En esta entrada sobre “La política como vocación”, de Max Weber, nos referiremos a la conferencia brindada por el profesor y sociólogo alemán en Múnich, la tarde del 28 de enero de 1919. Este encuentro era el segundo de un ciclo organizado por la Federación de estudiantes libres de Baviera. La primera disertación también le había sido encomendada a Weber y había tenido lugar en noviembre de 1917, teniendo por tema aquella vez “La ciencia como vocación”.
En ambos casos la palabra “vocación” es muchas veces traducida como “profesión”. Esto se debe a que el vocablo alemán Beruf no es fácil de llevar al español debido a que no tiene un paralelismo exacto en esta lengua. Fue Martín Lutero quien introdujo un nuevo significado a este término al pasar a entenderlo como una actividad laboral o profesional valorada por ser asignada a cada persona por Dios. Beruf es, entonces, tanto “llamamiento” o “vocación” como “trabajo” o “posición que uno ocupa”, su “rol en el mundo”, de modo que se realza aquí la significación religiosa del trabajo cotidiano, así como del cumplimiento de los deberes asociados a él.
“La política como vocación”
Pasando entonces a la conferencia, vemos que Weber la estructuró en dos partes. En una primera parte hablará a los jóvenes de las condiciones externas de la profesión política, comenzando con la propia definición de política y de Estado, pasando luego por su tipología de la dominación, y precisando más adelante lo que considera grados posibles de dedicación a la política para, finalmente, presentar lo que entiende como las cualidades fundamentales del buen político. Por otro lado, en una segunda parte, planteará a los estudiantes nada menos que la cuestión crucial -y muy candente en ese particular momento de Alemania- acerca de la relación entre ética y política.
Política y Estado
Weber comienza la primera parte de su conferencia con una pregunta intrigante: ¿Qué entendemos por política? Y en principio advierte que el concepto es muy amplio y abarca cualquier tipo de actividad directiva autónoma. Pero no es ese aspecto tan amplio en el que se va a centrar aquí sino solamente en analizar a la política entendida como “la dirección o la influencia sobre la trayectoria de una entidad política aplicable en nuestro tiempo al Estado.” A su vez, entiende el Estado moderno como
“Aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio reclama -con éxito- para sí el monopolio de la violencia física legítima.”
En otras palabras, quien hace política aspira al poder como medio para la consecución de otros fines -idealistas o egoístas-, aunque no faltan, dice, quienes buscan el poder “por el poder mismo”, para gozar del sentimiento de prestigio que genera. Así, para Weber el Estado, como todas las asociaciones o entidades políticas que históricamente lo han precedido, es “una relación de dominación de hombres sobre hombres”. Describe entonces el “poder” como el corazón de la política, y no como algo negativo; se trata de una “herramienta” que se puede usar tanto para construir como para destruir. Y esto lo lleva a establecer las que considera las tres formas básicas de dominación ya que quien ostenta el poder, para subsistir en él necesita que los dominados acaten su autoridad.
Formas puras de dominación
En primer lugar, dice Weber, está la legitimidad de la costumbre, es decir, la legitimidad “tradicional”, como la ejercida por los patriarcas y los príncipes del pasado. Es un tipo de autoridad basada en la creencia en el valor de las tradiciones históricas y en el derecho de quienes las han conducido de forma continua. Se fundamenta en la aceptación de normas transmitidas de generación en generación, no por leyes racionales o cualidades personales extraordinarias. La obediencia no es a normas abstractas, sino a la persona que encarna la tradición, como un rey, un patriarca o un señor feudal.
En segundo término, está la autoridad del “carisma” de carácter personal, en cierta forma fuera de lo común, a raíz de ciertas cualidades de liderazgo que ese individuo posee. Esta autoridad carismática, sostiene Weber, es la que detentaron, por ejemplo, los profetas en terreno religioso, y en el ámbito político los grandes demagogos griegos en el pasado o los jefes actuales de los partidos políticos en la actualidad.
