En esta entrada sobre la crisis de la ética moderna, recorremos las principales argumentaciones de la filósofa Victoria Camps en la “Presentación” del libro del cual es editora: Concepciones de la ética. Afirma allí esta autora que dos grandes apartados permiten dividir a la filosofía moral que va del siglo XIX hasta el presente, desde los cuales es posible entender lo que está ocurriendo hoy. El primero, aborda “la crisis de la ética moderna” y el segundo “la reconstrucción contemporánea de la ética y la vuelta a Kant”.
Agrega luego que la filosofía contemporánea es poco homogénea, compuesta de direcciones aparentemente divergentes, pero que, sin embargo, es posible sostener que un mismo trazo une a los grandes maestros de la filosofía posthegeliana, y este es su voluntad de evitar el sistema, sus reparos contra la pretensión de explicarlo todo. La filosofía empieza a hacerse de otra manera, como réplica al método de los modernos, que culmina en la filosofía trascendental kantiana.
Sobre Victoria Camps https://www.huellasdemujeresgeniales.com/victoria-camps/
Ocurre que Kant presenta todo su sistema a través de la perspectiva antropológica, ese “giro copernicano” que consiste en indagar en el ser humano las constantes explicativas del conocer y del actuar. Pero Kant ideó un sistema tan perfecto que se quedó en la mera formalidad, ajeno a toda contingencia material. La ética, concretamente, quedaba perfectamente definida, especificada con criterios exactos. En teoría, los problemas morales podían resolverse, pero, en la práctica, quedaban presos de antinomias irresolubles. El mismo Kant lo reconoció al preguntarse insistentemente: ¿cómo es posible que la razón pura sea práctica? ¿cómo es posible que los imperativos salidos de la razón pura sean la garantía moral de la práctica que da seguridad a nuestros juicios? ¿cómo justificar una idea de deber que no coincide con la felicidad? ¿de qué sirve una razón práctica que no obliga de hecho a la voluntad?
Por eso Kant cree en su sistema y, al mismo tiempo, duda de él. Conoce sus deficiencias, porque una cosa es la racionalidad pura, y otra, muy distinta, una práctica que indefectiblemente se verá contaminada de irracionalidad. Pese a todo, no lo duda, apuesta por la validez de la razón y por una moral impecable, se ajuste o no a los hechos, dado que la ética pretende fijar unos valores absolutos e indiscutibles.
La ética que Kant defiende, nos recuerda Camps, es una ética sin concesiones a la realidad de ningún tipo, una ética que jamás caerá en la tentación de traicionarse a sí misma para hacerse más llevadera o más soportable. Consciente de la separación que sufre el ser humano entre el ser y el deber ser, Kant defiende la validez de un deber ser absoluto al tiempo que desconfía profundamente de la capacidad moral humana. Pero entonces, el sujeto moral que Kant vislumbra es un ser permanentemente insatisfecho y crítico por la inadecuación de su acción a los principios éticos. De ahí que un romántico como Schiller ironizara en seguida al propósito, y que el formalismo de Kant no pudiera evitar las críticas de sus seguidores más inmediatos.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Ya Hegel, dice Camps, intenta una vía distinta en el ámbito concreto de la ética, más ceñida a los hechos, dado que la ética es, en definitiva, filosofía práctica. Así, en la Fenomenología del espíritu (1807), Hegel muestra lo que para él son las insuficiencias de una Moralität universal y abstracta, a la que ve como un absoluto inútil para la acción. Si obrar moralmente consiste en asumir el puro deber, siempre será preciso renunciar a obrar. Hegel entonces ese contrasta el deber puro con la conciencia ignorante y sensible, el juicio moral universal con la conciencia particular.
Y, alude así a la “eticidad” (Sittlichkeit) como situada más en el conflicto que en unaun plano de absolutos, porque sabe que lo particular no puede ser, al mismo tiempo, universal. Hegel Entiende por eticidad el conjunto de normas históricamente constituidas por un grupo humano, y encarnadas en sus costumbres y sus instituciones, tal como ocurre con el ethos de la polis griega. Por eso, con su carácterístico estilo complejo dice en Filosofía del Derecho (1821) dice que en la eticidad se alcanza un “…contenido fijo que es por sí necesario y una existencia que se eleva por encima de la opinión subjetiva y del capricho: las instituciones y leyes existentes en sí y por sí.”
