En esta entrada sobre el libro La condición humana, de Hannah Arendt, hacemos un recorrido por los principales argumentos de esta obra fundamental de la autora, que la consagra como una de las pensadoras más importantes del siglo XX. En el momento en que escribe el texto Arendt ya era conocida, en particular, por su monumental trabajo Los orígenes del totalitarismo, de 1951, y esto se acentuaría años después, a causa de su controvertido informe de 1963, Eichmann en Jerusalén.

Pero fue en La condición humana, publicada en 1958, donde Arendt profundizó en algo aún más básico y esencial que aquellas cuestiones, es decir, qué significa vivir juntos, y qué papel juega cada uno de nosotros en este tejido compartido llamado “sociedad”. Lo notable de este libro es, por tanto, su capacidad para anticiparse a problemas que, más de medio siglo después, son imposibles de ignorar, como la pérdida del “mundo en común”, la disolución del sentido de la vida pública y el impacto de la tecnología en nuestras vidas. Estos son temas que ella exploró antes de que se convirtieran en desafíos globales.
A sus 52 años, Arendt llevaba consigo el peso de un pasado difícil: el exilio de Alemania nazi en 1933, la pérdida de su mundo en Europa, y la lucha por rehacer su vida en los Estados Unidos. En estos años era profesora en las Universidades de Chicago, Princeton y Columbia, y más tarde lo sería, en la New School for Social Research de Nueva York. Sus clases eran un refugio para ella, pero ahora, mientras escribe La condición humana, su pensamiento transita entre las heridas de la trágica historia reciente y las incertidumbres del presente.
La condición humana
Esta obra está estructurada en un Prólogo y seis capítulos, compuestos, a su vez, de secciones numeradas, de modo que recorreremos cada uno de ellos en busca de sus ideas centrales.
Prólogo
Dice Hannah Arendt al comenzar el Prólogo :
¿Por qué la autora comienza su libro de esta manera?¿Cómo se vincula este relato con el análisis de la “condición humana” que promete el título? Arendt parte de la idea de que hay momentos en la historia que no solo marcan el inicio de una nueva era, sino que también nos obligan a detenernos y reflexionar sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. Esto es lo que ella vio en el lanzamiento del satélite ruso Sputnik en 1957. Entendió que ése no era solo un hito tecnológico sino el símbolo de un deseo ancestral del hombre: el de escapar de las limitaciones terrenales, siendo capaces de trascender lo humano.
La autora aborda, entonces, ese momento histórico para reflexionar sobre algo mucho más profundo: nuestra relación con la Tierra, con los demás y con nosotros mismos. Sin embargo, al observar que la mayoría de la población solo asiste a estos eventos de manera pasiva y sin ninguna capacidad de intervención afirma:
En otras palabras, vivimos en un tiempo en el que este tipo de avances ofrecen, tanto oportunidades sin precedentes, como dilemas éticos y políticos que parecen desbordar la capacidad de la ciudadanía para comprenderlos. Por lo que aquí radica una de las grandes preocupaciones de Arendt: el hecho de que las “verdades” del mundo moderno, aunque puedan demostrarse matemáticamente y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan al lenguaje común, al pensamiento y al discurso cotidianos, que históricamente han definido nuestra humanidad. Y en un pasaje sorprendentemente profético ante los avances de los que somos testigos en nuestros días, señala:

