En esta entrada recorremos los momentos centrales de la Ética Nicomáquea de Aristóteles, obra en la que este filósofo griego, uno de los pilares de la cultura occidental, desarrolla de la manera más precisa y detallada su propia interpretación del fenómeno moral. Según se admite en la actualidad, el nombre de este escrito se debe a que fue Nicómaco, su hijo, el corrector y editor del trabajo de Aristóteles, quedando descartado que se haya tratado de una dedicatoria, tal como hacen suponer las equívocas traducciones de Ética a Nicómaco o Ética a Eudemo.
La Ética de Aristóteles es uno de los primeros análisis de lo que es posible denominar la “estructura del comportamiento humano”. El filósofo ve allí al hombre como productor de un “obrar” que no queda plasmado, como en el caso del arte y la técnica, en un producto exterior, sino en un comportamiento moral, la praxis. En ella el lógos, la razón, cumple un papel central, fundamento de virtudes que, a su juicio, constituyen el factor clave en la búsqueda humana de la felicidad.
La clasificación aristotélica de los saberes
No obstante, antes de pasar a analizar los principales pasajes de la Ética Nicomáquea, se hace necesario realizar un breve rodeo para ubicar esta cuestión en un marco más amplio, que nos revele de qué tipo de “saber” estamos hablando cuando nos referimos al saber moral.
El propio Aristóteles realiza una clasificación de los saberes, influyente aun en la actualidad, en la que distingue entre dos tipos básicos de objetos de estudio. Tales objetos, nos dice, pueden ser, o bien “entes cuyos principios no pueden ser de otra manera”, como de la metafísica, la física y las matemáticas, o bien entes cuyos principios sí “pueden ser de otra manera”, como todo lo que ocurre en torno de la acción humana.
Con respecto al primer tipo de seres, afirma Aristóteles que a la razón sólo le cabe contemplarlos, conocerlos. De manera que a esta clase de conocimiento lo denomina “teórico” (del griego theorein: ver, contemplar). Se trata de saberes descriptivos de los aspectos universales y necesarios de lo real, ajenos a la voluntad humana.
Por su parte, sobre la acción que sí puede ser de otra manera, se dan otros dos tipos de saberes. Por un lado, el saber dirigido a orientar la acción al que denomina “poiético” (del griego poiein: hacer, fabricar, producir) que es aquél que sirve de guía para dirigir la elaboración de algún producto, de alguna obra externa a la acción, ya sea algún artefacto útil, como construir una rueda o tejer una manta, o simplemente un objeto bello como una escultura, una pintura o un poema, los objetos de arte en general. Los saberes poiéticos, entonces, a diferencia de los saberes teóricos, no describen lo que existe, sino que tratan de establecer normas, cánones y orientaciones sobre cómo se debe actuar para obtener el fin deseado.
Diferencias entre saber práctico (o moral) y saber poiético (o técnico)
Presentar en mayor detalle las diferencias entre saber moral y saber técnico puede resultar útil para entender mejor la naturaleza del saber práctico. En primer lugar, moral y técnica se diferencian en cuanto a los fines, ya que en el caso de la técnica, en la producción de un objeto, el fin es distinto de la acción por la cual se consigue, mientras que el fin de la acción es ella misma: la buena actuación es, en sí misma, un fin. Una cosa es, entonces, producir objetos bellos o útiles, y otra, actuar bien.
Por otro lado, mientras el técnico es el hombre hábil, que domina el arte de aplicar los medios oportunos a un fin que persigue, sea o no bueno, el sabio moral, el prudente, es el que delibera sobre los medios, pero para conseguir un fin bueno.
Ética y Moral
Pero, entonces: ¿por qué hablamos por momentos de “moral” y por momentos de “ética”? ¿Son lo mismo? Se hace necesario establecer aquí unas cuantas precisiones. La palabra “ética” proviene del griego ethos, que significaba originariamente “morada”, “lugar en donde vivimos”. Así era entendido el término, por ejemplo, en las epopeyas homéricas. Esta significación alude a la adhesión a lo propio, a lo íntimo, lo endógeno: aquello “de donde se sale” y “adonde se vuelve”, y más adelante aludirá a aquello de donde salen los propios actos, la fuente de tales actos.