Piensa Hegel, así, que la conciencia moral concreta es la conciencia que actúa aun sabiendo de su imperfección. La buena conciencia hegeliana es la conciencia convencida de la rectitud de su acción, y que lucha por el reconocimiento y por la superación del subjetivismo de su punto de vista. Esa conciencia debe oponerse a la conciencia moral pura -o trascendental- kantiana.
De este modo, en Fenomenología del espíritu afirma que la “buena conciencia” (Gewissen) es claramente diferenciable de la “conciencia honrada” (Bewusstsein) de Kant ya que aquélla constituye, a diferencia de la kantiana, “el ‘alma bella’ que ha encontrado la forma de reunificar, gracias a la aceptación de sus sentimientos, la concepción rígida del deber con la inclinación espontánea de la naturaleza.”
Es la conciencia que sabe capaz de errar, pero ese saber de su propia falibilidad no le impide actuar, porque sabe también que la acción es necesaria y que podrá ser perdonada por las faltas cometidas. Frente al juicio kantiano que aspira a hablar en nombre de la razón y de la verdad, la conciencia moral concreta de Hegel es sólo una parte de la verdad total.
La crítica de los “maestros de la sospecha”
Desde Hegel, entonces, hasta bien entrado el siglo xx, los filósofos más sobresalientes han coincidido en la tesis de que la moral universal es un engaño. El individuo, el sujeto moral, no puede ir más allá de su contexto al proyectar los grandes y fundamentales imperativos éticos. Y cuando lo hace, está pretendiendo universalizar lo que, de hecho, vale sólo para unos cuantos, para los que comparten unas mismas condiciones económicas y sociales.
Pero Hegel no está solo en su crítica a Kant. Le siguen, también con su cuestionamiento a la “moralidad universal” los, así llamados, “maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud.
Karl Marx
Marx -nos dice Camps- será mucho más crítico que Hegel con respecto a la ética. La concibe como ideología pura, una supraestructura alienante e ilusoria sin otra misión que la de legitimar lo que hay. Para él, los seres humanos no necesitan una moral para ver transformado su mundo. Necesitan que sean transformadas las condiciones de inhumanidad en que vive la mayoría, víctima de la desigualdad y de la injusticia. Dice al respecto Marx en el Manifiesto del partido comunista (1848):
“¿Acaso se necesita una gran perspicacia para comprender que con toda modificación sobrevenida en las condiciones de vida, en las relaciones sociales, en la existencia social, cambian también las ideas, las nociones y las concepciones, en una palabra, la conciencia del hombre?”
Y continúa:
“¿Qué demuestra la historia de las ideas sino que la producción intelectual se transforma con la producción material? Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante.”
Para Marx no es la teoría, sino la práctica, el cambio de las circunstancias reales, lo que eliminará ciertas ideas de las mentes humanas. Las ideas expresan siempre las relaciones materiales dominantes; y la dominación material se refleja en la dominación ideológica. Son, entonces, las ideas de la clase dominante las que hablan en nombre de “la razón”, “el universal”, “la idea” de hombre. Por ello, las ideas religiosas, políticas, éticas, no pueden ser, móviles de una praxis liberadora de toda la humanidad.
Es preciso, en cambio, modificar las relaciones de producción, transformar la infraestructura económica para que deje de haber dominantes y dominados. Solo entonces las ideas sobre la realidad serán también distintas. La unión de individuo y ciudadano se logrará cuando el individuo se vea desprovisto de su condición de burgués propia de un mundo protagonizado por la lucha de clases y la división del trabajo. Y es en este sentido que, para Marx, las ideas morales o filosóficas en general no contribuyen a superar ese mundo, más bien lo consagran y lo justifican al no darse cuenta de su procedencia. La ley y la moral son, a fin de cuentas, prejuicios burgueses derivados de intereses burgueses.
Sin embargo, señala Camps, Marx se equivoca también al limitar la alienación humana concibiéndola como una simple consecuencia de la desigualdad económica. Sin duda, la injusticia económica es causa de alienación, pero también lo son otros muchos factores que intervienen en la construcción de ideales humanos de corto alcance, no necesariamente derivados de unas determinadas relaciones económicas.
Por lo tanto, afirma esta autora, después de Marx ya no es lícito aceptar acríticamente los universales de la moral, se formulen éstos como imperativos o como derechos. En cualquier caso, habrá que ver si son meras declaraciones de principios sin otro fin que acallar la conciencia de los poderosos, y si siguen escondiendo los intereses de quienes tienen voz para expresarlos.
