La interpretación como ejercicio de la sospecha”, en Freud: una interpretación de la cultura, México: Siglo XXI.
Ricoeur, P. Freud: Una interpretación de la cultura https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/03/Ricoeur-Paul-Freud-Una-Interpretacion-De-La-Cultura.pdf
Foucault, M. Nietzsche, Freud, Marx https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/03/nietzsche-freud-marx.pdf
Mapa “Maestros de la sospecha” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Mapa-Ricoeur-Los-maestros-de-la-sospecha.pdf
Muchas gracias por compartir sus conocimientos
Es un gusto para mí, Liliana, me alegro de serles útil, gracias!
Pingback: La crisis de la Ética moderna - Filosofía en Imágenes