Posteriormente el término fue evolucionando y, surge ya una dificultad, dado que en griego existen dos términos, ηθος con eta y εθος con épsilon, cuyos sentidos, aunque mutuamente vinculados, no son equivalentes. Ambas pueden traducirse, en un sentido muy básico, como “costumbre”, pero en ηθος, con eta, es mayor la connotación moral y se lo suele entender como carácter. Se alude así a aquello que es lo más propio de una persona, de su modo de actuar en relación con las normas de la comunidad. Puede ayudar a comprender el concepto la idea de la “forja del carácter”.
El otro vocablo, εθος con épsilon tiene en cambio el significado de costumbre, entendida como “hábito”. Y en ese sentido se sugiere que ambos términos están vinculados, dado que el carácter se forma a través del hábito. Pero en definitiva, ethos, remite, en su sentido más básico, a costumbres es decir, determinados códigos de normas, sistemas de valores y, en general, de concepciones sobre lo que es aceptado y lo que no lo es en una determinada comunidad.
Del mismo modo, el término “moral” procede del latín “mos, moris”, con la misma evolución en su significación básica. De manera que “ética” y “moral” confluyen etimológicamente en un significado casi idéntico.
Sin embargo, en la actualidad, por convención, en general se destina el término moral, para el nivel de reflexión que pertenece al mundo de la vida, es decir, la “moral vivida” -en términos del filósofo J. L Aranguren-, mientras que el término Ética se reserva para el saber de expertos, como lo es la filosofía, nivel que es entendido como “moral pensada”. En suma, en general hay acuerdo en que la Ética es la disciplina filosófica que tiene por objeto de estudio el fenómeno de la moralidad.
A partir de allí, se puede observar claramente que hay una pluralidad de códigos morales en el tiempo y el espacio; este es un hecho de experiencia que puede ser siempre corroborado. Y es de ese hecho que suele surgir el relativismo ético, postura que, en realidad, puede ser entendida como la confusión entre la “vigencia” y la “validez” de las normas o principios. Quienes advierten esto, admiten que tal pluralidad puede ser también el detonante de la reflexión ética racional, de la aplicación de la razón a la consideración de los problemas normativos y, en suma, de la “tematización del ethos”, a fin de distinguir entre lo meramente vigente en una comunidad, y lo éticamente válido.
Dicho en otros términos, llamamos “moral” a ese conjunto de principios, normas y valores que cada generación transmite a la siguiente en la confianza de que se trata de un buen legado de orientaciones sobre el modo de comportarse para llevar una vida buena y justa. En tanto llamamos “Ética” a la disciplina filosófica que constituye una reflexión de segundo orden sobre los problemas morales. La pregunta básica de la moral sería entonces “¿qué debemos hacer?”, mientras que la cuestión central de la Ética pasa a ser “¿por qué debemos?”, es decir, “¿qué argumentos avalan y sostienen la validez del código moral que estamos aceptando como guía de conducta?”
La concepción teleológica en Aristóteles
Estamos ahora, entonces, en condiciones de volver a la Ética Nicomáquea para averiguar cómo ve el propio Aristóteles, las cuestiones centrales del fenómeno moral. En el Libro I de esta obra fundacional nos dice que
“Todo arte, toda investigación e, igualmente, toda acción y toda libre elección parecen tender a algún bien, por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden.”
Es decir, Aristóteles piensa toda la naturaleza de manera finalista, teleológica (del gr. télos: fin) . Todas las cosas tienen un fin, un propósito, una “causa final”, entendida como aquello por lo que se hace algo. Para Aristóteles el fin de la lluvia, por ejemplo, su télos, es regar la tierra. El de una semilla, llegar a desarrollarse como una determinada planta. Ahora bien, esta teleología vale también, para la acción del ser humano. El hombre continuamente obra, realiza acciones. Y lo que hace, lo hace porque lo considera un “bien”, porque de lo contrario no lo haría. Otra cosa es que se equivoque, y que lo que considera un “bien” sea un mal.
