En esta entrada sobre la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten) analizamos los argumentos centrales del texto de Immanuel Kant, publicado en el año 1785. En vida del propio Kant, fue ésta una de sus obras más reeditadas, juntamente con su ensayo Hacia la paz perpetua, publicado diez años después, en 1795.
Immanuel Kant (1724–1804) es una de las figuras fundacionales de la filosofía moderna, al haber articulado el racionalismo y el empirismo, teorías gnoseológicas en profundo conflicto en su tiempo. Establece, así, las bases para gran parte de la filosofía de los siglos XIX y XX, y continúa, aun hoy, ejerciendo una influencia significativa en la metafísica, la epistemología, la ética, la filosofía política, y la estética entre otros campos.
La idea central de su “filosofía crítica”, desarrollada en sus tres Críticas: la Crítica de la razón pura (1781, 1787), la Crítica de la razón práctica (1788) y la Crítica del juicio (1790), es la autonomía humana. Kant argumenta en ellas que, en tanto el entendimiento es la fuente de las leyes generales de la naturaleza que estructuran toda nuestra experiencia, la razón humana se da a sí misma la ley moral, lo que sienta las bases para postular la existencia de la libertad, y recuperar así la creencia en Dios, el alma y la inmortalidad.
Contexto de la obra de Kant
Kant nace en Könisberg, Prusia, uno de los estados que luego formará parte de Alemania. Suele destacarse que no se alejó nunca de su ciudad, ubicada en una zona bastante apartada desde el punto de vista cultural. No obstante, aun situado en aquel extremo del mundo, Kant introdujo en Europa la revolución más grande tuvo el pensamiento moderno.
Los padres de Kant pertenecían al pietismo, y él asistió a una escuela con esa orientación religiosa, el Collegium Fridericianum, desde los ocho hasta los quince años. El pietismo fue un movimiento evangélico luterano que enfatizaba la experiencia de las emociones religiosas y la devoción personal en el estudio de la Biblia, la oración y la introspección.
No obstante, según sus biógrafos, fueron los padres de Kant quienes probablemente lo influenciaron, mucho más que por su pietismo, por sus valores de “trabajo duro, honestidad, limpieza e independencia”, tal como el mismo Kant remarcaba.
Suele narrarse que una de las pocas veces en que se apartó de su régimen de vida riguroso, fue cuando esperaba los periódicos que traían las noticias de la Revolución Francesa. Informado de todo lo importante de su época y, como buen pensador ilustrado, Kant tuvo el privilegio de ser uno de los últimos europeos capaces de dominar todo ese saber. No sólo sabía filosofía, sino que también sabía y enseñaba matemáticas, física, astronomía, mineralogía, geografía, antropología, pedagogía, teología natural, entre otros temas.
Hay que recordar aquí que la inspiración original de la Ilustración fue la nueva física, que era mecanicista. Pero si la naturaleza está totalmente gobernada por leyes mecanicistas y causales, entonces, puede parecer que no hay lugar para la libertad, el alma o cualquier otro elemento que no sea la “materia en movimiento”.
Esto constituía una amenaza para la visión tradicional de que la moralidad requiere libertad, ya que debemos ser libres para elegir lo que está bien por sobre lo que está mal, porque de lo contrario no podemos ser responsables. Así es que, la ciencia moderna, orgullo de la Ilustración y fuente de su optimismo sobre los poderes de la razón humana, amenazaba con socavar las creencias morales y religiosas tradicionales.
Cuando escribe la obra que nos ocupa, la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant hacía poco que había publicado su primera edición de la Crítica de la razón pura, obra en la que sostiene que conocer no es, como habían pensado los griegos y, en general toda la filosofía hasta él, reflejar mentalmente los objetos, una actividad teorética, contemplativa, sino que es, ante todo, construir el ámbito de la objetividad.