Arendt se plantea, así, qué significa ser humano en un mundo en el que nuestras capacidades cognitivas -aquello que tradicionalmente nos ha definido como especie- pueden ser no solo complementadas o amplificadas sino incluso reemplazadas por la tarea de las máquinas. La autora ya advierte en aquellos años que estas tecnologías reducirían la intervención humana en los procesos productivos. Y prevé un futuro en el que se “vaciarían las fábricas”, apartando a la humanidad de su “más antigua y natural carga”, la del trabajo.
Pero lejos de celebrar esta posibilidad como una liberación, ella la ve con preocupación, porque dice: “Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.” Y agrega: “Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos.”
No obstante, en su análisis ella va más allá de las implicaciones económicas y laborales. Introduce aquí una idea central que desarrollará a lo largo de la obra: la de la “alienación” del ser humano en el mundo moderno. Para ella, esta alienación -extrañamiento o distanciamiento-, se manifiesta como el resultado de un proceso que tiene dos caras: “la huida de la Tierra hacia el universo” y, no menos importante, “la huida del mundo hacia el yo”. La primera refleja nuestro deseo de trascender los límites físicos de nuestro planeta; la segunda, indica nuestra tendencia a retirarnos de la vida pública y a encerrarnos en la subjetividad individual.

Sin embargo, esta “huida hacia el yo” -considera ella- no implica autonomía, sino una falsa individualidad moldeada por la sociedad de masas y el consumismo. Arendt señala que el individualismo moderno, lejos de empoderar, atomiza a las personas, haciéndolas dependientes de estructuras impersonales, como el mercado o el Estado y, por ello, vulnerables al totalitarismo.
Lo cierto es que ambas fugas son características de lo que ella llama el “Mundo Moderno”, un término que distingue del de “Edad Moderna”. Mientras esta última abarca desde el siglo XVII hasta principios del XX, Arendt denomina, “Mundo Moderno” al que surge tras las explosiones atómicas, marcando un punto de inflexión en nuestra relación con la tecnología, la política y la existencia misma.
Capítulo I: La condición humana
En este capítulo la autora se pregunta de diversas maneras qué hace que un ser humano sea humano. Arendt explora esta pregunta a través del contraste entre dos formas de vida opuestas pero fundamentales en nuestra cultura : la “vita contemplativa” y la “vita activa”. Advierte que, durante siglos, la filosofía occidental exaltó la vida contemplativa, es decir, la búsqueda de verdades eternas, la introspección y el retiro del mundo material, como la forma más elevada de existencia humana. Pero ella ahora desafiará este legado al revalorizar la vida activa, el ámbito de la acción, el compromiso y la interacción con el mundo. Para ella, es en esta dimensión donde encontramos el núcleo mismo de lo que significa vivir plenamente como humanos.

Así, a fin de comenzar a desarrollar lo que entiende por vita activa, Arendt distingue tres actividades fundamentales: labor, trabajo y acción. La labor es la actividad más básica, vinculada a las necesidades biológicas del cuerpo. En contraste, el trabajo trasciende la inmediatez de la labor al ser la actividad que construye un mundo artificial, lleno de objetos duraderos que sobreviven a sus creadores. Finalmente, está la acción que es la actividad que Arendt considera más distintivamente humana porque es en ella donde entra en juego la pluralidad, esa condición fundamental que enmarca la posibilidad de nuestra existencia política. Dice: “La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá”.
Es en esta tensión, entonces, entre igualdad y diferencia, que la acción revela quiénes somos, permitiéndonos expresar nuestra individualidad mientras nos relacionamos con los demás. Lo cierto es que labor, trabajo y acción están enraizadas, cada una, en la condición humana correspondiente: a la labor, le corresponde la condición humana de la vida; al trabajo, lo que ella llama la mundanidad; y a la acción, la pluralidad. A su vez, la acción mantiene una estrecha relación con la condición humana de la natalidad: el “nuevo comienzo” inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo porque el “recién llegado” posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar.