Pero ocurre que hay bienes que no son nada más que “medios” para lograr otros, como, por ejemplo, el trabajar puede ser medio para obtener dinero, a fin de sobrevivir. Aristóteles destaca además que, como hay muchas acciones, artes y ciencias, muchos son también los fines. Por ejemplo, el fin de la medicina es la salud, el de la construcción naval, el navío, el de la estrategia, la victoria, el de la economía, la riqueza. Y, a su vez, hay otros bienes que, en cambio, los consideramos “fines en sí mismos”, como, por ejemplo, la diversión o entretenimiento, o las artes, e incluso las ciencias, cuando se las ejerce por el puro placer de involucrarse en esas actividades.
La eudaimonía como Fin Último
Sin embargo, Afirma Aristóteles que, si de las cosas que hacemos hubiera algún fin que queramos realmente por sí mismo, y todas las demás cosas a causa de él, resulta evidente que este fin sería lo verdaderamente “bueno” y lo “mejor”. Por lo tanto el conocimiento de ese bien es fundamental en esta investigación. Y, en una de las analogías más célebres de la historia de la filosofía, dice el filósofo que ocurre aquí como con aquellos arqueros que “apuntan a un blanco”, dado que, si como ellos, tenemos bien claro cuál ese blanco, estaremos en mejores condiciones de acertar en alcanzarlo.
Afirma Aristóteles que en la palabra todos coinciden, porque tanto “el vulgo” como “los cultos” dicen que es la “felicidad”, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre qué sea en concreto la felicidad discuten, y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Por eso dice Aristóteles que no debe extrañarnos que los hombres habitualmente determinen el bien y la felicidad partiendo de los diversos géneros de vida que observan en su comunidad.
Los que Aristóteles destaca son tres: el vulgo y los más groseros, nos dice, identifican la felicidad con la vida de placeres –hedoné– y, por eso, la generalidad de los hombres se muestran del todo serviles al preferir una “vida de bestias”, interpretando que una vida meramente de placeres es una vida puramente animal. Pero hay una razón más para rechazar el mero hedonismo. Y es que en este género de vida dependemos del objeto del placer, estamos atados -y en los casos extremos esclavizados- a ese tipo de objetos, y eso nos aleja de la independencia, de la autarquía que, supuestamente nos debe ofrecer el fin último.
En segundo lugar está la vida política ya que los mejor dotados y los activos creen que el bien son los honores, pues tal es, ordinariamente, el fin de la vida política. Pero Aristóteles señala que tampoco en este caso se alcanza la autarquía, la autonomía completa, en ese tipo de vida, puesto que los honores no dependen de nosotros, sino de los demás, de los que nos los otorgan, y que, así como los otorgan, los pueden también quitar, mientras que el bien que buscamos es algo propio y difícil de arrebatar. Y, en tercer lugar, está la vida contemplativa, es decir la vida de tipo teórico a la que aludíamos al comienzo de nuestro análisis, que Aristóteles afirma que será analizada más adelante.
Finalmente, le dedica una mención a la “vida de negocios”, y afirma que es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, dado que es útil en orden a otra cosa, es meramente un medio, por lo que no puede ser el fin último sobre el que estamos investigando.
Pero entonces, en este punto de la argumentación, ¿cómo dirimir esta cuestión?, ¿cómo encontrar el tipo de vida que nos llevará a la felicidad? Aristóteles señala que la única manera de llegar a saber cuál es el fin último del ser humano es analizar cuál es la función que le es propia, el telos al que está destinado.
Es que, según él lo ve, en el caso del flautista, de un escultor y de todo artesano, y en general, de los que realizan alguna función o actividad, parece que lo bueno y el bien están en la función, así también ocurre, sin duda, en el caso del hombre, si hay alguna función que le es propia. ¿Y cuál puede ser, entonces, esa función?