Es decir, que es una cierta operación transformadora la que produce el objeto de conocimiento ya que la estructura que aporta la mente del sujeto colabora en modelar, por así decir, los materiales de las sensaciones para constituirlo.
Esto hace que el conocimiento, para Kant, tenga sus límites. Ya no será posible conocer las cosas en sí mismas, los “noúmenos”, sino solo las cosas tal como se nos aparecen, es decir los “fenómenos”. De este modo, los humanos nunca podemos, en rigor, conocer lo absoluto o aquellos objetos tradicionales de la metafísica, como Dios, el alma, la libertad, de los que no tenemos datos sensoriales.
Sin embargo, piensa Kant que sí tenemos un cierto acceso, una especie de contacto, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. En otros términos, es la conciencia que ordena, que impone el deber de modo incondicionado.
La filosofía moral de Kant también se basa en la idea de autonomía. Sostiene que hay un solo principio fundamental de moralidad, en el que se basan todos los deberes morales específicos. Él llama a esta ley moral el imperativo categórico. La ley moral es producto de la razón, para Kant, mientras que las leyes básicas de la naturaleza son productos de nuestro entendimiento.
A su juicio, la ley moral no depende de ninguna cualidad propia de la naturaleza humana, sino sólo de la naturaleza de la razón como tal, aunque su manifestación ante nosotros como imperativo categórico refleja el hecho de que la voluntad humana también está influenciada por otros incentivos enraizados en nuestras necesidades e inclinaciones.
Así, por un lado, la filosofía teórica de Kant trata sobre cómo es el mundo. Su principio más elevado es la autoconciencia, en la que se basa nuestro conocimiento de las leyes básicas de la naturaleza. Dados los datos sensoriales, nuestra comprensión construye la experiencia de acuerdo con estas leyes a priori.
Por su parte, la filosofía práctica se trata de cómo debería ser el mundo. Su principio supremo es la ley moral, de la que derivamos deberes que ordenan cómo debemos actuar en situaciones específicas. Dado cómo es el mundo (filosofía teórica) y cómo debería ser (filosofía práctica), nuestro objetivo es mejorar el mundo construyendo o realizando el bien supremo.
La Fundamentación para una metafísica de las costumbres
Volviendo a la Fundamentación, Kant solía afirmar que, pese a su intimidatorio título, su concepción era susceptible de un alto grado de popularidad debido a que estaba en consonancia con lo que la gente considera espontáneamente sobre la moralidad. Por eso será éste el primero de los trabajos maduros de Kant en la cuestión de la filosofía moral, a la vez que despeja el camino para futuras investigaciones que concretará en la Crítica de la Razón Práctica, de 1788.
Prólogo
Kant comienza su Fundamentación recordando que ya la antigua filosofía griega solía dividirse en tres grandes ciencias o campos del saber: la lógica, la física, la ética. Y esto se debe a que todo conocimiento de la razón, es material, si considera algún objeto, o formal, si ocupa simplemente de la forma del entendimiento y de la propia razón.
La filosofía formal se llama lógica, mientras que la material, la cual trata con determinados objetos, se divide, a su vez, en dos disciplinas, dado que sus leyes son de la naturaleza o de la libertad. La ciencia que trata sobre la naturaleza, recibe el nombre de física o “teoría de la naturaleza”, y la que se ocupa de la libertad el de ética o “teoría de las costumbres”.
Tanto la filosofía de la naturaleza como la filosofía moral poseen, cada una, su parte empírica y su parte “pura”, con principios a priori, es decir, independientes de toda experiencia. Nace así la idea de una doble parte “pura”, una doble metafísica. Una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las costumbres. Y Kant considera que esta última es, por lo tanto, absolutamente necesaria para disponer de un hilo conductor para un correcto enjuiciamiento de la moralidad.
Kant partirá, entonces, del conocimiento común y ascenderá hasta la determinación de aquel principio supremo, para retornar luego, sintéticamente, a partir del examen de tal principio hasta los umbrales de la crítica de la razón práctica.