Pero hay algo más profundo en juego. Arendt nos recuerda que los seres humanos siempre estamos condicionados por el mundo que habitamos. Por eso, para ella, el cambio más radical que podemos imaginar en la condición humana es el de abandonar la Tierra que nos ha modelado como somos. Así que, a partir de aquí, la autora introduce una distinción crucial entre la idea de “condición humana” y la de “naturaleza humana”. Mientras que la naturaleza humana tradicionalmente ha sido entendida como algo fijo, como una “esencia universal”, Arendt argumenta ahora que tal concepto es inalcanzable, que si existiera algo así como una “naturaleza humana”, solo un dios podría conocerla.
Esto se debe a que los seres humanos no somos meros ejemplares de una especie biológica, sino seres únicos, irreductibles a una definición simple. Por eso, en lugar de buscar tal “naturaleza humana”, Arendt se enfoca en la “condición humana”, entendida como la serie de condiciones que enmarcan nuestra existencia.Y a partir de aquí, entonces, pasa a hacer una importante consideración histórica, al advertir que los griegos antiguos fueron una referencia clave para en la valoración de la acción. Para ellos, la acción era el corazón de la vida política, el espacio en el que los mortales podían “alcanzar la grandeza”. Por lo que, para explicar en qué sentido se daba esa búsqueda, ella realiza una importante distinción entre “inmortalidad” y “eternidad”.

Para los griegos, señala, la inmortalidad significaba “duración en el tiempo” pero en relación con la vida terrena. Los mortales buscaban dejar huellas imborrables en el mundo a través de actos, palabras y obras que merecieran ser recordadas. Así, aunque individualmente eran mortales, confiaban en que podían alcanzar una forma de trascendencia participando de la inmortalidad del propio cosmos.
Sin embargo, dice Arendt, con el advenimiento de la filosofía fue la idea de eternidad la que ganó prominencia. La eternidad -como en el caso de las ideas platónicas-, es atemporal y no depende de la acción o el recuerdo humano. Por lo que la extrema valoración de ese mundo inteligible y eterno, frente al sensible, hizo que la vida contemplativa pasara a ser exaltada como el único camino hacia la verdadera libertad, en tanto la acción era reducida a una mera necesidad práctica.
Más adelante, la caída del Imperio Romano contribuyó a acentuar ese sentimiento al mostrar que nada creado por manos humanas podía ser verdaderamente inmortal. Y a esto se sumó el advenimiento del cristianismo que profundizó aún más este giro ya que favoreció el llamado a liberarse de los asuntos terrenales para “abocarse a las cosas de Dios”. Por lo que la intención de permanencia en este mundo perdió relevancia frente a las promesas de una vida imperecedera en el más allá. Y como resultado, dice, la vita activa quedó durante siglos relegada a un segundo plano frente a la contemplativa.
Capítulo II: La esfera pública y la privada
En este capítulo Arendt avanza siguiendo esta misma perspectiva histórica y filosófica. Para ella, todas nuestras actividades están condicionadas por un hecho crucial: los seres humanos viven juntos, organizados en dos esferas fundamentales: lo “público” y lo “privado”. No sin cierta nostalgia, continúa su descripción acerca de cómo la polis griega de la antigüedad era un espacio en el que la libertad y la igualdad entre los ciudadanos podía manifestarse plenamente a través del habla y la acción.
Era en la esfera pública donde los hombres dejaban atrás las preocupaciones de la necesidad -propias de la vida privada- para participar en algo mayor: la creación de un mundo compartido. En contraste, la esfera privada -el hogar- era vista como un ámbito de limitación. Allí, la vida estaba regida por las exigencias biológicas y la desigualdad ya que en este ámbito se imponía la autoridad jerárquica del “cabeza de familia”, justificada por la necesidad de mantener el orden y asegurar la supervivencia del hogar. Sin embargo, para los antiguos griegos, un hombre que viviera únicamente en la esfera privada era comparable a un esclavo o a un bárbaro. Si se veía excluido de la participación política no era considerado “plenamente humano”.