Por último, hay una legitimidad basada en la “legalidad”, fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, basada en la obediencia a ellas. Es la forma de dominación que ejerce el moderno “servidor público” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él. Se trata de reglamentaciones impersonales, racionalmente establecidas y aceptadas como legítimas. En este sistema, la obediencia no se da hacia una persona específica o hacia la tradición, sino hacia las leyes, reglamentos o procedimientos que estructuran la autoridad. Se da en presidentes, parlamentos y jueces que tienen autoridad porque sus roles están definidos por constituciones y leyes.
Sin embargo, aclara Weber que estos son “tipos puros” de formas de dominación y que muy raramente se encuentran de ese modo en la realidad; casi siempre se dan combinados entre sí de alguna forma. Además, afirma que cualquier tipo de dominación requiere un determinado aparato administrativo con el que ejercer el poder, y en el Estado moderno lo característico es que sea de tipo burocrático. Es decir, se trata del conjunto de estructuras y procesos administrativos que gestionan las actividades de los organismos e instituciones, integrado por una red de funcionarios y empleados que se encargan de implementar las políticas y procedimientos establecidos siguiendo reglas, normativas y protocolos de manera sistemática.
Pero lo que a Weber le interesa destacar por el momento es que donde mejor se observa la idea de la “política como vocación” es en el liderazgo de tipo carismático, ya que esta figura es vista como la de alguien que está “internamente llamado” a ser “conductor de hombres”, los cuales no le obedecen porque lo mande la costumbre o una norma legal sino porque creen en él, y porque es posible observar que vive apasionado por la tarea, “consagrado a su obra”, y evidentemente, porque posee las cualidades personales que lo convierten en líder.
Insiste Weber en que, históricamente, este tipo de liderazgo se dio en Occidente, primero, en la figura del “demagogo” (dēmagōgos, de dēmos, pueblo y agōgos, líder) de la ciudad-estado. Los demagogos eran oradores o políticos figuras poderosas en la democracia ateniense que debido a su habilidad para la retórica lograban movilizar la opinión pública y ganar el favor del “dēmos”. El ejemplo característico es Pericles, en el siglo V a. C.
Niveles de dedicación a la política
A partir de aquí Weber pasa a referirse a los niveles de dedicación que pueden darse al hacer política. Y habla entonces de políticos “ocasionales”, como los somos todos nosotros cada vez depositamos nuestro voto, por ejemplo, o cuando hacemos un discurso de tono “político” de cualquier tipo o participamos de asambleas con implicancias políticas, etc.
Luego están los políticos “semi-profesionales”, que son los delegados y directivos de asociaciones políticas y que, por lo general, sólo desempeñan estas actividades en casos puntuales, “sin vivir de ellas y para ellas”, ni en lo material, ni en pleno sentido vocacional.
Pero finalmente están los políticos “profesionales”, ante los cuales Weber dice que hay dos formas básicas en que ellos hacen de la política una profesión. Presenta entonces su conocida distinción entre “vivir de” y “vivir para” la política, aunque afirma que generalmente estos factores se dan combinados. Así, vivir para la política significa obtener de ella una satisfacción en un sentido profundamente personal, gozar con el ejercicio de esa actividad y del poder que se ejerce, dándole un sentido a la propia vida al ponerla al servicio de una “causa” que va más allá de uno mismo.
Sin embargo, hay que reconocer que para que alguien pueda vivir solamente para la política -sin necesidad de vivir de ella de algún modo-, necesita ser económicamente independiente. Tiene que tener un patrimonio que le proporcione ingresos suficientes, para no necesitar consagrar su trabajo personal y su pensamiento a obtenerlos ya sea en todo o en parte, afirma.