La obra consta de tres capítulos: un primer capítulo que Kant denomina “Tránsito del conocimiento moral común de la razón al filosófico”. Un segundo capítulo denominado “Tránsito de la filosofía moral popular a una metafísica de las costumbres”. Y un tercero al que llama “Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura”.
Capítulo I: Tránsito del conocimiento moral común de la razón al filosófico
Kant comienza este capítulo con una de las frases más conocidas de la literatura filosófica de todos los tiempos:
“No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad. Inteligencia, ingenio, discernimiento y como quieran llamarse los demás talentos del espíritu, o coraje, tenacidad, perseverancia en las resoluciones, como cualidades del temperamento, sin duda son todas ellas cosas buenas y deseables en más de un sentido; pero también pueden ser extremadamente malas y dañinas, si la voluntad que debe utilizar esos dones de la naturaleza, y cuya peculiar modalidad se denomina por ello carácter, no es buena.”
Es decir, Kant pretende examinar desde el inicio aquello a lo que llamamos “bueno”, y brinda todo un catálogo de cosas tan buenas como deseables. Así, el ser inteligente o el tener ingenio, por ejemplo, son cosas tan apreciadas como el ser tenaz o el tener coraje. Sin embargo, uno puede atesorar muchos talentos e, incluso, poseer un temperamento envidiable, y, sin embargo, que todos esos dones de la naturaleza no sirvan para mucho, al ser mal utilizados por una mala voluntad.
Por ejemplo, el autocontrol ejercido sobre nuestras pasiones, dice, parece algo muy positivo. Sin embargo, la sangre fría de un malvado lo hace no sólo mucho más peligroso, sino también mucho más despreciable ante nuestros ojos, de lo que sería tenido sin ella.
Eso mismo sucede con lo que damos en llamar “dones de la fortuna”, de la suerte. Para Kant, estos son las riquezas, el poder o la salud, bienes muy relativos desde un punto de vista estrictamente moral. Incluso un estado de felicidad, el hallarse uno contento con su propio estado, no se identifica de inmediato con lo bueno en sentido moral. Porque un espectador imparcial jamás podría sentirse satisfecho al contemplar cuán bien le van las cosas a quien carece por completo de una voluntad buena.
Sin embargo, desde el comienzo Kant reconoce un único sentido en el que sí puede ser importante la felicidad en este terreno es el hecho de que, quien no es feliz, podría creer que tiene buenas razones para no cumplir con las exigencias de la buena voluntad. Por lo tanto, solo la buena voluntad constituye, para Kant una condición imprescindible no para ser felices, sino para hacernos dignos de ser felices.
De este modo, la suya no es una ética teleológica (del gr. telos: fin), es decir, centrada en los fines, como lo son las éticas de la antigüedad griega, que pretendían asociar la ética a la persecución de la felicidad, la eudaimonía. La suya será una ética deontológica término que también proviene del griego porque “deon” significa deber. Es decir, será una ética centrada no en la felicidad sino en el deber.
Otra aclaración importante que hace Kant desde el inicio es que
“La buena voluntad no es tal por lo que produzca o logre, ni por su idoneidad para conseguir un fin propuesto, siendo su querer lo único que la hace buena de suyo…”
Es decir, para él, tener buenas intenciones y poner todo de sí para cumplimentar ese objetivo está muy por encima del cosechar éxitos dentro de una escala moral. Es célebre al respecto el hermoso pasaje, tantas veces citado, en el que la buena voluntad es comparada con una joya brillante y cuyo valor puede ser apreciado al margen de toda utilidad, sin quedar por eso empañado de ningún modo. Dice Kant:
“…semejante voluntad brillaría pese a todo por sí misma cual una joya, como algo que posee su pleno valor en sí mismo. A ese valor nada puede añadir ni mermar la utilidad o el fracaso. Dicha utilidad sería comparable con el engaste que se le pone a una joya para manejarla mejor al comerciar con ella o atraer la atención de los inexpertos, mas no para recomendarla a los peritos ni aquilatar su valor.”
