J. P. Vernant: “Del mito a la razón”

Jean-Pierre Vernant es un antropólogo e historiador francés, destacado por sus estudios en torno a los orígenes del pensamiento griego. Precisamente, este capítulo VII, titulado “Del mito a la razón”, pertenece a su libro Mito y pensamiento en la Grecia antigua, publicado en 1965, tres años después de su otra obra central: Los orígenes del pensamiento griego, publicada en 1962.

Mito y pensamiento en la Grecia antigua es, en realidad, una compilación de textos que dan forma a siete capítulos, los primeros de los cuales se titulan “Estructuras de mito”, “Aspectos míticos de la memoria y del tiempo”, “La organización del espacio”, “El trabajo y el pensamiento técnico”, “La categoría psicológica del doble” y “La persona en la religión”, muy especializados en la temática específica del mito, por lo que el capítulo que analizamos aquí es el que se volvería el más difundido de este libro.

Jean Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua

Es interesante notar que, en la Introducción, dice Vernant que existe una “última razón” que orienta hacia la antigüedad clásica al “historiador del hombre interior.” El hecho de que, en el espacio de algunos siglos, Grecia vivió, dentro de su vida social y espiritual, transformaciones decisivas.

Estas innovaciones, dice, en todos los dominios, marcan un cambio de mentalidad profundo. Del homo religiosus de las culturas arcaicas, hacia hombre político y razonable, se da casi una la “mutación”, que cambia todas las funciones psicológicas de este hombre de la antigüedad.

Sus modos de expresión simbólica y manejo de signos, su consideración del tiempo, del espacio, de la causalidad, su concepción de la memoria, de la imaginación, la organización de sus actos, su voluntad, su idea de la persona, todas estas categorías mentales se encuentran “transmutadas”, dice Vernant. Es, entoncces, sobre esa evolución que va a hablar el autor en este último capítulo, en el que se podría decir que llega a sus conclusiones.

“Del mito a la razón”

Vernat comienza este capítulo señalando que John Burnet – un filólogo clásico escocés, del siglo XIX y comienzos del XX-, afirmaba una opinión común en su tiempo cuando señalaba, en su libro Early Greek Philosophy , del año 1892: “Los filósofos jonios han franqueado la vía que la ciencia, a partir de este momento, no ha tenido más que seguir”.

Los filósofos jonios son los, así llamados después, presocráticos, también llamados físicos, que habitaron en la ciudad griega de Mileto en Jonia, Asia menor, como Tales, Anaximandro y Anaxímenes.

Según Burnet, el nacimiento de la filosofía en Grecia habría determinado, a partir de allí, los inicios del pensamiento científico; y, se podría decir, del pensamiento sin más. En la escuela de Mileto, según este autor, por primera vez, “el logos se habría liberado del mito”. Se hace necesario entonces clarificar estos dos conceptos centrales del capítulo:

Como sabemos, por mito se entiende una “narración maravillosa”, “relato”, “cuento”, que expresa las ideas ancestrales de un pueblo acerca del mundo en que vive. Tales relatos están protagonizados por dioses, héroes o personajes fantásticos, y están ubicados fuera del tiempo histórico,  en un tiempo fundacional, imposible de precisar.

A través de estos mitos, los pueblos, las culturas, se explican a sí mismos el origen y razón de ser de todo lo que los rodea. Por ejemplo, ciertos mitos narran el origen del mundo (cosmogonías), de los dioses (teogonías), del hombre en la Tierra (mitos antropogónicos), de la fundación de las culturas y las naciones (mitos fundacionales), de los seres, las cosas, las técnicas y las instituciones (mitos etiológicos), así como sobre el origen del bien y el mal (mitos morales) y relatos asociados con la idea del fin del mundo (mitos escatológicos).

Por su parte, logos es una palabra griega que tiene múltiples matices de significado, pero que, en grandes rasgos, significa “la palabra en cuanto meditada, reflexionada o razonada”. También “habla”, “palabra”, “razonamiento”, “argumentación”, “discurso”,  “instrucción”.