Pero, por otro lado, si la conducción política es accesible a personas carentes de patrimonio, como ocurre en las democracias contemporáneas, éstas requieren ser indefectiblemente remuneradas. Lo que en absoluto significa, para Weber, que tales personas solo pretendan solventar sus propias necesidades por medio de la política y no piensen de ninguna manera en en “la causa”; sería injusto verlo así. Por lo tanto, puede haber combinaciones legítimas de vivir “para” la política y, a la vez vivir “de” ella. Aunque, evidentemente, también permanentemente se dan casos de aprovechamiento personal de esta última posibilidad, es decir de vivir de la política, en todo tipo de funcionarios, afirma.
Cualidades personales del buen político
Finalmente, tras otra serie de derivaciones y análisis que no es posible desarrollar aquí, Weber pasa a evaluar cuáles son las cualidades personales que le permitan al político estar a la altura del poder que maneja las obligaciones que éste le impone. Y afirma que puede decirse que son tres las cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura.
La pasión, alude, como vimos, a la entrega entusiasta a una “causa”. Sin embargo, para Weber la pasión no convierte a nadie en político, si no pone además toda su responsabilidad al servicio de esa causa. Y para ello se necesita -y ésta es la cualidad psicológica decisiva del político- mesura, entendida como
“la capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas.”
Por el contrario, el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, dice, la muy común “vanidad,” enemiga mortal de toda mesura, porque se trata en este caso de la mesura frente a sí mismo. En otras palabras, para Weber el “ansia de poder” deja de ser positiva, cuando se convierte en una pura “embriaguez personal”.
Relación entre ética y política
Weber llega así a la segunda parte planteada para el desarrollo de esta conferencia donde presenta el último pero crucial tópico de la relación auténtica que existe entre ética y política. Y comienza entonces el análisis de este delicado tema aludiendo en primer lugar a la ética del “Sermón de la Montaña”, esto es, la que denomina la ética absoluta del Evangelio.
Por ejemplo, dice, tomemos el mandamiento evangélico que exige: “Da a los pobres cuanto tienes, todo”. Este mandamiento es incondicionado y unívoco. Sin embargo, el político dirá que éste es un consejo que socialmente carece de sentido mientras no se imponga a todos los que poseen algo. Pero no es eso lo que mandato ético postula, sostiene, y ésa es su verdadera esencia.
Otro mandato nos ordena “poner la otra mejilla”, incondicionalmente, sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Por lo tanto, sin vacilar, Weber afirma que “esta ética es, así, una ética de la indignidad, salvo para los santos.” Y por lo tanto, para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: “has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo.”
Ética de la convicción y ética de la responsabilidad
Nos encontramos en un punto clave de la argumentación de Weber: cualquier acción orientada éticamente puede regirse por dos máximas opuestas. La primera es la ética de la “convicción” (Gesinnungsethik), basada en principios absolutos e ideales inquebrantables. La segunda, es la ética de la “responsabilidad” (Verantwortungsethik), que pone énfasis en las consecuencias de las acciones. Weber sostiene que esta última es esencial en política, donde el idealismo absoluto puede ser desastroso.
De este modo, en el ámbito político estas dos éticas están en constante tensión. El buen político debe reconocer esta diferencia y actuar en consecuencia, ya que su ethos afecta de manera directa la práctica política. En otras palabras, según esta distinción, los criterios éticos pueden ser idealistas, basados en principios y valores incondicionales, o realistas, enfocados en la realidad concreta, como lo proponía Maquiavelo. Así, para Weber, aplicar la ética de la convicción no es irresponsable si se limita al ámbito religioso, donde las convicciones absolutas son pertinentes. Sin embargo, extrapolar esta ética a otros campos, como el político, resulta problemático. En la política -marcada por luchas de poder e ideales en conflicto-, guiarse por convicciones absolutas es incompatible con la complejidad del mundo real. En sus palabras, “no es coherente con la realidad de nuestro mundo”.