Imaginemos, por ejemplo, alguien que se lanza al mar para salvar a una persona que no conoce, y no logra cumplir el objetivo, aun después de haberse arriesgado. Sin dudas merecería, de todas formas, nuestra mayor valoración moral. Por eso, Kant está convencido aquí de que la razón no nos ha sido dada para ser felices.
Piensa, que si nuestro destino consistiera simplemente en alcanzar la felicidad la naturaleza habría confiado esa misión al instinto, dado que, tal como él cree ver a su alrededor, cuanto más se ocupa la razón de la cuestión de la felicidad tanto más alejada queda la persona de la verdadera satisfacción, ya que esta intervención de la razón sólo sirve para incrementar y multiplicar sus deseos y necesidades.
En cambio, lo que sí puede conseguir la razón es generar una voluntad buena en sí misma y no en relación a uno u otro propósito. Por lo que Kant pasa entonces a examinar lo que cree su verdadera función aquí, que es acercarnos al concepto del deber.
El deber, para Kant, involucra a la noción de una buena voluntad – es decir, en deseo de hacer lo correcto por razones justas-, aunque bajo ciertos obstáculos subjetivos, ya que no somos voluntades “santas”, tenemos nuestros deseos e inclinaciones.
Las inclinaciones son, para él, nuestras tendencias y deseos más espontáneos: el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, la búsqueda del placer, el intento de satisfacer los gustos personales, etc. Cuando uno cede a ellas, la situación suele resultar en acciones contrarias al deber, porque son provechosas para uno u otro propósito egoísta. Y en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pudieran haber sucedido por deber, dado que incluso lo contradicen.
Kant da el ejemplo de un comerciante que cobra muy distintos precios a su clientela, en función de su edad, o de su conocimiento de la economía local, a fin de obtener su provecho. Este comerciante estaría actuando, así en forma contraria al deber, que ordena cobrar lo correcto a todos por igual, sin este tipo de especulaciones.
Luego vienen las acciones conformes al deber pero por inclinación mediata, es decir, como medio para algo para lograr algo más. Este tipo de acciones pueden ser efectivamente conformes al deber -es decir, con la forma, la apariencia externa que tendría la acción correcta- pero en el fondo son realizadas porque alguna otra inclinación o propósito egoísta les mueve a ello.
Así por ejemplo, resulta sin duda conforme al deber que ese comerciante no cobre de más a su cliente inexperto. Por lo tanto, uno es atendido honradamente y con la forma del deber. Sin embargo, esto no basta para creer que por ello el comerciante se haya comportado moralmente. El comerciante lo puede estar haciendo simplemente para mantener su buen nombre y conservar y acrecentar su clientela.
Por eso Kant considera a este tipo de acciones como “moralmente neutras”. No se ha realizado una mala acción, pero no alcanza para ser considerada plenamente moral porque falta la intención adecuada de cumplir con el deber por el deber mismo.
Luego vienen las acciones conformes al deber pero por inclinación inmediata. Este tipo de acción se da cuando la acción es conforme al deber pero el sujeto posee además una tendencia natural inmediata hacia ella. Manteniendo nuestro ejemplo, sería el caso de que este comerciante podría estar cobrando lo correcto pero simplemente por una afecto personal por sus clientes de toda una vida: lo hace con gusto, con un disfrute propio.
Kant alude incluso, aquí, en general, a alguien filantrópico, generoso, que fuera caritativo allí donde hiciera falta. Ocurre, sin embargo, que si esta persona siente un íntimo placer en producir alegría a su alrededor y se regocija con ese contento ajeno en cuanto es obra suya, tampoco se trata del deber tal como lo entiende Kant. Porque tales acciones están alineadas con otras inclinaciones, o satisfacciones personales.