No obstante, Arendt entiende que con la llegada de la modernidad, algo cambió drásticamente. Se trata de un fenómeno que ella denomina “el auge de la esfera social”, un proceso en el que los límites tradicionales entre lo público y lo privado, comienzan a difuminarse, dado que cuestiones como como la economía doméstica, la educación de los hijos, la salud, etc., se convierten en temas de preocupación y gestión pública regularlas a través de instituciones.
A su vez, las conductas regidas por normas comienzan a reemplazar la acción espontánea y libre que caracterizaba a los ciudadanos de la antigüedad, por respuestas automáticas, y previsibles. Así que, para ella, el problema con esta “sociedad de masas” característica de la modernidad no es el elevado número de personas que la integra, sino el hecho de que el mundo ha perdido el poder para relacionarlas. Se trata de la pérdida del “mundo común” que une y separa a las personas simultáneamente.
Este mundo común -ese conjunto de objetos, ideas y experiencias compartidas- es, según Arendt, lo que da sentido a nuestra convivencia. El mundo común es algo que trasciende nuestra breve existencia. Lo heredamos del pasado y lo legamos al futuro. Sin él, estamos atrapados en la subjetividad de nuestras propias experiencias. Así, durante muchas épocas, dice, los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo -o algo que tenían en común con los demás- fuera más permanente que su vida terrenal. Pero ahora esta dinámica ha cambiado. Los hombres se han convertido en “completamente privados”, y el fin del “mundo común” llega cuando este mundo se ve solo bajo un aspecto desde un punto de vista aislado, sin una genuina interacción con la de los demás.

Para Arendt, por tanto, solo en la esfera pública nuestras experiencias adquieren objetividad, gracias a las múltiples perspectivas de los demás. Es la visibilidad -la posibilidad de ser visto y oído a través del habla y la acción-, el elemento central de la existencia humana. Ese mundo común equivale a una mesa situada entre las personas que se sientan alrededor: ella vincula a la vez que marca una prudente distancia entre las personas al mismo tiempo.
Pero sin este mundo común, advierte, estamos condenados a una existencia fragmentada, incapaces de construir algo duradero, de manera que esta situación se asemeja a una “sesión de espiritismo” en la que la mesa desapareciera mágicamente, dejando a las personas frente a frente pero sin nada tangible entre ellas.
Capítulo III: Labor
Arendt nos recuerda en este capítulo que la labor está marcada por su naturaleza cíclica y repetitiva; se trata de un proceso implacable que une a los seres humanos con el mundo natural aunque de manera apolítica y efímera. Dice:

En este ciclo interminable, la labor se centra en la mera supervivencia. Sus productos se consumen casi tan rápido como se producen, impidiendo la creación de un mundo compartido y duradero. Más aún, esta actividad ocurre en gran medida en aislamiento, atrapada en el cumplimiento de necesidades que apenas se puede compartir o comunicar plenamente. Por lo tanto, Arendt establece aquí un marcado contraste entre la repetición infinita de la labor y la capacidad de construcción de un mundo a través del trabajo, que sí deja huellas duraderas.
Sin embargo, afirma, la revolución industrial cambió profundamente esta dinámica. Porque objetos que antes eran duraderos -como una silla o una mesa- comenzaron a consumirse a partir de allí tan rápidamente como un vestido, y éste a gastarse casi tan pronto como el alimento. Por eso para ella, este fenómeno refleja cómo la época moderna ha destinado todo a ser consumido vertiginosamente -tal como ocurre con los productos de la labor-, en lugar de ser simplemente “usado”, que es lo que, en principio, caracteriza a los productos del trabajo.
Arendt agrega aquí que la modernidad -especialmente a través de figuras como la de Karl Marx-, pasó a “glorificar al animal laborans”, elevándolo desde la posición más humilde al rango más alto ya que, a su juicio, la productividad sin precedentes de la humanidad occidental parecía prometer la eliminación completa de la necesidad, lo que liberaría al hombre de esa carga para, por fin, poder dedicarse a desarrollar lo más propio de su humanidad.

