Panorama general de la Ética: de antiguos a modernos

Ética: de antiguos a modernos

En esta entrada sobre la Ética, rama de la Filosofía que se dedica a la reflexión sobre el fenómeno de la moralidad, veremos las nociones fundamentales de esta disciplina, así como las principales corrientes éticas del pensamiento occidental, de antiguos a modernos.

Ética, de Adela Cortina y Emilio Martínez Navarro

Como señala Adela Cortina, la Ética es un tipo de saber que intenta construirse racionalmente, utilizando para ello el rigor conceptual y los métodos de análisis y explicación propios de la Filosofía. A menudo se utiliza la palabra “ética” como sinónimo de “moral”, es decir, ese conjunto de principios, normas, preceptos y valores que rigen la vida de los pueblos y de los individuos. Lo cierto es que, frente a la moral “vivida”, la ética es la moral “pensada” (J. L. Aranguren).

En rigor, la palabra ética procede del griego ethos -escrita en griego con eta– y significaba originariamente “morada”, “lugar en donde vivimos”; posteriormente pasó a significar “carácter”, “modo de ser”, es decir, el conjunto de rasgos que una persona o grupo va adquiriendo a lo largo de su vida. Un segundo concepto, ethos, -escrito en griego con épsilon– alude, en cambio, al “hábito” -o “disposición adquirida por repetición”-por el que se internalizan las costumbres. De modo que esta idea complementa a la anterior, ya que sugiere que es el hábito el que forja el carácter.

Por su parte, el término “moral” procede del latín “mos, moris” , que originariamente significaba “costumbre”, y luego pasó también a significar también “carácter” o “modo de ser”. De este modo, “ética” y “moral”, nos dice esta autora, confluyen etimológicamente en un significado casi idéntico: todo aquello que se refiere al modo de ser como resultado de poner en práctica unas costumbres o hábitos considerados buenos.

Dadas esas coincidencias etimológicas, nos dice, no es extraño que los términos “moral y “ética” aparezcan como intercambiables en muchos contextos cotidianos: se habla, por ej., de una “actitud ética” para referirse a una actitud “moralmente correcta” según determinado código moral; o se dice de un comportamiento que “ha sido poco ético”, para significar que no se ha ajustado a los patrones habituales de la moral vigente.

Ética (de antiguos a modernos)

Por lo tanto, este uso de los términos ética y moral como sinónimos está tan extendido en castellano que no vale la pena intentar cuestionarlo. Sin embargo, en contexto académico suele reservarse el término Ética, entendido como Filosofía moral, a la reflexión sobre las distintas morales y sobre los distintos modos de justificar racionalmente la moralidad.

En efecto, como destaca Ricardo Maliandi, aunque es posible advertir sin dificultad la gran diversidad de costumbres de los seres humanos en el espacio y el tiempo, frente a ella es posible adoptar dos actitudes básicas. O bien la defensa del “relativismo ético”, que entiende que toda costumbre vigente en una comunidad debe, por eso mismo, ser aceptada sin cuestionamientos, o bien la postura que admite la necesidad de una reflexión ética, capaz de distinguir entre el mero statu quo y una justificación razonable tanto de las propias costumbres como de las de los demás. Sólo cuando se admite esta última posibilidad tiene sentido la Ética como estudio de las diversas morales, y reflexión acerca de los criterios generales de justificación de sus  normas.

Diversos enfoques éticos

Las teorías éticas -continúa Cortina-, no buscan de modo inmediato contestar a preguntas como “¿qué debemos hacer?” o “¿de qué modo debería organizarse una buena sociedad?, sino más bien a estas otras: “¿por qué hay moral?”, “¿qué razones -si las hay— justifican que sigamos utilizando alguna concepción moral concreta para orientar nuestras vidas?”,“¿qué razones – si las hay – avalan la elección de una determinada concepción moral frente a otras concepciones rivales?”.

Adela Cortina
Adela Cortina

De manera que en tanto las doctrinas morales se ofrecen como orientación inmediata para la vida moral de las personas, las teorías éticas pretenden más bien dar cuenta del fenómeno de la moralidad en general. En este sentido, la respuesta ofrecida por los filósofos a estas cuestiones dista mucho de ser unánime. Cada teoría ética ofrece una determinada visión del fenómeno moral y lo analiza desde una perspectiva diferente. Por lo tanto, aquí nos limitaremos a realizar una breve exposición de algunas de las que han tenido y están teniendo mayor relevancia histórica.