Este momento de su concepción fue especialmente criticado, dado que sí parece ir contra nuestro habitual sentido común moral, que nos dice que es bueno disfrutar del bien que hacemos. Es conocida, al respecto, la célebre crítica de F. Schiller sobre los “escrúpulos de conciencia” de un alumno de ética al que le “remuerde la conciencia” por ayudar a sus amigos, a los que tiene afecto.
Sin embargo, si se lo considera más atentamente, se entenderá que Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a las personas (como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después, odiándolas, el deber nos obligue a ayudarlas.
Sino que, si se presenta el caso en el que no apreciamos en absoluto a una persona y sin embargo tenemos conciencia de que nuestro deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad.
Es decir, lo único que exige Kant en aras de que nuestro comportamiento moral y no oscile en función de nuestros sentimientos del momento, es que distingamos los dos motivos: una cosa es nuestra amistad o afecto por una persona, y otra lo que el deber manda. Y sólo si nos damos cuenta de estar obrando no solo por amistad, sino, fundamentalmente por respeto al deber, entonces, y sólo entonces,nuestro acto será moralmente bueno. De lo contrario, una vez más, es un acto neutro.
Kant llega a decir, incluso, que así hay que entender aquellos pasajes de la Sagrada Escritura, en donde se manda “amar al prójimo”, aun cuando éste sea nuestro enemigo. Entiende Kant que, dese el momento en que el amor espontáneo, como inclinación, no puede ser mandado, de lo que se trata aquí es, evidentemente, de hacer el bien por deber, cuando ninguna inclinación en absoluto impulse a ello.
Dice Kant que estamos, así, frente a un amor práctico (moral) y no patológico (de pathos, pasión, tendencia natural). Este tipo de amor está basado en la buena voluntad, y no en una tendencia de la sensación, sustentado en principios de acción y no en una tierna y a veces efímera o cambiante compasión. Este amor, dice Kant, es el único que puede ser mandado.
Dicho de otro modo, el valor moral de nuestros actos estriba en el principio que regula nuestro querer. Y tal principio es formal, insiste Kant. No se basa en contenidos, mandamientos, consejos con contenido concreto, sino en una forma: el hecho de que para obrar moralmente tengo que limitarme a comprobar si podría querer ver convertida nuestra máxima – el principio subjetivo por el que voy a actuar, por el que me voy a guiar- podría ser convertido en una ley con validez universal.
Este planteamiento queda ilustrado con el más célebre ejemplo de Kant: el de la falsa promesa. Uno puede planear librarse de un aprieto realizando una promesa que no piensa cumplir. Por ejemplo, se compromete a devolver el dinero que está pidiendo prestado. De tal modo, dice Kant, en cierta circunstancia apremiante es posible que yo quiera adoptar como máxima de mi conducta una mentira.
Pero nunca podría llegar a querer el mentir como una norma con validez universal, porque dicha máxima se autodestruiría en cuanto pretendiera cobrar el rango de ley. Pronto me doy cuenta, entonces, de que no puedo querer esa ley, porque se me volvería en contra en mi situación particular, autocontradicéndome, ya que todos sabrían que puedo estar mintiendo para hacer mi conveniencia, y por tanto nadie me prestaría el dinero.
Otro ejemplo podría ser el mandato de no robar, ya que aquel que roba espera lograr su objetivo y mantener, así, la propiedad de lo robado. Sin embargo, una ley universal que aprobara el robo se le volvería en contra ya que, en definitiva, estaría anulando la idea misma de propiedad.
En otras palabras, el principio de universalización kantiano puede sintetizarse más popularmente como “No quieras convertirte en excepción”, ya que todos entendemos que el inmoral es, justamente, el que pretende siempre salirse con la suya exceptuándose de los deberes que sí da por hecho para los demás.