Pero Arendt advierte ahora que este ideal lamentablemente tuvo un lado oscuro. El auge del animal laborans en la sociedad moderna comenzó a sacrificar los valores del homo faber – del individuo que ejerce el trabajo-, es decir, la permanencia, estabilidad y durabilidad, dando paso al valor de la abundancia y la fugacidad. Por lo que vivimos ahora en una “sociedad de laborantes”, afirma, en la que el consumo sin esfuerzo lejos de eliminar el carácter devorador de la vida biológica, lo intensifica. Dice:
Así, Marx y sus contemporáneos mantenían la esperanza de que la paulatina emancipación de la necesidad gracias a la automatización de su tarea, emanciparía los hombres, dándoles la capacidad de nutrir actividades más elevadas. Pero tal como Arendt lo ve, el tiempo de ocio del animal laborans habitualmente termina siendo destinado al consumo, de forma que cuanto más tiempo libre, más ávidos y vehementes son los apetitos; y así nuestra economía, afirma, se ha convertido en una economía del derroche. Las cosas son devoradas y descartadas casi tan rápido como aparecen en el mundo.

Por lo que, para ella, mientras el animal laborans continúe dominando la esfera pública, esta esfera no lo será verdaderamente. Se trata de mera actividades “privadas” solo que ahora abiertamente manifestadas. Para Arendt, entonces, el verdadero riesgo de la automatización como tecnología “capaz de reemplazar” al hombre – factor que también la preocupa- es que intensifica el movimiento devorador propio de la labor.
Capítulo IV: Trabajo
Arendt velve en este capítulo a delinear lo que, en principio realmente caracteriza al trabajo como actividad humana que define al homo faber, el creador del “artificio humano”. A diferencia de la labor, cuyo ciclo, como vimos, es efímero y consumible, el trabajo deja huellas duraderas en el mundo, construyendo objetos y estructuras que sobreviven a sus creadores. Sin embargo, el carácter duradero del artificio humano tampoco es absoluto. Aun si no consumamimos vertiginosamente los objetos que fabricamos, el uso los desgasta lentamente hasta que vuelven también al proceso natural del que fueron extraídos.
No obstante, lo que verdaderamente distingue al trabajo es su capacidad para transformar materiales en cosas sólidas, dotadas de permanencia. Este proceso de fabricación, nos dice, consiste en la “reificación”, es decir, en dar forma tangible a lo intangible, convertir lo natural en artificial. Por eso, ya el acto de extracción implica siempre un elemento de violencia. Porque para obtener madera, debemos matar un árbol; para conseguir hierro o mármol, interrumpimos procesos naturales que tardaron siglos en formarse…

Por lo tanto, el homo faber es tanto creador como destructor, señala; crea el mundo artificial que habitamos, pero a costa de alterar irreversiblemente el mundo natural. Y así, mientras que el animal laborans -el trabajador ligado a las necesidades biológicas- sigue siendo siervo de la naturaleza, dependiendo de ella para sobrevivir, el homo faber se comporta como “señor y amo de toda la Tierra”.
Pero hay otra diferencia entre ambos. Mientras la labor está atrapada en el movimiento cíclico del cuerpo y carece de principio y fin, el trabajo produce objetos que tienen un comienzo y un propósito definidos. El proceso de fabricación está determinado por las categorías de medios y fines. Por su parte, la acción humana escapa a esta misma lógica; porque aunque puede tener un principio claro, nunca tiene un fin predecible. La acción, nos dice, es imprevisible, abierta, cargada de potencial para transformar el mundo de maneras inesperadas.
Es aquí donde Arendt advierte sobre una tendencia preocupante: los aparatos que alguna vez manejamos libremente ahora parecen “adherirse a nosotros, como extensiones inevitables de nuestro ser”. En una expresión que recuerda la idea de “caparazón de acero” de Max Weber, Arendt afirma que estos aparatos comienzan a parecer extensiones pertenecientes al cuerpo humano “como el caparazón pertenece al cuerpo de la tortuga”. De modo que ella ya percibía en ese momento que estos “caparazones tecnológicos” se conectarían cada vez más con el propio proceso biológico, integrándose a nuestra vida cotidiana de formas que redefinirían nuestra relación con el mundo.