J. Paul. Vernant: “Del mito a la razón”

Asimismo, puede ser entendida como: “inteligencia”, “pensamiento”, “sentido”, “estudio de”, como en las ciencias que conocemos. Entonces, si volvemos a Burnet, vemos que este autor con su afirmación: “Los filósofos jonios han franqueado la vía que la ciencia, a partir de este momento, no ha tenido más que seguir”, está sosteniendo una posición muy radical.

Estaría indicando que, más que de un cambio de actitud intelectual gradual, de una mutación mental en el tiempo, se trata de una revelación decisiva y definitiva, en un período muy corto: el “descubrimiento de la razón”. Es por lo que resulta vano, según Burnet, escudriñar en el pasado los orígenes del pensamiento racional. El verdadero pensamiento no podría tener otro origen que él mismo.

Tal es el sentido de su célebre alusión al “milagro griego”: a través de la filosofía de los jonios, habría surgido la “Razón intemporal”. Así, según Burnet, este  “advenimiento del logos” introduce en la historia una discontinuidad radical. La filosofía habría venido al mundo “sin pasado, sin padres, sin familia; sería un comienzo absoluto”.

Por esto mismo, el hombre griego se encuentra, desde esta perspectiva, elevado por encima de todos los otros pueblos, predestinado. En él, el “logos se hace carne”. Y, evidentemente, si ha inventado la filosofía, dice Burnet, es en razón de sus “cualidades de inteligencia excepcionales” que quedan de manifiesto en dos rasgos principales: e l espíritu de observación y el poder de razonamiento.Y continúa Burnet sosteniendo que, más allá de la filosofía griega, esta “superioridad”, casi providencial, se habría transmitido a todo el pensamiento occidental, surgido del helenismo.

I.

Aquí Vernant abre un apartado nuevo, donde  comienza a permitirse discutir a Burnet. Afirma entonces que, pese a lo sostenido por este autor, en el transcurso de los últimos cincuenta años -que para él, en ese momento, es desde el comienzo del siglo XX-, la confianza de Occidente en este monopolio de la razón fue puesta en entredicho.

Especialmente el contacto con las grandes civilizaciones espiritualmente diferentes a la occidental, como la India y la China, ha hecho estallar el cuadro del humanismo tradicional, dice. Occidente, afirma, ya no puede considerar su pensamiento como “el pensamiento”, sin más, y por eso, en la medida en que siente preocupación por su porvenir, y que pone en duda sus principios básicos, sus fundamentos, se dirige hacia sus orígenes; interroga su pasado para comprenderse históricamente.

Vernant advierte, así, que dos fechas jalonan este esfuerzo: en 1912, Francis Cornford, un filólogo clásico y poeta que vivió entre 1874 y 1943, publica From religion to philosophy, obra en la que intenta, por primera vez, clarificar el vínculo que vincula el pensamiento religioso con los inicios del pensamiento racional.

Este autor solo volvería de nuevo sobre este problema mucho más tarde, al final de su vida. Y es en 1952 -nueve años después de su muerte- cuando aparecen, agrupados bajo el título de Principium sapientiae. The orgins of greek philosophical thougth, las páginas en las cuales establece nada menos que “el origen mítico y ritual de la primera filosofía griega”. Así, continúa Vernant contra Burnet, Cornford señala que la física jónica no tiene nada en común con lo que nosotros llamamos “ciencia”; ignora todo acerca de la experimentación, y no es, tampoco, el producto de la observación directa la naturaleza.

La tesis fuerte de Cornford sería, entonces, que la primera filosofía traslada el sistema de representación que la religión, el mito, ha elaborado, sobre el plano de un pensamiento abstracto. De este modo, las cosmologías de los filósofos, según Cornford, simplemente reinterpretan y prolongan los mitos cosmogónicos, dado que ellas suministran una respuesta al mismo tipo de cuestión: ¿Cómo un mundo ordenado ha podido emerger del caos?