Pero, aun cuando esta idea es comúnmente entendida, Kant sí cree estar clarificándola al ofrecer una más precisa formulación de dicho principio. Por otra parte, el filósofo está convencido de que, a diferencia de los sistemas morales que evalúan el acto por sus consecuencias -las corrientes centradas en fines– su análisis no requiere de una particular perspicacia, ni tampoco poseer un gran caudal de conocimientos o experiencias para detectar lo que es moralmente correcto.
Por el contrario, dice, para evaluar si mi querer es moralmente bueno, bastaría con preguntarme si mi pauta de conducta podría ser aceptada por todos los demás. Y por lo tanto esta fórmula, no enseña nada nuevo -insiste-, sino que sólo nos hace reparar en un conocimiento que ya poseíamos, tal como hacía Sócrates con su mayéutica.
Por ello se hace necesario fundamentar una metafísica de las costumbres que indague realmente las fuentes a priori, formales -independientes de la experiencia- de donde surge el deber.
Segundo capítulo: Tránsito de la filosofía moral popular a una metafísica de las costumbres
Aquí Kant avanza en precisiones y señala que la representación de un principio objetivo, en tanto que resulta apremiante para una voluntad, se llama un mandato de la razón, y la fórmula del mismo se denomina imperativo. Todos los imperativos quedan expresados mediante un “deber-ser” que dice que sería bueno hacer o dejar de hacer algo, si bien se lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo por el hecho de representárselo como bueno.
Kant comienza entonces por distinguir entre los imperativos hipotéticos y el imperativo categórico. El imperativo hipotético dice tan sólo que la acción es buena para algún propósito posible o un propósito real. En el primer caso, dice, se trata de un principio “problemático-práctico”, en el segundo caso, se trata de un principio “asertórico-práctico”.
Finalmente, el imperativo categórico es el que no se refiere a ningún propósito, y declara la acción como objetivamente necesaria en sí misma, al margen de cualquier otro fin, con lo que da lugar a un principio “apodíctico-práctico”.
En el primer caso no se evalúa si el fin perseguido es razonable o bueno, sino que sólo interesa resolver el problema que obliga a su resolución, por lo que también cabe llamarlos técnicos, o imperativos de la habilidad. Por ejemplo, las prescripciones del médico para sanar a su paciente, pero también las del envenenador para matarlo, son de idéntico valor aquí -observa Kant-, en tanto que cada cual sirve para realizar cabalmente su propósito. Indica los medios para lograr el fin, aunque no sea un fin bueno.
En el segundo caso se trata de una meta común a todos los seres humanos, un fin que no sólo pueden tener, sino que cabe presuponer con total seguridad y de un modo asertórico en todos ellos. Dicho fin es la felicidad, y la habilidad para escoger los medios para obtenerla suele recibir el nombre de consejos de prudencia o pragmáticos.
Sin embargo, dice aquí, por desgracia, la noción de felicidad es un concepto tan impreciso que, aun cuando cada persona desea conseguir la felicidad, pese a ello nunca puede decir con precisión y de acuerdo consigo misma lo que verdaderamente quiere o desea. La causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de felicidad son, en suma, empíricos.
Por ejemplo, supongamos que alguien quiera riqueza, dice Kant, ¿cuántas preocupaciones, envidias y asechanzas no se atraería sobre sí merced a ello? O supongamos que quisiera tener grandes conocimientos y ser muy perspicaz. Tal vez le dotara tan sólo de una mayor agudeza en su mirada. Pero para mostrarle como más horribles unos males que ahora le pasaban desapercibidos y sigue sin poder evitar…
En otro caso, podría querer una larga vida. Pero ¿quién le garantiza que no se trataría de una interminable calamidad? Otro puede querer, al menos tener salud. Pero cuán a menudo los achaques del cuerpo le han mantenido apartado de unos excesos en que le hubiera hecho caer una salud portentosa.