Lo cierto es que, para ella, el objetivo fundamental de la “mundanidad” creada por el trabajo es proporcionar el escenario sobre el cual pueda desarrollarse la acción humana. Por lo que el peligro para ella reside en que, al depender excesivamente de estas máquinas, podríamos perder de vista el propósito original del trabajo que las ha creado: ofrecer un mundo duradero y compartido que contribuya a hacernos trascender nuestra existencia individual y meramente privada. Es aquí donde hace una explícita mención a los artistas como parte de los creadores de objetos duraderos capaces de cobijar en la memoria los logros de la acción. Dice:
Capítulo V: Acción
En este capítulo la autora explora lo que ella considera como la esencia de esa actividad que define nuestra existencia política y nuestra capacidad para insertarnos verdaderamente en el mundo humano. Dice: “La pluralidad humana es la condición básica tanto de la acción como del discurso, con su doble carácter de igualdad y distinción.”
Porque, sin la igualdad, no podríamos comunicarnos; pero sin la distinción, no necesitaríamos del discurso ni de la acción, dado que meros signos y sonidos bastarían para transmitir nuestras necesidades básicas en común. Arendt subraya entonces que una vida sin acción ni discurso está literalmente “muerta” para el mundo. Actuar significa, así, tomar una iniciativa, comenzar algo nuevo, lo que ella denomina “natalidad”, el “milagro” que salva al mundo de la mera repetición y la rutina.

Así, nos dice, cada acción y cada palabra revelan quién es alguien, una cualidad que emerge plenamente cuando las personas están juntas, ni a favor ni en contra, sino en pura contigüidad humana. Es que la acción sin un “quién” unido a ella carece de significado. No otra cosa explica, remarca, los monumentos al Soldado Desconocido, levantados tras la Primera Guerra Mundial. Ellos testimonian la necesidad de encontrar un “alguien” identificable a quien reconocerle los sacrificios que le robaron no solo su realización personal, sino también su dignidad humana. Dice:
En otras palabras, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece cuando se dispersan. Pero hay algo más: la acción tiene una cualidad incontrolable, sus consecuencias no pueden predecirse ni detenerse. De manera que estos procesos pueden perdurar hasta el fin de la humanidad. Sin embargo, frente a estos límites de la acción hay dos actitudes fundamentales capaces de superarlos. Por un lado, ante esta irreversibilidad de la acción pasada, existe como contrapartida la facultad de perdonar. Y ante la imprevisibilidad del futuro aparece como central la capacidad de hacer y mantener promesas.

Porque sin el perdón, estaríamos atrapados para siempre en las consecuencias de nuestros actos y los de los demás “como el aprendiz de brujo que no puede romper su propio hechizo”. Pero sin las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades. Al crear lazos de compromiso y confianza mutua, en cambio, y al saber que podemos contar con las promesas de los demás y que los demás pueden contar con las nuestras, construimos un tejido social de relaciones estables y significativas. De modo que ambas facultades, el perdón y la promesa, tienen algo en común: dependen de la pluralidad, de la presencia y actuación junto a nosotros de todo los demás.
Sánchez, M. C.”Hannah Arendt: la singularidad humana como efecto de lo político” https://www.redalyc.org/journal/3476/347665002036/html
Capítulo VI: La vita activa y la época moderna
En este último capítulo Arendt analiza las profundas transformaciones que ha experimentado la condición humana con el advenimiento de la modernidad. Sostiene que este período de la historia se inaugura con tres eventos principales que alteran fundamentalmente la relación del ser humano con el mundo:
–El descubrimiento de América y la exploración de la Tierra: lo que amplía el horizonte humano y lleva a unavisión del mundo como una totalidad continua.
– La Reforma protestante: Que expropia bienes eclesiásticos y monásticos iniciando el doble proceso de expropiación y acumulación de riqueza social. La nueva propiedad privada se vio entonces cada vez más como capital, susceptible de ser invertido y generar más riqueza.
– La invención del telescopio y su uso por Galileo: evento que considera crucial, ya que simboliza el surgimiento de una nueva ciencia moderna que observa la naturaleza de la Tierra desde el punto de vista del universo.