Es cierto que tratar de hacer realidad los grandes ideales, los principios éticos formales, significa desvirtuarlos con todo tipo de contradicciones, como han demostrado los mismos intentos de hacer reales los ideales marxistas, nos dice. Pero eso no implica que haya que abandonar los ideales éticos por inútiles, sino que la ética ha de ir más allá de la mera declaración de principios.
Friedrich Nietzsche
Otro de los “maestros de la sospecha” que realiza una crítica radical al pensamiento ético es Nietzsche. Igual que Marx, Nietzsche denuncia la falsa universalidad de los valores morales, ya que considera que éstos no proceden de la singularidad de la conciencia, sino de “la voz del rebaño en nosotros”. Aunque, para explicar esto se debe dar un rodeo por el tema del conocimiento humano, entendido por él como instrumento de supervivencia que luego extiende su modo de proceder al campo de la moralidad. Dice Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (póstumo, 1903):
“En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal’: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.”
Sin embargo, ese conocimiento efímero se fundamenta en un modo de operar del lenguaje humano:
“Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes.”
En otras palabras, para Nietzsche, en cuanto un acto se hace consciente deja de ser particular y único; en cuanto una vivencia se convierte en lenguaje, la singularidad desaparece y habla lo colectivo, pues el concepto busca la igualación de lo desigual, y esto termina siendo una ficción, pero que resulta muy útil para la supervivencia. Así, como afirma en su Genealogía de la moral (1887), entre esas construcciones “demasiado humanas” elaboradas solamente para intentar sobrevivir, están las de toda moral en general, pero también las de la moral cristiana, en particular. Es por eso que, para él, los valores morales tienen un origen social, utilitario, expresión de intereses inconfesables. El significado originario de “bueno” -noble, distinguido, poderoso- se ha perdido para ceder el paso al “bueno” creado por voluntades débiles y reactivas.
Por lo tanto -en una interpretación que todavía sigue generando repercusiones-, todas las virtudes y los deberes cristianos no tienen para Nietzsche otra razón de ser que el resentimiento de quienes empezaron a creer en ellos para superar su debilidad y bajeza. Es en esta obra, entonces, donde Nietzsche se propone desvelar el origen real de la moral cristiana, un origen “demasiado humano” para que esos valores puedan ser declarados absolutos y universales.
Para él, lejos de contribuir a la afirmación del individuo, los valores morales han contribuido a su aniquilación, a la negación de la vida humana frente a otra vida -la divina- superior e inalcanzable. Ha sido la conciencia moral la que ha dividido al individuo creándole una conciencia insuperable de culpa y deuda ante una conciencia o una norma trascendente. Y al descubrir el origen humano de los valores, Nietzsche aporta nuevas pruebas que confirman su gran verdad: la muerte de Dios, esa verdad que los hombres aún no son capaces de entender ni de aceptar. Relata Nietzsche en la Gaya ciencia (1882):
“No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna, fue corriendo a la plaza y gritó sin cesar: ‘¡Busco a Dios, busco a Dios!’”“ […] ‘¿Dónde se ha ido Dios?’, gritó. ‘¡Os lo voy a decir! ¡Lo hemos matado vosotros y yo! Todos nosotros somos sus asesinos! Pero, ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte?’…”
Sin embargo, reconocer “la muerte de Dios” significa también el desenmascaramiento
del engaño de la moral. Esto trae entonces una liberación para el individuo. El hombre libre será el ser feliz, capaz de aceptar ahora el azar, la provisionalidad de la existencia. El individuo será ese ser que Nietzsche denomina “superhombre”, el ser que, en lugar de querer la propia inmortalidad, quiere el instante, la eterna repetición de la propia existencia. Dice entonces Nietzsche en Así habló Zaratustra (1882-1885):
“Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre?”
Y, en otra metáfora utilizada para explicar esta transición, Nietzsche habla de las “tres transformaciones del espíritu”. En primer lugar el espíritu se transforma en “camello”, lo que simboliza el peso de la moral tradicional:
“Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto.”
En segundo lugar se transforma en león, con un significado liberador del peso de tal carga:
“Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto.”
Y en tercer lugar, el espíritu se transforma en niño, como metáfora de creatividad:
“Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.”
Justamente, ese “juego” tiene que ver con una recreación del mundo, pensarlo con categorías
no metafísicas, más cercanas a las del arte. Es por todas estas características que el pensamiento de Nietzsche ha sido inscripto en la corriente “vitalista”, caracterizada por: exaltación de la vida, entusiasmo por la actividad, defensa de la individualidad creativa, exaltación del cuerpo, los sentidos y las emociones, búsqueda del placer, carencia de temor al dolor que valga la pena soportar, ausencia de sentimiento de culpa improductivo.