En resumen, el ser humano no es capaz de precisar con plena certeza lo que le hará realmente feliz, porque para ello se requeriría omnisciencia, un conocimiento exhaustivo de todos los factores involucrados que nadie llega realmente a alcanzar.
Por lo tanto, para ser feliz, no se puede obrar según principios bien precisos, dice Kant, sino sólo según consejos empíricos, como los de la dieta, el ahorro, tener cierta cortesía, la discreción y otras cosas por el estilo sobre las cuales la experiencia enseña que por término medio suelen fomentar el bienestar de las personas. De aquí se sigue que tales imperativos de la prudencia, para intentar ser felices, no pueden mandar verdaderamente, es decir, que no pueden representar objetivamente acciones como moralmente necesarias y deben ser tenidos más bien como recomendaciones.
Por lo tanto, cuando pensamos un imperativo hipotético, dice Kant, no sabemos de antemano lo que contendrá hasta que se nos da la condición. Esto equivale a la siguiente fórmula “Si quieres X, entonces haz Y”. Si quiero tocar un concierto de piano, deberé estudiar muchas horas al día durante mucho tiempo. Si quiero viajar a conocer el mundo, deberé aceptar algún medio de transporte de largas distancias, etc.
Por último, está el imperativo que verdaderamente le interesa a Kant, el imperativo que ordena categóricamente, atendiendo tan sólo a la forma del principio que determina las acciones y que sólo repara en la intención de éstas, al margen de cuál sea su éxito. Sólo este imperativo genera mandatos de la moralidad con una necesidad incondicionada y por lo tanto válida universalmente, aun en contra de nuestras inclinaciones. Esto podría ser formulado como “Haz Y”. Ya no está el condicional, es categórico.
De este modo, Kant considera las leyes morales como imperativos categóricos, que se aplican a todos incondicionalmente. Por ejemplo, el requisito moral de ayudar a otros en necesidad, no se aplica a mí solo si deseo ayudar a otros en necesidad, y el deber de no robar no se suspende si tengo algún deseo que pueda satisfacer robando. Las leyes morales no tienen tales condiciones, sino que se aplican incondicionalmente, y por eso se aplican a todos de la misma manera. En su primera versión la fórmula del imperativo categórico dice:
“Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal.”
Fórmula que también puede ser enunciada como sigue:
“Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza.”
Así, volviendo a nuestro ejemplo, alguien se ve apremiado por alguna causa a pedir dinero en préstamo. Bien sabe que no podrá pagar, pero también sabe que no se le prestará nada si no promete solemnemente devolverlo en un plazo determinado. Le dan ganas de hacer una promesa semejante, pero todavía tiene suficiente conciencia [moral] como para preguntarse: “¿Es eso justo?”, “¿Qué pasaría si mi máxima se convirtiera en una ley universal?”
Al instante advertimos que nunca podría valer como ley universal de la naturaleza ni concordar consigo misma, sino que habría de contradecirse necesariamente, dado que la universalidad de una ley según la cual quien crea estar en apuros pudiera prometer lo que se le ocurra con el designio de no cumplirlo, haría imposible la propia promesa y el fin que se pudiera tener con ella, dado que nadie creería lo que se le promete, sino que todo el mundo se reiría de tal declaración al entenderla como una impostura.
Pero entonces Kant presenta un nuevo fundamento, más profundo, para su exigente sistema de moralidad. Dice: suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, ahí es donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico, esto es, de una ley práctica.
Dice, así, Kant:
“Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo tiempo como un fin. Así, los seres cuya existencia no posee una voluntad como la nuestra, sino que se basan en la naturaleza, tienen sólo un valor relativo como medio, siempre que sean seres irracionales, y por eso se llaman cosas. En cambio los seres racionales reciben el nombre de personas porque su naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos, o sea, como algo que no cabe ser utilizado simplemente como medio, y por ser un objeto merecedor de respeto restringe la libertad de los demás.”