Con respecto a este tercer acontecimiento destaca que el telescopio de Galileo, al permitir ver mejor el universo que nos rodea representa un “punto de Arquímedes”, en el sentido de que nos ayuda a conceptualizar nuestro planeta en ese inmenso contexto de forma más objetiva. Por lo que este descubrimiento marca un distanciamiento decisivo entre el hombre y la Tierra, lo que ella denomina “alienación de la tierra”, tanto como posibilidad física, de aquí en más, como en sentido emocional y existencial.
Además, la ciencia moderna que comienza a surgir en este perído, con su énfasis en las matemáticas y principios universales, fomenta una visión del mundo basada en la abstracción en lugar de la experiencia sensorial directa, lo que para ella conduce inevitablemente a la “alienación del mundo” (común) debido a que sus resultados no pueden ser fácilmente traducidos al lenguaje cotidiano. Por otra parte, la célebre “duda cartesiana” habría contribuido también a la pérdida de confianza en los sentidos y, en definitiva, en la propia realidad del mundo común.
Arendt señala entonces a los científicos como figuras clave en la configuración de la mentalidad moderna llevando a una priorización del “hacer” del homo faber, debido a que fue precisamente el afán de conocimientos del hombre lo que llevó a entender que ese deseo solo podía saciarse si confiaba en la inventiva de sus manos. Esto llevó en la modernidad a una decisiva inversión en la valorización de las actividades humanas. En efecto, se dio una revalorización de la importancia de la acción en detrimento de la contemplación que, como vimos, se había impuesto como la forma de vida más valiosa durante siglos.

Es ta inversión, advierte Arendt, no indicaba que la verdad y el conocimiento ya no fueran importantes, sino que sólo se podían alcanzar mediante la “acción”, dado que con el invento de Galileo quedaba claro que un aparato, el telescopio, construido por las manos del hombre, era el que lograba finalmente que el universo, “entregara sus secretos”. Y las razones para confiar en el “hacer” y desconfiar de la contemplación se hicieron más convincentes tras los resultados de las primeras investigaciones. Dice Arendt:

De este modo, señala, el triunfo del homo faber -del fabricante de herramientas-, no solo cambió la ciencia, sino también nuestra forma de entender el mundo. La instrumentalización de la naturaleza, la confianza en los medios para alcanzar fines, -es decir, del pensamiento instrumental- y la reducción de toda motivación humana al principio de utilidad se convirtieron en las actitudes dominantes de la época moderna.
Sin embargo, revolucionaria como fue, para Arendt esta elevación del homo faber no fue el final del camino. Sorprendentemente, nos dice que le siguió la ascensión del animal laborans, cuya actividad pasó, en definitiva, aocupar el lugar más alto en la jerarquía de la vita activa. Dice:
Arendt explica a continuación que la razón de que la vida se afirmara como fundamental punto de referencia en la época moderna, y de que siga siendo el “supremo bien” en esa sociedad, radica en que la inversión moderna entre vida contemplativa y vida activa operó en la estructura de una sociedad cristiana cuya creencia principal en la sacralidad de la vida ha sobrevivido e incluso ha permanecido inamovible frente al proceso moderno de secularización y la disminución de la fe cristiana.

Llegando al núcleo de la cuestión, entonces, nos dice Arendt que, históricamente, fue el triunfo del cristianismo el que hizo que la vida individual pasara a ocupar el puesto que tenía en otro tiempo la “vida” del cuerpo político. En efecto, la actividad política, que hasta entonces se inspiraba en anhelar una inmortalidad mundana, se hundió al bajo nivel de una actividad sujeta a la necesidad, destinada a complacer los deseos e intereses de la vida terrena.
En otras palabras, la vida política pasó de ser un fin en sí mismo a convertirse en un mero medio para obtener lo necesario para vivir. Lo cierto es que la época moderna siguió actuando bajo el supuesto de que la vida, y no el mundo en común, era el supremo bien del hombre. Con la secularización moderna, afirma, la vida individual “se hizo mortal de nuevo”.
Pero cuando el hombre moderno, perdió la certeza de una vida en el más allá, se lanzó dentro de sí mismo y no del mundo en común. Así, destaca, el hombre moderno “no ganó este mundo cuando perdió el otro”, y solo quedó una “fuerza natural”, la fuerza del propio proceso de la vida, al que todos los hombres y todas las actividades humanas están sometidos.