Por lo que, según este autor lo ve, detrás de los “elementos” de los filósofos jonios se perfila la figura de antiguas divinidades de la mitología. Los elementos se despojan del aspecto de dioses individualizados, pero se mantienen como poderes activos, animados e imperecederos, es decir, todavía experimentados como “divinos”.

Por ejemplo, el mundo de Homero se ordenaba por una distribución, entre los dioses, de los poderes y de los honores: para Zeus, el “cielo etéreo” (fuego); a Hades le correspondía la sombra “brumosa” (el aire); a Poseidón, el mar (agua), y para a los tres, en condominio, Gaia, la tierra, “donde viven y mueren los hombres”.

Zeus, dios del cielo

De modo que el cosmos de los jonios se organizaría mediante una división de las jurisdicciones, entre poderes contrarios que se equilibran recíprocamente. Llega a decir, Cornford, que no se trata de una vana analogía; que entre la filosofía de un Anaximandro y la Teogonía de un poeta inspirado como Hesíodo, “las estructuras se corresponden hasta el detalle”.

Es decir, que puede reconocerse, ya en el mito, la estructura de pensamiento que sirve de modelo a toda la física jónica. Y este autor ofrece, esquemáticamente, este análisis de la interpretación que encuentra en ambos:

1. En el comienzo existe un estado de indistinción en el cual nada se diferencia.

2. De esta unidad primordial brotan, por segregación, parejas de contrarios: caliente y frío, seco y húmedo, que diferencian en el espacio cuatro regiones: el cielo de fuego, el submundo de aire frío, la tierra seca, el mar húmedo.

3. Los contrarios se conectan e interactúan, cada uno triunfando alternativamente sobre los otros, en la forma de un ciclo por siempre renovado, como ocurre en los fenómenos meteorológicos o en la sucesión de las estaciones; en el nacimiento y la muerte de todo lo que vive, plantas, animales y hombres.

Esas mismas son, según Cornford, las nociones fundamentales en las cuales se apoya la construcción intelectual de los jonios: segregación a partir de la unidad primordial, lucha y unión incesantes de los contrarios, cambio cíclico eterno. Todo esto muestra claramente el fondo de pensamiento mítico en el que se enraiza la cosmología de los primeros físicos. De este modo, categórico, sostiene este autor que “los filósofos no han tenido que inventar un sistema de explicación del mundo; ellos lo han hallado todo hecho”. Por eso, señala Vernant que la obra de Cornford marca un giro en la manera de abordar el problema de los orígenes de la filosofía y del pensamiento racional.

Dado que le era necesario combatir la teoría del “milagro griego”, que presentaba la física jónica como la revelación brusca e incondicional de la razón,  Cornford tenía como preocupación esencial la de restablecer, entre la reflexión filosófica y el pensamiento religioso que la había precedido, el hilo de continuidad histórica. Así, estaba obligado a investigar los aspectos de permanencia entre ambas modalidades de pensamiento e insistir sobre lo que allí puede reconocerse “en común”. La idea sería que los filósofos se contentaron con repetir, en un lenguaje diferente, lo que ya expresaba el mito.

Sin embargo, aunque Vernant se coloca en esta línea de análisis de Cornford, reconoce que hoy, que esa herencia -gracias a él- está reconocida, el problema adquiere una nueva formulación. Ya no se trata, meramente, de redescubrir en la filosofía “lo viejo”, sino de delimitar lo “verdaderamente nuevo”: la razón por la cual la filosofía deja de ser mito para devenir pensamiento racional, logos. Para Vernant, es fundamental precisar aquí la “mutación mental” de la primera filosofía griega, clarificar su naturaleza, su amplitud, sus límites, sus condiciones históricas.  “En la filosofía, había escrito Cornford, el mito está racionalizado”. Pero ¿qué significa esto?, se pregunta Vernant. En primer lugar, dice este autor, que ha tomado la forma de un problema explícitamente formulado, cosa que no pasaba con el pensamiento mítico.