Pero si todo valor estuviese condicionado y fuera por lo tanto contingente, entonces no se podría encontrar en parte alguna algo realmente de valor absoluto para la razón, ningún principio práctico supremo. De acuerdo con ello, la nueva formulación del imperativo categórico será ésta:
“Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio.”
Así entonces no se trata tan sólo de que la voluntad quede sometida a la ley, sino que se somete a ella como autolegisladora. Por eso dice Kant que denominará a este axioma el principio de la autonomía de la voluntad, en contraposición con cualquier otro que por ello adscribirá a la heteronomía.
A su vez, conduce a un concepto inherente al mismo y muy fructífero: el de un reino de los fines, que acepta que es sólo es un ideal. Entiende por este reino la “conjunción sistemática de distintos seres racionales gracias a leyes comunes que pueden darse”.
Así, un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro si legisla universalmente dentro del mismo, pero también está sometido él mismo a esas leyes. Pertenece, entonces, a dicho reino como jefe cuando como legislador no está sometido a la voluntad de ningún otro. Dice finalmente Kant:
“En el reino de los fines todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser colocado algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y no se presta a equivalencia alguna, eso posee una dignidad.”
De este modo, Kant considera estas expresiones del imperativo categórico como caras de una misma moneda, como prácticamente idénticas. Y, en suma, su la filosofía práctica no se interesa por examinar los fundamentos de lo que efectivamente sucede, sino las leyes de lo que debe suceder, aun cuando nunca suceda.
Tercer capítulo: Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura
Kant nos dice aquí que, por consiguiente, hay dos puntos de vista desde los que el ser humano puede considerarse a sí mismo. Primero en tanto que pertenece al mundo sensible y está bajo las leyes naturales (heteronomía). Segundo, como perteneciente al mundo inteligible, bajo leyes que, por ser independientes de la naturaleza, no son empíricas, sino que se fundan simplemente en la razón.
Pero, precisamente por esto, como un ser racional que pertenece al mundo inteligible, el hombre nunca puede pensar la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de la libertad. Explicar cómo es posible la libertad equivale a traspasar los confines de nuestra razón. Sin embargo, la podemos postular, porque está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber moral.
Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería absolutamente de sentido. Pero la conciencia moral es un hecho indisputable.
La libertad es fundamental aquí porque, desde el punto de vista de Kant, la evaluación moral presupone que somos libres en el sentido de que tenemos la capacidad de hacer lo contrario. La rectitud y la incorrección morales se aplican solo a los agentes libres que controlan sus acciones y tienen en su poder, en el momento de sus acciones, actuar correctamente o no. Según Kant, esto es sólo sentido común.
De modo que, para Kant, como lo dice en la Crítica de la razón práctica, la libertad es una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral, y por tanto, es la ratio essendi de la ley moral, aunque la ley moral es la ratio cognoscendi de la libertad, la razón de que tengamos conciencia de su existencia.
El 12 de febrero de 1804 Kant moría en su ciudad natal, siéndole rendidos los últimos honores en un gran funeral. Para entonces la filosofía de Kant había alcanzado ya gran difusión y aceptación en los principales círculos culturales de Alemania y un considerable eco en el resto de Europa.
La tumba de Kant se encuentra en Königsberg, hoy Kaliningrado que pertenece a Rusia. Cerca de ella se halla una placa con la siguiente inscripción en alemán y ruso, tomada de la conclusión de la Crítica de la razón práctica:
“Dos cosas me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado asombro y admiración por mucho que continuamente reflexione sobre ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.”
Referencias
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Körner, S., Kant https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/02/Korner-S.-Kant.pdf
Montenegro, M. L. Kant y Schiller https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/03/Kant-y-Sciller-sobre-el-deber-y-la-obligacion-.pd
Mapa conceptual Kant: Fundamentación para una metafísica de las costumbres https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/02/Mapa-conceptual-Kant-Fundamentacion-para-una-metafisica-de-las-costumbres.pdf
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