UNED: “La crítica de la moral en Nietzsche” https://canal.uned.es/video/5a6fa54db1111ffc7d8b475b
Pero si hay una idea de Nietzsche que será germinal en el mundo contemporáneo es el que afirma en Fragmentos póstumos, 7 [60]:
“…yo diría (…) no hay hechos, sino sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún hecho ‘en sí’; tal vez sea un absurdo querer algo por el estilo.”
Veremos más adelante cómo prospera esta idea en la hermenéutica de Gianni Vattimo y el neopragmatismo de Richard Rorty. En cualquier caso, para Nietzsche, solo el desenmascaramiento del fundamento de la moral, el reconocimiento del engaño implícito en ella podrá conducir a la liberación del individuo. El hombre libre es el ser feliz, capaz de aceptar el azar, la inseguridad y la provisionalidad de la existencia después de la muerte de Dios. Es el ser que en lugar de querer la inmortalidad, quiere el instante, la eterna repetición de su propia existencia. Todo ello requiere una recreación del mundo, pensarlo con categorías no metafísicas, más cercanas a las del arte. Ser más fiel a Heráclito que a Parménides, a un mundo concebido como puro devenir que a un mundo unificado por el ser.
Lejos, entonces, de hablar en nombre de la humanidad, los valores morales eran portavoces de intereses innombrables: los intereses de la clase dominante, según Marx; los intereses de las voluntades débiles, según Nietzsche. Ambas críticas eran necesarias para poner de manifiesto la precariedad y relatividad de los absolutos, y para desconfiar de las metafísicas que pretendían dotar de sólidos cimientos a las construcciones morales. De algún modo, ambos filósofos vienen a decirnos que la búsqueda de la verdad, epistemológica y moral, emprendida por la filosofía moderna no ha llegado a buen término porque estaba errada. A partir de entonces, la filosofía deberá hacerse de otra forma.
Sigmund Freud
Llegamos, así al tercer “maestro de la sospecha”, para quien una de las cuestiones más antiguas de la ética, el problema de la unión de la virtud y la felicidad, es por lo menos problemática, con lo cual contribuye, a su modo, a reforzar la crisis de la moral en el pensamiento contemporáneo. Su célebre ensayo El malestar en la cultura (1930) expresa la profunda paradoja y contradicción del ser humano cuyo afán por crear una civilización que le condujera a un mayor bienestar, ha sido mayormente causa de infelicidad.
En efecto, dice Freud allí que el resultado de las instituciones culturales -religión, filosofía, derecho-, de todo aquello creado para regular las relaciones humanas y hacerlas más ordenadas, ha sido, sobre todo, negativo, causa de represión y malestar. La cultura ha ido imponiendo prescripciones contrarias al placer y a las necesidades vitales. Por lo tanto, la “utilidad” cultural nada tiene que ver con el bien estar individual. Dice Freud allí:
“La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos.”
De este modo, la consecuencia de la cultura ha sido, en efecto, la construcción de seres más morales, pero más reprimidos, psíquicamente enfermos.Y agrega Freud a continuación:
“Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad.”
La convicción kantiana de que el deber implica poder, que sería absurdo pensar que la razón pudiera imponernos unos deberes imposibles de cumplir, es puesta en duda por el padre del psicoanálisis: no sólo es falsa la tesis de que deber implica poder, sino que, frecuentemente, el deber no ha tenido en cuenta las posibilidades del individuo, como ocurre, por ejemplo, con el célebre precepto: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Dice Freud al respecto:
“Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título.”
Y continúa:
“El súper-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos sistemas éticos, como si precisamente ellos hubieran de colmar las máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel prurito que es fácil reconocer como el más vulnerable de toda cultura. Por consiguiente, debe ser concebida como una tentativa terapéutica, como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del súper-yo lo que antes no pudo alcanzar la restante labor cultural.”
Por eso, si Nietzsche todavía confiaba en una posible superación de ese aniquilamiento al que la moral sometía al individuo, Freud no parece convencido de la misma solución. Su visión es más pesimista: la cultura -y la moral, como parte de ella- es causa de un profundo malestar, pero el ser humano tendrá que acostumbrarse a vivir con ese sufrimiento dado que es el precio a pagar para mantener una convivencia, hasta cierto, punto civilizada. En suma, el legado de los “maestros de la sospecha” consiste en la crítica más severa a las expectativas de felicidad y promoción humana que la cultura occidental ha puesto en la moralidad tradicional.