El mito era un relato, no una solución a un problema. Narraba la serie de acciones ordenadoras del rey o del dios, tales como el rito las representaba mímicamente, “el problema se encontraba resuelto sin haber sido planteado”, dice. Pero, en Grecia, donde triunfan, con la ciudad, nuevas formas políticas, ya no subsiste del antiguo ritual real, sino vestigios cuyo sentido se ha perdido; el recuerdo del rey, creador del orden y hacedor del tiempo, se ha borrado. De modo que el orden natural y los hechos atmosféricos como lluvias, vientos, tempestades, rayos, se presentan de ahora en adelante como “cuestiones” sobre las cuaIes la discusión está abierta.

Estas cuestiones -como la génesis del orden cósmico y la explicación de los fenómenos meteorológicos-, son las que constituyen, en su nueva formulación del problema, la materia de la primera reflexión filosófica. El filósofo toma, así, el relevo del viejo rey-mago, señor del tiempo: elabora la teoría de lo que el rey, en otro tiempo, efectuaba mediante el rito.

El pensamiento de Hesíodo todavía se mantiene mítico. En su lógica aún hay dos planos: Urano y Gaia. Son realidades físicas en su aspecto concreto de cielo, de tierra; pero al mismo tiempo, son poderes divinos cuya acción es análoga a la de los hombres. Este pensamiento capta el mismo fenómeno, por ejemplo, la separación de la tierra y de las aguas, como hecho natural en el mundo visible y, simultáneamente, como alumbramiento divino en el tiempo primordial.

Entre los milesios, por el contrario -señala Cornford siguiendo a W. Jaeger-, los dioses se han despojado de toda apariencia antropomórfica para llegar a ser, pura y simplemente, por ejemplo, el agua y la tierra. Entonces, aquí Vernant objeta y ofrece ya una posición propia: la cuestión le parece algo más compleja. Los elementos de los milesios no son personajes míticos como Gaia, pero no son tampoco realidades meramente concretas como la tierra. Son “poderes”, a la vez, eternamente activos, divinos y naturales, es decir, se da un pensamiento de transición.

La innovación mental consiste en que estos poderes están estrictamente delimitados y abstractamente concebidos: se limitan a producir un efecto físico determinado, y este efecto es una cualidad general abstracta. Entonces “lo original, lo primordial”, se despojan de su misterio: tienen la banalidad tranquilizadora de lo cotidiano, señala Vernant.

No existe realidad alguna que no sea Naturaleza. Y esta naturaleza –physis– recortada ya de su pasado mítico, deviene ella misma problema, objeto de una discusión racional. Antes, comprender era “encontrar el padre y la madre”, establecer el árbol genealógico. Pero entre los jonios, los elementos naturales, devenidos abstractos, ya no pueden vincularse por matrimonio, a la manera de los hombres.

La cosmología, por ello, no solamente modifica su lenguaje; cambia de contenido.  En lugar de narrar los nacimientos sucesivos, define los primeros principios constitutivos del ser. De relato histórico, se transforma en un sistema que expone la estructura profunda de lo real. El problema del génesis, del devenir, se transmuta en una búsqueda, por encima del cambio, de lo estable, de lo permanente, de lo idéntico. Al mismo tiempo, la noción de physis está sometida a una crítica que la despoja progresivamente de todo lo que tomaba todavía del mito.

Anaxímenes, de Mileto

El hombre comprende mejor, y de otra manera, lo que él mismo ha construido. Así, por ejemplo, en Anaxímenes, se recurre a una selección mecánica de elementos que ya no tienen entre ellos sino diferencias cuantitativas. El dominio de la physis se precisa y se limita. Concebido como un mecanismo, el mundo se vacía, poco a poco de lo divino que lo animaba entre los primeros físicos.