Aristóteles recorre aquí los tres tipos de “alma”, o principio de vida que caracterizan a los seres vivos. En primer lugar, está el mero vivir, que en efecto parece también común a las plantas, caracterizado por la nutrición y el crecimiento, en tanto que aquí estamos buscando lo propio de los seres humanos. Sigue después la vida sensitiva, de los seres que sienten placer y dolor, pero parece que también ésta está en común con los animales, como el caballo, el buey y todos los animales. Resta, entonces, nos dice, cierta actividad propia del ente que tiene razón, lógos, racionalidad.
Por lo tanto, deduce de esto que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma, y unas acciones razonables, pero no de cualquier manera, sino durante una vida entera. Así, dice célebremente aquí:
“Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante (bastan) para ser venturoso y feliz.”
Como vemos, esta posición de Aristóteles se deriva de su concepción esencialista acerca de la naturaleza humana, la idea de que de que la razón es exclusiva de los seres humanos, y lo que lo distingue de todos los demás seres vivos. A lo que agrega:
“Y así como en los Juegos Olímpicos no son los más hermosos ni los más fuertes los que son coronados, sino los que compiten (pues algunos de éstos vencen), así también en la vida los que actúan rectamente alcanzan las cosas buenas y hermosas; y la vida de éstos es por sí misma agradable. (…) Así la vida de estos hombres no necesita del placer como una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí misma.”
La prosperidad
No obstante, Aristóteles destaca que este actuar virtuoso, que evidentemente constituye la condición necesaria para la felicidad, seguramente no será suficiente. Alude, así, a que la felicidad necesita también de los bienes exteriores, porque es imposible o no es fácil hacer el bien, nos dice, cuando no se cuenta con recursos.
La virtud, entonces, no garantiza una vida buena; es necesaria, pero no suficiente, para el florecimiento. La mayor parte de los éticos contemporáneos coinciden con Aristóteles en esto: una desgracia puede dañar a una vida de tal modo que la haga poco envidiable. Si una persona virtuosa pierde su familia en una guerra o por una enfermedad, o cae presa de falsos rumores, o de una deuda aplastante, o una herida incapacitante, entonces, no importa cuán virtuosa sea, resulta evidente que no podrá alcanzar una verdadera felicidad.
Las virtudes éticas y dianoéticas
Una vez reconocido este aspecto, Aristóteles insiste, sin embargo, en que la felicidad tiene como condición necesaria la virtud, (areté) término que significa “excelencia”, y alude a la perfección de la función propia de algo o alguien. En el caso de los seres humanos, dice, la virtud se obtiene través de cierto aprendizaje o ejercicio, de modo que la felicidad, que se obtiene en ella es algo divino y venturoso.
Por eso afirma que, en rigor, no llamamos “feliz” al buey, ni al caballo, ni a ningún otro animal, porque ninguno de ellos es capaz de participar de esa clase de actividad. Más aun, por la misma causa, señala, “tampoco el niño es feliz”, pues no es capaz todavía de tales acciones por su edad, y porque alcanzar la felicidad lleva toda una vida.
Ahora bien, Aristóteles precisa, a partir de aquí, que llamamos “virtud humana” no a la del cuerpo, sino a la del alma. Y dado que la felicidad es una “actividad del alma” se hace necesario conocer cómo está compuesta. Así, afirma que una parte del alma es “irracional” y otra “racional”. Y que lo irracional, a su vez se subdivide en una parte vegetativa, un principio vital que, como vimos, tiene que ver con la nutrición y del crecimiento, y que no participa en absoluto de la razón, en tanto la otra parte del alma irracional sí participa, de alguna manera, de la razón. A esta parte la denomina la parte apetitiva – en relación a los apetitos- , y en general desiderativa -aludiendo a los deseos-.Y afirma que esta parte es susceptible a las advertencias, censuras y exhortación, por lo que accede, de algún modo a la razón, toda vez que capaz de escucharla “como a un padre”.