El Gran Inquisidor
Weber alude en este punto al relato de El gran Inquisidor, de Dostoievski, quien narra que, en la Sevilla del siglo XVI, Jesús reaparece entre la gente, que lo reconoce de inmediato, lo sigue con entusiasmo y se asombra de sus milagros. Sin embargo, su regreso pronto es percibido como una amenaza para la autoridad de la Iglesia, y el Gran Inquisidor, un poderoso cardenal de la Inquisición española, ordena su arresto y encarcelamiento. El Gran Inquisidor reprocha a Jesús por haber otorgado a la humanidad la libertad de elegir entre el bien y el mal, considerándola una carga insoportable para la mayoría. Según él, esta libertad condena a los seres humanos a la angustia y la miseria, de las que solo la Iglesia puede rescatarlos, ofreciéndoles consuelo y seguridad a través del control y la obediencia.
Ante estas acusaciones, Jesús permanece en silencio. Su única respuesta es un beso al Inquisidor, un gesto que encarna la compasión y el amor incondicional, en marcado contraste con el pragmatismo frío y calculador del cardenal. Este último simboliza una perspectiva de poder que prioriza la estabilidad y el bienestar general por encima de los ideales “puros”. En el relato, Jesús representa la ética de la convicción, un idealismo absoluto que coloca los principios de libertad y amor por encima de cualquier consecuencia. Por su parte, el Gran Inquisidor personifica la ética de la responsabilidad, que justifica decisiones pragmáticas en función de sus resultados, aunque ello implique sacrificar ideales elevados.
Desde una lectura weberiana, entonces, el relato ilustra la tensión entre estas dos éticas. Para Weber, la ética de la convicción, basada en principios inquebrantables, es inspiradora, pero en el ámbito político puede resultar peligrosa o ineficaz. Esto se debe a que no toma en cuenta las consecuencias prácticas de intentar imponer ideales elevados en un mundo intrínsecamente imperfecto y no racional.
En contraste, la ética de la responsabilidad toma en cuenta las consecuencias previsibles de las acciones. Esta ética, mundana y pragmática, exige a los actores políticos considerar los problemas reales del mundo, donde los fines deseables a menudo requieren medios moralmente cuestionables. Por ejemplo, lograr la paz puede implicar ocultar la verdad o mentir; incluso impulsar guerras, con sus respectivas consecuencias colaterales negativas. A pesar de estos dilemas, Weber afirma que la ética de la responsabilidad es la más adecuada para la política, ya que permite adaptar las acciones a las circunstancias concretas.
La compleja relación de fines y medios en política
Weber aborda, entonces, el núcleo del problema al señalar que la política, basada en el uso del poder y la violencia, genera profundas tensiones y paradojas morales entre los medios empleados y los fines perseguidos. La violencia, como medio específico de la política, es moralmente problemática porque alcanzar fines buenos suele requerir, en muchos casos, recurrir a medios éticamente cuestionables o arriesgados.
Por eso, para Weber, ninguna ética puede establecer con precisión cuándo los medios moralmente dudosos o sus consecuencias colaterales quedan “justificados” por un fin moralmente deseable, por lo que en el ámbito político, donde la violencia legítima está en manos del Estado y de políticos profesionales, estas tensiones son inevitables. Quien decide utilizar la violencia como herramienta política acepta también las consecuencias inherentes a su uso. Por ello, Weber subraya que sería irresponsable ignorar esta reflexión, especialmente para quienes ejercen el poder.
En ambos extremos, entonces, los actores políticos pierden la capacidad de dar sentido a sus acciones. Si solo prima la responsabilidad, ésta se convierte en un fin vacío; si solo dominan los valores, los actores se transforman en meros instrumentos de estos. Así, se ha dicho que “las responsabilidades sin convicciones son ciegas, y las convicciones sin responsabilidades, vacías”.
Por eso Weber reconoce que la ética de la responsabilidad no basta por sí sola para guiar la acción política. Esta requiere también pasión y mesura, cualidades que, junto con el sentido de la responsabilidad, son indispensables para un auténtico líder político. Según Weber, “nada tiene valor para el hombre si no puede hacerlo con pasión”. Estas tres virtudes -pasión, responsabilidad y distanciamiento- no son fáciles de encontrar en una misma persona, pero son esenciales para quien tiene Beruf (vocación) para la política.