Detrás de la naturaleza, se reconstituye un trasfondo invisible, una realidad más verdadera, secreta y oculta, de la cual el alma del filósofo tiene la revelación y que es lo contrario de la physis. En el mito, la diversidad de niveles de la realidad tenía una ambigüedad que permitía confundirlos. La filosofía multiplica los planos para evitar la confusión. A través de esta separación, las nociones de humano, de natural, de divino, son mejor distinguidas, se definen y se elaboran recíprocamente.

El ser auténtico que la filosofía, más allá de la naturaleza, quiere alcanzar y revelar no es el ser sobrenatural mítico; es una realidad de un orden completamente diferente: la pura abstracción, la identidad consigo misma, el principio mismo del pensamiento racional objetivado bajo la forma del logos.

Entre los jonios, la nueva exigencia de positividad era el concepto de physis; ya en Parménides, por ejemplo, la nueva exigencia de inteligibilidad es llevada a lo absoluto en el concepto del Ser, inmutable e idéntico. Y así, a partir de la decisiva ruptura con el mito, el pensamiento racional se compromete, de sistema en sistema, en una dialéctica cuyo movimiento engendra la historia de la filosofía griega. El nacimiento de la filosofía se da, entonces, a través de dos grandes transformaciones mentales:

Parménides, de Elea
  • Un pensamiento “positivo”, que para Vernant significa la exclusión toda forma de lo sobrenatural, y el rechazo de la unión implícita establecida por el mito entre fenómenos físicos y agentes divinos.
  • Un pensamiento “abstracto” que despoja a la realidad de este poder de mutación que le prestaba el mito, y que rehúsa la vieja imagen de la unión de los contrarios en provecho de una formulación categórica del principio de identidad.

El aporte de J. P. Vernant

Entonces llega el momento del capítulo en el que Vernant presenta su aporte propio. Comienza por destacar que Cornford nunca se llegó a explicar cuáles fueron las condiciones históricas que permitieron en el paso de la Grecia del siglo VII a. C. al VI a. C.,  esta revolución. Reconoce que otros autores sí fueron adelantando ideas que él recuperará.

Sobre las transformaciones sociales y políticas que preceden al siglo VI a.C., tales autores ya hacen notar la “función liberadora”, dice Vernant, que desempeñaron para el espíritu, creaciones como la moneda, el calendario, la escritura alfabética, el papel de la navegación y del comercio, en la nueva orientación del pensamiento hacia la práctica.

Así como también otros factores cruciales como la ausencia, en Grecia, de una monarquía de tipo oriental, muy pronto reemplazada por otras formas políticas. Por otra parte, es crucial, con la moneda, el inicio de una economía mercantil, la aparición de una clase de mercados para los cuales los objetos se despojan de su diversidad cualitativa (valor de uso) y solo tienen la significación abstracta de una mercancía semejante a todas las otras (valor de cambio).

Sin embargo, dice Vernant, si se quiere proseguir de más cerca las condiciones concretas en las cuales ha podido operarse la mutación del pensamiento religioso al pensamiento racional, es necesario realizar un nuevo giro. La física jónica nos había iluminado sobre el contenido de la primera filosofía; nos había mostrado allí una trasposición de los mitos cosmogónicos, cuya  “teoría” de dominio y práctica, en los tiempos antiguos, todavía la poseía el rey.

La otra corriente del pensamiento racional, en cambio, la filosofía de la Magna Grecia, va a permitirnos precisar los orígenes del filósofo mismo, sus antecedentes como tipo de personaje humano.  Aquí abre Vernant, entonces, un segundo apartado.

II.

Advierte en este punto que, en los albores de la historia intelectual de Grecia, se entrevé toda una serie de “personalidades extrañas” sobre las cuales se ha llamado la atención. Estas figuras seimilegendarias, que pertenecen a la clase de los videntes extáticos y de los magos purificadores, encarnan el modelo más antiguo del “sabio”. Algunas están estrechamente asociadas a la leyenda de Pitágoras, fundador de la primera secta filosófica. Su género de vida, su investigación, su superioridad espiritual, lo dejan al margen de la humanidad ordinaria, afirma Vernant.