Ya no es necesaria ninguna de las más elevadas capacidades del hombre para conectar la vida individual a la de la especie, advierte Arendt. Aunque, con un tono levemente esperanzado, afirma que ella no considera que el hombre moderno ha perdido sus capacidades o está a punto de perderlas,pero que lo que observa es quela capacidad para la “acción en conjunto” solo parecen mantenerla en la actualidad los científicos. Dice:
Y, sin embargo, nos advierte:

Finalmente, la autora hace una reflexión sobre el pensamiento y afirma que “todavía es posible”, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política. Porque por desgracia, señala, “y contrariamente a lo que se suele creer acerca de la proverbial e independiente torre de marfil de los pensadores”, no existe ninguna otra capacidad humana tan vulnerable, al punto de que es mucho más fácil “actuar que pensar” bajo un régimen tiránico.
Hacia una conclusión
Finalmente: ¿qué quiso decir, entonces, Hannah Arendt al iniciar su libro recordando el lanzamiento del satélite Sputnik? Sin dudas ha querido que recordemos que “la Tierra es la quintaesencia de la condición humana”, por lo que no tan fácilmente podremos abandonarla sin perder gran parte de lo que nos hace humanos. Por otra parte, nos lo propone como un potente símbolo de un punto de inflexión de la humanidad, en la que cada vez más se amplía la brecha entre el conocimiento y el lenguaje científico que determina nuestras vidas y la capacidad de la ciudadanía para comprenderlo e intervenir activamente en ese destino común.

Por otra parte, en términos generales, Arendt se lamenta en esta obra acerca del hecho de que en el mundo moderno la dimensión pública de la vida haya sido erosionada por el auge del individualismo y la instrumentalización de lo que nos rodea. Considera que el espacio público ha sido invadido por preocupaciones económicas y técnicas, lo que reduce la política a una mera gestión de intereses y necesidades materiales. Y aunque su obra no propone restaurar las instituciones de la antigua Grecia, sí aspira a recuperar algunos de sus principios fundamentales adaptándolos al contexto moderno, a fin de repensar el papel de la acción política en el presente. Por todo esto, entonces, resuena hoy más vigente que nunca el llamado inicial de la autora en este libro: simplemente, “pensar en lo que hacemos”.
Referencias
Arendt, H. (2009). La condición humana. Buenos Aires: Paidós.
Zapata, G. “Elementos para una paideia política en Hannah Arendt” en, Pap. Polít. Bogotá (Colombia), Vol. 15, No. 2, 369-410, julio-diciembre 2010.
De Bruin Kloppers, K. “La analítica de la condición humana en Arendt como crítica de un concepto apolítico de la libertad. Una perspectiva contemporánea”, en Revista Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 40(2), 397-407, 2023.
Arendt, H. La condición humana https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/la-condicion-humana-hannah-arendt.pdf
De Bruin Kloppers, K. (2023). “La analítica de la condición humana en Arendt como crítica de un concepto apolítico de la libertad. Una perspectiva contemporánea”https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/De-Bruin-Kloppers-K.pdf
Garrido Larreguy, F. “Lo social en La condición humanade Hannah Arendt: posibles aperturas políticas” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/Florencia-Garrido-Larreguy.pdf
Sánchez, M.C. “Hannah Arendt: la singularidad humana como efecto de lo político” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/Maria-Cecilia-Sanchez.pdf
Zapata, G. “Elementos para una paideia política en Hannah Arendt” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/Guillermo-Zapata-.pdf
Mapa conceptual La condición humana https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2025/04/Mapa-La-condicion-humana-1.pdf