La hermenéutica de Gianni Vattimo
Este rechazo a la moralidad tradicional, así como al modo “moderno” de hacer filosofía,
se da también en un representante de la hermenéutica de Giann Vattimo. La hermenéutica entiende, como Nietzsche, que “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”, de manera que en su artículo “Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?” (1989) Vattimo advierte que la modernidad, y junto con ella su característica idea de “progreso”, han concluido al combinarse al menos tres factores.
Primero, que la filosofía de los siglos XIX y XX haya criticado duramente la idea de una historia unitaria, universal, por entenderla como una representación ideológica de las clases sociales dominantes.
Segundo, que los pueblos colonizados por los europeos se hayan rebelado, y hayan vuelto problemática de hecho, la idea de una historia centralizada.
Y tercero, la irrupción de los medios masivos de comunicación, que caracterizan la sociedad no como “más ilustrada” o “transparente” en el sentido del ideal del hombre moderno, sino como más compleja, incluso caótica, pero que es justamente en ese caos de múltiples voces (minorías de todas clases), que se expresan a través de los medios masivos de comunicación, donde radican las esperanzas de emancipación. Dice allí:
“Una vez desaparecida la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla como una multiplicidad de racionalidades ‘locales’ -minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas (como los punk por ejemplo)-, que toman la palabra y dejan de ser finalmente acalladas y reprimidas por la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera digna de realizarse, con menoscabo de todas las peculiaridades, de todas las individualidades limitadas, efímeras, contingentes.”
En ello radican las mayores esperanzas de los seres humanos siempre que cada “voz” o “dialecto”, tenga capacidad para reconocer que es sólo una entre otras muchas, y que debe ser capaz de dialogar con las demás. Vattimo profundiza entonces la idea señalando:
“La causa emancipante de la liberación de las diferencias y de los ‘dialectos’ consiste más bien en el compendioso efecto de desarraigo que acompaña al primer efecto de identificación. Si, al fin de cuentas hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre muchos otros.”
También las instituciones religiosas, como la Iglesia Católica deberán, a su juicio, ser capaces de retener lo esencial del mensaje cristiano y evitar una concepción de la “Verdad” sostenida de manera dogmática y autoritaria. Se espera de ellas, por el contrario, que asuman que la idea de que “la verdad nos hará libres” tiene más bien que ver con el “precepto de caridad”, verdadero eje del mensaje cristiano. Así, dice Vattimo al respecto en “La edad de la interpretación” (2005):
“No podemos ‘no decirnos cristianos’ porque en el mundo en el que Dios ha muerto, -se han disuelto los metarrelatos y se ha desmitificado afortunadamente toda autoridad, también la de los saberes ‘objetivos’- nuestra única posibilidad de supervivencia humana reside en el precepto cristiano de la caridad.”
El neopragmatismo de Richard Rorty
En una línea de pensamiento por momentos cercana a la de Vattimo se encuentra R. Rorty, quien se ubica, sin embargo, en las filas del neopragmatismo. Esta corriente asume que ha llegado el fin de la idea especular de la “Verdad”, entendida como el reflejo que se daría en el “espejo” de la mente, y que, en cambio, las verdades deben ser mejor entendidas como “redescripciones” del mundo que sirven a las personas para “hacer lo que quieren hacer”.
Así que, como Vattimo, también tras las ideas de Nietzsche y Heidegger, entre otros, defiende Rorty en su obra Contingencia, ironía y solidaridad (1989) la idea del “ironista liberal”. “Ironista”, en el sentido de ser personas que reconocen la contingencia de sus deseos y fundamentaciones. Y “liberal”, en tanto personas que piensan que los actos de humillación o de crueldad son lo peor que alguien puede hacer. El “ironista liberal”
“… es aquel que, entre esos deseos imposibles de fundamentar incluye sus esperanzas de que el sufrimiento ha de disminuir, que la humillación de unos seres humanos por otros ha de cesar”.
Sin embargo, para Rorty, esa “solidaridad” que todavía debe ser alentada, estimulada permanentemente, no debe buscarse “dentro nuestro”, como lo pretendían el cristianismo y Kant. Tal solidaridad debe ser desarrollada por una “identificación imaginativa” que, partiendo del “nosotros”, es decir, del propio grupo de pertenencia, vaya ampliándose gradualmente hasta incluir a otros que antes eran considerados “ellos”. Dice al respecto Rorty:
“La manera correcta de entender el lema: ‘Tenemos obligaciones para con los seres humanos simplemente como tales’ es interpretándolo como un medio para exhortarnos a que continuemos intentando ampliar nuestro sentido del ‘nosotros’ tanto cuanto podamos.”