Pitágoras

En sentido estricto, son “hombres divinos”; a veces, ellos mismos se proclaman dioses, dice. Adivinos públicos, demiurgoi, que presentan, a la vez, los trazos del profeta inspirado, del poeta, del músico, cantor y danzante, del médico, purificador y curandero. Adivino, poeta y sabio, tienen en común una facultad excepcional de videncia por encima de las apariencias sensibles; poseen una especie de extra-sentido que les franquea el acceso a un mundo normalmente prohibido a los mortales, afirma. El adivino es un hombre que “ve lo invisible”. Conoce por contacto directo las cosas y los acontecimientos de los que está separado en el espacio y en el tiempo.

Una fórmula lo define de manera casi ritual: es el hombre que conoce todas las cosas pasadas, presentes y venideras. Divulgando lo que se oculta en las profundidades del tiempo, también el “poeta inspirado” suministra la revelación de una verdad esencial que tiene el doble carácter de misterio religioso y de doctrina de sabiduría. Pero entonces, ¿por qué esto mismo no se encontraría de nuevo en el mensaje del primer filósofo?, se pregunta el autor. Y comienza a señalar una serie de puntos en común. Después de todo, el filósofo tiene también, por objeto, una realidad oculta detrás de las apariencias y que escapa al conocimiento vulgar.

Por ejemplo, la forma de “poema” bajo la cual se expone una doctrina tan abstracta como la de Parménides, refleja todavía este valor de revelación religiosa que conserva la filosofía naciente.

Y cuando el filósofo intenta precisar su propio camino, la naturaleza de su actividad espiritual, el objeto de su investigación, utiliza el vocabulario religioso de las sectas y de las comunidades. Él mismo se presenta como un “elegido”, que se beneficia de una gracia divina; efectúa un viaje místico, a cuyo término obtiene el último grado de la “iniciación”.

Al alejarse de la muchedumbre de los “insensatos”, entra en el pequeño círculo de los iniciados: los que han visto, los que saben. Por ejemplo, a los diversos grados de iniciación en los misterios les corresponde, en la comunidad pitagórica, la jerarquía de los miembros según su “grado de perfección”.

Sin embargo, a partir de aquí Vernant comienza a marcar las diferencias entre los sabios e iluminados y el filósofo. El primer filósofo no es un chamán. Su papel es el de enseñar, de hacer escuela. El filósofo se propone divulgar el secreto del chamán a un cuerpo de discípulos; lo que era el privilegio de una personalidad excepcional, él lo extiende a todos estos que piden ingresar en su hermandad.

Apenas es necesario indicar las consecuencias de esta novedad, dice Vernant. Divulgada, propagada, la práctica secreta se transforma en objeto de enseñanza y discusión: se organiza en doctrina. Este cambio de la historia, nos dice, es el que constatamos en toda una serie de niveles durante el período de sacudimiento social y efervescencia religiosa que prepara, entre los siglos  VIII y el VII a. C., el advenimiento de la ciudad.

La filosofía se constituye en este movimiento, al término de este movimiento que sólo ella lleva hasta el fin. Y aunque sectas y misterios persisten, a pesar de su propagación, en grupos cerrados y secretos que escapan a la discusión, la filosofía, en su progreso, rompe el marco de la comunidad en el que ella ha nacido. Su mensaje ya no se limita a un grupo, a una secta.

Por medio de la palabra y del escrito, el filósofo se dirige a toda la ciudad, a todas las ciudades. Manifiesta sus revelaciones, dándoles una publicidad completa y total. Trasladando el misterio a la plaza, en plena ágora, lo erige en objeto de debate público y contradictorio, donde la argumentación dialéctica acabará por tomar la iniciativa sobre la iluminación sobrenatural, sostiene Vernant.

III.