Definición de “virtud moral”
Es en el Libro II de su Ética Nicomáquea en el que Aristóteles ofrece su conocida definición de virtud moral. Se anticipa a esta definición cuando afirma que, así como nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara, es practicando la justicia como nos hacemos justos; y practicando la moderación, moderados. De este modo, la virtud tiene que ver con “pasiones” y “acciones” que deberán ser realizadas de cierta forma para ser consideradas virtuosas. Dice Aristóteles sobre la virtud moral:
“Es, por tanto, la virtud, un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente. Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y sobrepasar, en otro, lo necesario en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio.”
En primer lugar, entonces, para que haya valor moral en una persona, sus actos tienen que ser resultado de una elección, es decir, tienen que ser actos libres. Esto se debe a que sólo se alaba o censura las acciones voluntarias.
En segundo lugar, se trata de un hábito, porque no basta con que una persona, en un caso dado, haya elegido lo debido para que la consideremos virtuosa. La virtud es cuestión de práctica, de ejercicio, por lo que Aristóteles dice que es cierta manera de obrar constante, que se ha hecho costumbre en nosotros. Luego precisa que tal hábito de elección se halla en una posición intermedia. Porque ocurre que en las acciones puede haber exceso, defecto y término medio, y en elegir el término medio reside precisamente la virtud.
Por último dice Aristóteles que ese término medio, establecido por la razón, debe ser buscado tal como lo haría en cada alguien prudente, dotado de buen sentido moral. Con esto quiere significar que no hay una especie de regla o norma matemática que nos permita determinar, en general y abstractamente, cuál sea el término medio.
“Por todo ello, es tarea difícil ser bueno, pues en todas las cosas es trabajoso hallar el medio; por ejemplo: hallar el centro del círculo no es factible para todos, sino para el que sabe…”
“…así también el irritarse, dar dinero y gastarlo está al alcance de cualquiera y es fácil; pero darlo a quien debe darse, en la cantidad y en el momento oportuno y por la razón y en la manera debidas, ya no todo el mundo puede hacerlo y no es fácil; por eso, el bien es raro, laudable y hermoso.”
Pero entonces Aristóteles vuelve su análisis aún más sutil cuando señala no solo que debemos apartarnos de los extremos, sino considerar también que de los dos extremos, uno suele ser “más erróneo” y “el otro menos”. Más aún, tiene una visión muy concreta de las cosas, y sabe que el término medio no puede ser siempre el mismo, sino que depende de las circunstancias y de la persona del caso, y de los extremos de que se trata, por eso afirmó en su definición que el término medio es “relativo a nosotros”.
De este modo, por ejemplo, debemos advertir que hay cosas hacia las que somos más inclinados por naturaleza que hacia otras. Esto lo sabemos por el placer y el dolor que sentimos ante ellas. Entonces, dice, debemos “tirar de nosotros mismos” en el sentido contrario de lo que nos resulta más afín “porque apartándonos lejos del mayor error” llegaremos más correctamente al término medio, “como hacen los que quieren enderezar las vigas torcidas”. Esto, sin duda, es difícil, nos dice, y especialmente, decidirlo en los casos concretos, porque, por ejemplo,
“…no es fácil especificar cómo, con quiénes, por qué motivos y por cuánto tiempo debe uno irritarse; dado que nosotros mismos unas veces alabamos a los que se quedan cortos y decimos que son apacibles, y otras a los que se irritan y les llamamos viriles.”
Tales cosas son relativas a la persona en cuestión y a la circunstancia que está viviendo, por lo que es frente a ellas que resulta valioso haber alcanzado un criterio moral que necesitó de experiencia y tiempo de vida para desarrollarse.
El criterio de la “acción correcta”
La Ética Nicomáquea, escrita cerca de 2400 años atrás, ha tenido la mayor influencia en la tradición occidental, y permanece como inspirando gran parte de la reflexión ética de la actualidad.
La “ética de la virtud” insiste hoy en que entendemos la acción correcta por referencia a lo que una persona virtuosa, característicamente, haría. En otras palabras, para esta línea de reflexión moral un acto es moralmente correcto simplemente porque es el que una persona de carácter virtuoso haría en esa situación. Esta persona es un modelo moral -alguien que da el ejemplo, y sirve como referente para los demás-.