Y continúa:
“… la inclusión entre ‘nosotros’ de la familia de la caverna de al lado, después la de la tribu del otro lado del río, después la de la confederación de tribus del otro lado de la montaña, más tarde la de los infieles del otro lado del mar…”
Este cambio de actitud será factible, por tanto, más que por el acceso a las grandes teorías éticas, por el “giro hacia la narrativa”, a través de todo tipo de literatura que nos vuelva cada vez más conscientes de una constatación fundamental: la de que las “diferencias” de raza, religión, y costumbres en general, carecen de importancia frente a la igualdad humana en cuanto a la posibilidad de sufrir “dolor y humillación”. Dice Rorty al respecto:
“Kant, movido por los mejores motivos, orientó la filosofía moral en una dirección tal que a los filósofos morales les resultó arduo advertir la importancia que para el progreso moral tenían esas descripciones empíricas. Kant deseaba promover desarrollos como los que en efecto se han producido desde sus días: el desenvolvimiento ulterior de las instituciones democráticas y de una conciencia política cosmopolita. Pero pensaba que la forma de hacerlo consistía en subrayar, más que la conmiseración ante el dolor y el remordimiento por la crueldad, la racionalidad y la obligación; específicamente, la obligación moral.”
Así, para Rorty, al contraponer el “respeto racional” a los “sentimientos de conmiseración y de benevolencia”, Kant hizo que estos últimos aparecieran como motivos dudosos y de “segundo orden” para no ser cruel. Y con ello transformó la moralidad en algo distinto de la capacidad de advertir el dolor y la humillación y de identificarse con ellos.
De manera que por todo lo visto podemos apreciar que también la hermenéutica y el neopragmatismo se enmarcan también en la crítica a la Ética de tono moderno, centrada en el sujeto moral racional. Y sin embargo, suele decirse que la filosofía después de Hegel es cualquier cosa menos homogénea, que se diversifica en una serie de corrientes o escuelas que poco o nada tienen en común. Es cierto, reconoce la autora, que Marx, Nietzsche, Freud, y otros autores no abordados en su libro, como Wittgenstein, Sartre o Heidegger tienen poco que ver entre sí. Sin embargo, algo tienen en común todos estos filósofos contemporáneos, y es su oposición radical al modo moderno de hacer filosofía o a una filosofía que, colgada de la especulación, ha ido perdiendo de vista la realidad.
El sujeto del conocimiento, que fue el principio filosófico y metodológico incuestionable, desde Descartes hasta Kant, es visto ahora como un principio muy incierto, de modo que ya no será el sujeto cognoscente, sino el lenguaje el punto de partida de un nuevo modo de filosofar que permitirá reconstruir la filosofía moral recuperando hasta cierto punto el legado kantiano aunque adaptándolo a las exigencias y reparos de un pensamiento mucho más alejado de las certezas y de los absolutos.
Referencias:
Camps, V. (ed.)(1992). “Presentación” en Concepciones de la ética. Madrid: Trotta.
Freud, S. (2017). El malestar en la cultura. Madrid: Akal.
Hegel, G. (1966) Fenomenología del Espíritu. México: F. C. E.
(1975) Principios de Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política. Buenos Aires: Sudamericana.
Marx, K. (2017). Manifiesto comunista. Barcelona: Península.
Nietzsche, F. (1988). La Gaya ciencia. Madrid: Akal.
(1998). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos.
(2011). Genealogía de la moral. Madrid: Alianza.
(2011). Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza.
Rorty, R. (1991). Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona: Paidós.
Vattimo, G.(2000). “Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?”, en Vattimo, G. y otros. En torno a la posmodernidad. Barcelona. Anthropos.
(2006). “La edad de la interpretación” en Rorty, R y Vattimo, G. El futuro de la religión. Buenos Aires: Paidós.
Camps, V. (ed.) Concepciones de la ética https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/05/concepciones-de-la-Etica-victoria-camps-osvaldo-guariglia-y-fernando-salmerc3b3n-eds-3-1.pdf
De Robles, S. “La crítica de Hegel a Kant” http://bibliotecadigital.uns.edu.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1668-74342010001100110&lng=es&nrm=iso
Fernández del Riesgo, M., “La ética y el marxismo” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2024/05/La-Etica-y-el-marxismo.pdf