En este tercer apartado, advierte este autor que la vinculación que constatamos entre el nacimiento del filósofo y el advenimiento del ciudadano no es para sorprendernos. La ciudad realiza ya, sobre el plan de las reformas sociales, esta separación de naturaleza y de la sociedad que implica, en el plano de las formas mentales, el ejercicio de un pensamiento racional. Con la ciudad, el orden político se ha desligado de la organización cósmica; aparece como una institución humana que constituye el objeto de una búsqueda inquieta, de una discusión apasionada.

En este debate, que no es solamente teórico, sino en el que se afronta la violencia de grupos enemigos, la filosofía naciente interviene como teniendo cualidades para ello. La “sabiduría” del filósofo lo presenta como el más indicado para proponer los remedios a la inquitud que han provocado los comienzos de una economía mercantil. Se espera de él que defina el nuevo equilibrio político apto para encontrar de nuevo la armonía perdida, para restablecer la unidad y la estabilidad sociales, atendiendo a la “proporción” entre los elementos cuyo enfrentamiento destroza a la ciudad.

A las primeras formas de legislación, a los primeros ensayos de constitución política, Grecia asocia el nombre de sus sabios. Todavía ahí se ve al filósofo encargarse de las funciones que pertenecían al rey sacerdote, en el tiempo en que, estando confundidas naturaleza y sociedad, ordenaba a la vez la una y la otra. Pero, en el pensamiento político del filósofo, ya separadas, naturaleza y sociedad, se transforman en objeto de una reflexión más positiva y más abstracta.

El orden social se prestaba a una elaboración racional. Antes, imperaba la vieja idea de un orden social fundado sobre una distribución, una repartición (nomos) de los honores y privilegios entre grupos extraños que se oponían en la comunidad política. Eso evolucionará, después del siglo VI a. C, hacia la noción abstracta de la isonomía, es decir, la igualdad ante la ley entre unos individuos que se definen todos de forma similar, en tanto que ciudadanos de una misma ciudad. Del mismo modo que la filosofía se libera del mito, al igual que el filósofo surge del mago, dice Vernant, la ciudad se instaura a partir de la antigua organización social. La destruye, pero al mismo tiempo conserva su esquema; transplanta la organización tribal a una estructura más abstracta, para alcanzar unos objetivos políticos precisos.

Tal esfuerzo de abstracción se observa en todos los planos: en la división administrativa fundamentada sobre sectores territoriales delimitados y definidos, y ya no sobre lazos de consanguinidad; también se lo ve en el sistema de los números arbitrariamente escogidos para repartir de manera equitativa, gracias a una equivalencia matemática las responsabilidades sociales, los grupos de hombres, los períodos de tiempo, etc.

Asimismo se observa en la definición misma de la ciudad y del ciudadano: la ciudad ya no se identifica con un personaje privilegiado; no depende de ninguna actividad, de ninguna familia particular; es la forma que asume el grupo unido de todos los ciudadanos considerados con independencia de su persona, de su ascendencia, de su profesión. El orden de la ciudad, se define en términos de igualdad e identidad

Y la moneda en sentido propio, moneda titulada, estampillada, garantizada por el Estado, es una invención griega del siglo VII a. C. Ella juegada, en toda una serie de niveles, un papel revolucionario. Llega a ser un signo social, el equivalente y la medida universal del valor. Del mismo modo, en Parménides, el ser, por primera vez, se expresa mediante un singular, to ov: ya no se trata de “seres”, en plural, sino del ser en general, total y único. Esta abstracción, de un ser puramente inteligible, que excluye la pluralidad, la división, el cambio, se constituye en oposición con lo real sensible y su perpetuo devenir.

Es decir, que el concepto filosófico del “ser” representa esta misma aspiración hacia la unidad, esta misma búsqueda de un principio de estabilidad y de permanencia. Así, el aparato de las nociones míticas que los físicos de Jonia habían heredado de la religión -la genésis, el amor, el odio, la unión y la lucha de los contrarios-, ya no funciona.