Al comienzo de la Ética Nicomáquea Aristóteles advierte que no se puede pretender el mismo grado de precisión en todas las áreas de estudio, y sugiere que la moralidad carece de reglas y métodos de pensamiento que sean tan precisos como, por ejemplo, los de las matemáticas. Cuando se trata de la moralidad, debemos contentarnos con principios generales que nos permitan hacer excepciones.
Y las reglas, por supuesto, algunas veces entran en conflicto entre sí, de modo que lo que necesitamos, en todos los casos, es algún tipo de sensibilidad moral para dirimir entre ellas, dado que, aunque se trate de un terreno impreciso, eso no significa admitir que en un caso determinado unas posiciones sean tan buenas como otras. La sabiduría moral es una forma de “saber cómo” que requiere mucho entrenamiento y experiencia, madurez emocional, y una gran cantidad de reflexión y entrenamiento.
Y, tal como Aristóteles lo entiende, a diferencia de la persona con poca fuerza de voluntad o de aquel que se esfuerza por controlar sus impulsos inapropiados, la persona moralmente sabia hace lo correcto con entusiasmo. Está relativamente libre del conflicto interior y siente placer de hacer lo correcto. En la actualidad, los éticos de la virtud, siguiendo su postura, coinciden en que el entendimiento moral puede ganarse a través del entrenamiento, la experiencia y la práctica. La virtud no es innata, lleva tiempo adquirirla, y eso también involucra el tipo correcto de ambiente y de maestros.
Por otra parte, Aristóteles pensaba que, si somos virtuosos o no, es parcialmente una cuestión de “suerte moral”. Nuestra crianza juega un rol crucial en si seremos capaces de ser virtuosos y, obviamente, nosotros no controlamos el ambiente en el que nacemos. Si tenemos suerte, tendremos padres y maestros sabios, comprometidos en guiarnos por el camino de la virtud. Pero muchos de nosotros podemos no ser tan afortunados y carecer de la oportunidad para desarrollar virtudes.
En suma, para Aristóteles, el objetivo último de la educación moral es hacernos mejores personas. Una mejor persona es una persona más virtuosa -alguien que tiene más coraje, es más justo, moderado y sabio, entre otras cosas; y una virtud es un rasgo de carácter, no es un mero hábito, o una tendencia a actuar de cierta forma. Los hábitos no definen a una persona; los rasgos de carácter sí.
La vida contemplativa como la vida “más feliz”
Tal como adelantó en el Libro I, Aristóteles desarrollará en el libro X, su justificación de por qué la vida más feliz -en la medida en que permite desarrollar el factor esencial del ser humano, la razón-, es la contemplativa. Sin embargo, no ignora que ningún hombre puede vivir una vida pura y exclusivamente contemplativa, ya que siempre hay otras necesidades que lo requieren. Admite, así, que una vida puramente teorética es, posiblemente, “superior a la humana”, y que constituye sólo un ideal para el hombre, porque en ella éste no viviría tanto en cuanto hombre, sino en cuanto que hay en él “algo divino”.
Para todos los demás, quizás los no tan privilegiados de poder dedicarse de manera excluyente a esa tarea, queda el ejercicio de la virtud moral, de la excelencia en su forma de actuar, y en el rol que su sociedad le tenga reservado. Excelencia que, aunque no persiga inicialmente el placer, en el caso del verdaderamente virtuoso encontrará – Aristóteles no duda al respecto- el placer en sí misma.
Esto no significa que la concepción ética artistotélica sea de tono individualista. Como vimos, la práctica de la virtud requiere, para él, imprescindiblemente, de una buena educación desde una edad temprana en el seno de la comunidad, en la que participan desde los padres en la vida familiar hasta la buena legislación. No otra cosa explica que ya desde el comienzo mismo de la Ética Nicomáquea haya dejado en claro el objetivo integral que persigue, en el que ética y política se articulan:
“Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para ciudades.”
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