Weber concluye, así, que estas dos éticas son complementarias. Solo cuando se integran pueden formar al político auténtico, ya que sin esta complementariedad, surgen dos riesgos: por un lado, la acción política sin valores que la orienten conduce al desconcierto y la desorientación; pero por otro, una política dominada por convicciones absolutas puede derivar en fanatismo, donde los ideales se convierten en tiránicos.
Pluralismo de valores y conciencia trágica
Para Weber el mundo moderno, racionalizado y secularizado, presenta dos características que chocan con la lógica de la ética de la convicción. Por un lado, el pluralismo de valores, que no puede resolverse mediante criterios científicos; y, por otro, la falta de un “sentido objetivo” o una “racionalidad moral” en el mundo. En este contexto, la ética de la convicción, fundamentada en juicios absolutos y sin consideración de las consecuencias, se muestra inapropiada para la política.
Weber concluye, así, su reflexión señalando que todas las tradiciones religiosas han intentado responder, de una forma u otra, a la irracionalidad del mundo. Si un Dios supremo y bondadoso creó este universo, ¿cómo explicar que lo bueno no siempre genera el bien y lo malo no necesariamente trae el mal? De hecho, con frecuencia sucede lo contrario. Ignorar esta realidad en el ámbito político, según Weber, es mantener una concepción infantil de la vida.
Además, las distintas éticas religiosas han tenido que adaptarse a la coexistencia de múltiples sistemas de valores y creencias. Un ejemplo claro lo ofrece el politeísmo helénico, donde los griegos aceptaban los conflictos entre sus dioses, como los enfrentamientos entre Afrodita y Hera o entre Apolo y Dionisio. En ese contexto, el destino trágico de los dioses reflejaba una comprensión profunda de las contradicciones inherentes a la existencia humana.
Para Weber, los políticos, ya sean profesionales o aspirantes a serlo, deben asumir esta misma conciencia trágica. Ser un actor político significa enfrentarse a paradojas morales constantes, sabiendo que no hay una fórmula universal para decidir cuándo actuar según la ética de la responsabilidad y cuándo según la ética de la convicción. Subraya, así, que la política exige una mezcla peculiar de idealismo y pragmatismo, una voluntad inquebrantable para intentar lo imposible, aun sabiendo que el mundo puede ser necio o abyecto. Es aquí donde la vocación política encuentra su verdadera prueba: en el “sin embargo” de quien no se doblega ante la adversidad. Como afirma Weber:
“Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible.”
“Únicamente quien está seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él está ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de oponer un «sin embargo»; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar su «vocación para la política».”
En definitiva, Weber nos recuerda que la política es un arte complejo, en el que los ideales conviven con la dura realidad, y donde la auténtica vocación no se mide solo por la eficacia, sino por la capacidad de mantener viva la convicción y la responsabilidad, incluso frente a las contradicciones más profundas que caracterizan a la vida humana.
Referencias
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Weber, M. “La política como vocación”, en El político y el científico https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/El-politico-y-el-cientifico-1.pdf
Weber, M. “La política como profesión” (Edición de Joaquín Abellán) https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/max-weber-La-politica-como-profesioncomo-profesic3b3n-1.pdf
Abellán, J. Estudio preliminar a “La política como profesión” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Estudio_preliminar_a_Max_Weber_La_politi.pdf
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Abellán, J. “Max Weber en la evolución del liberalismo alemán” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Max_Weber_en_la_evolucion_del_liberalism.pdf
Mansuy, D. “Ramond Aron, Lector de Max Weber. Una herencia crítica” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Mansuy-D.-Aron-y-Weber.pdf
Hennis, W. “El problema central en Max Weber” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Hennis-ElProblemaCentralDeMaxWeber-26742.pdf
Mapa conceptual: “La política como vocación” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/11/Mapa-conceptual-La-politica-como-vocacion.pdf