La doctrina de Parménides señala el momento en el que es proclamada la contradicción entre el devenir del mundo sensible -este mundo jónico de la physis y de la génesis- y las exigencias lógicas del pensamiento. Por su parte, la reflexión matemática también jugaría aquí un papel decisivo, señala Vernant. Debido a su método de demostración y el carácter ideal de sus objetos, adquiere valor de pensamiento modelo.

DE modo que el propio pensamiento filosófico va, de a poco, desprendiéndose de las formas espontáneas del lenguaje en las que antes se expresaba, y sometiéndolas a un primer análisis crítico. Más allá de las palabras, tal cual las emplea el vulgo, hay, según Parménides, una razón inmanente, un logos, que consiste en una exigencia absoluta de no contradicción: “el ser es, el no-ser no es”.

Bajo esta forma categórica, el nuevo principio que preside el pensamiento racional consagra la ruptura con la antigua lógica del mito. Pero, al mismo tiempo, esta forma de pensamiento se encuentra escindida, “como con hacha”, afirma Vernant, de la realidad física: la razón no puede tener otro objeto que el ser, inmutable e idéntico.

Después de Parménides, Ia tarea de la filosofía griega consistirá en restablecer mediante una definición más precisa y más matizada del principio de contradicción, el lazo entre el universo racional del discurso y el mundo sensible de la naturaleza. Vernant se dirige, así, hacia las conclusiones de este capítulo, recordando los dos rasgos que caracterizan el nuevo pensamiento griego, en la filosofía.

  • Por una parte el rechazo, en la explicación de los fenómenos, de lo sobrenatural, de lo maravilloso.
  • Por otra parte, la ruptura con la lógica de la ambivalencia; la búsqueda, en el discurso, de una coherencia interna, a través de una definición rigurosa de los conceptos, de una neta delimitación de los niveles de la realidad, de una estricta observancia del principio de identidad.

De manera que, estas innovaciones, que proporcionan una primera forma de racionalidad, no constituyen un “milagro”, insiste. No hay una “inmaculada concepción de la razón”, dice con ironía. El advenimiento de la filosofía, como Cornford lo ha explicado, es un hecho de historia, enraizado en el pasado, formándose a partir de él al mismo tiempo que contra él, insiste Vernant.

Y recuerda: en esta tarea, en rigor, la razón se ha apoyado poco sobre la realidad sensible; no ha tomado mucho de la observación de los fenómenos naturales; no ha hecho experiencias. La misma noción de experimentación le ha permanecido extraña. “Su razón no es todavía nuestra razón”, asegura. Nuestra razón es ya la razón experimental de la ciencia contemporánea, orientada hacia los hechos y su sistematización teórica.

La razón griega ha edificado una matemática, primera formalización de la experiencia sensible; pero precisamente, no ha intentado utilizarla en la exploración de la realidad física. Entre la matemática y la física, el cálculo y la experiencia, ha faltado la conexión. Así que, sostiene finalmente Vernant, la razón no se “descubre” en la naturaleza, está inmanente en el lenguaje.

No se forma a través de las técnicas que operan sobre las cosas; se constituye por la puesta a punto y el análisis de los diversos medios de acción sobre los hombres, de todas estas técnicas de las que el lenguaje es el instrumento común: el arte del abogado, del maestro, del orador, del hombre político. La razón griega es la que permite actuar de forma positiva, reflexiva, metódica sobre los hombres. y, al igual que en sus innovaciones, aparece como “hija de la ciudad”, concluye Vernant.

Referencias:

Vernant, J.P. (1973). “Del mito a la razón”. En Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Barcelona: Ariel.

                  (1992). Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona: Paidós.


Vernant, J. P. Mito y pensamiento en la Grecia antigua: https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/03/Mito-y-pensamiento-en-la-grecia-antigua.pdf

Vernant, J. P. Los orígenes del pensamiento griego: https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/03/Vernant_Pierre_Jean_Los_origenes_del_pensamiento_griego_19921.pdf

Mapa Vernant https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Mapa-Vernant-Del-mito-a-la-razon.pdf


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