Como nos recuerda esta autora, puede afirmarse, en general, que la filosofía -como toda nuestra cultura de Occidente nace, sin duda, entre los antiguos griegos, pero inmediatamente se suma a la herencia griega el elemento latino, gracias a la asimilación que hicieron de lo griego los romanos, agregando a aquel legado su propia aportación. Posteriormente, con la expansión del cristianismo, el componente greco- latino de nuestra cultura se enriquece con el aporte oriental de la sabiduría hebrea -condensada en el Antiguo Testamento -, y con el propio aporte cristiano recogido en el Nuevo Testamento. Este hecho no debería perderse de vista, señala, a la hora de comprender las tensiones que recorren la historia de la filosofía en general, y la de la Ética en particular.

Recorrido por las principales corrientes éticas de antiguos a modernos

Ética aristotélica

Aristóteles (384 – 322 a. C.) fue el primer filósofo que elaboró tratados sistemáticos de Ética. El más influyente de ellos, la Ética Nicomáquea, sigue siendo reconocido como una de las obras cumbre de la filosofía moral.

Allí Aristóteles realiza una importante distinción entre los saberes teóricos, práctico – técnicos (o poiéticos) y prácticos- morales. Los saberes teóricos (del griego theorein: ver, contemplar) se ocupan de averiguar qué son las cosas, qué ocurre de hecho en el mundo y cuáles son las causas objetivas de los acontecimientos. Son saberes descriptivos: nos muestran lo que hay, lo que es, lo que sucede. Las distintas ciencias de la naturaleza (Física, Química, Biología, Astronomía, etc.) son saberes teóricos en la medida en que lo que buscan es, sencillamente, mostrarnos cómo es el mundo.

Aristóteles
Aristóteles

Precisa Aristóteles que los saberes teóricos tratan sobre “lo que no puede ser de otra manera”, es decir, lo que es así porque así lo encontramos en el mundo, no porque lo haya dispuesto nuestra voluntad: el sol calienta, los animales respiran, el agua se evapora, las plantas crecen … todo eso es así y no lo podemos cambiar a capricho nuestro; podemos tratar de impedir que una cosa concreta sea calentada por el sol utilizando para ello cualquier medio que tengamos a nuestro alcance, pero que el sol caliente o no caliente no depende de nuestra voluntad: pertenece al tipo de cosas que “no pueden ser de otra manera”, aclara Cortina.

En cambio, los saberes poiéticos y práctico- morales, tratan, según Aristóteles, sobre “lo que puede ser de otra manera”, es decir, sobre lo que podemos controlar a voluntad. Los saberes poiéticos (del griego poiein: hacer, fabricar, producir) son aquéllos que nos sirven de guía para la elaboración de algún producto, de alguna obra, ya sea algún artefacto útil (como construir una rueda o tejer una manta) o simplemente un objeto bello (como una escultura, una pintura o un poema). Las técnicas y las artes son saberes de ese tipo. Lo que hoy llamamos “tecnologías” son igualmente saberes que abarcan tanto la mera técnica -basada en conocimientos teóricos- como la producción artística.

De este modo, los saberes poiéticos, a diferencia de los saberes teóricos, no describen lo que hay, sino que tratan de establecer normas, cánones y orientaciones sobre cómo se debe actuar para con seguir el fin deseado (es decir, una rueda o una manta bien hechas, una escultura, o pintura, o poema bellos). Los saberes poiéticos son normativos, pero no pretenden servir de referencia para toda nuestra vida, sino únicamente para la obtención de ciertos resultados que se supone que buscamos, explica Cortina.

En cambio, los saberes prácticos (del griego praxis: quehacer, tarea, negocio ), que también son normativos, son aquéllos que tratan de orientarnos sobre qué debemos hacer para conducir nuestra vida de un modo buen o y justo, cómo debemos actuar, qué decisión es la más correcta en cada caso concreto para que la propia vida sea buena en su conjunto. Tratan sobre lo que debe haber, sobre lo que debería ser (aunque todavía no sea), sobre lo que sería bueno que sucediera (con forme a alguna concepción del bien humano ). Intentan mostrarnos cómo obrar bien, cómo conducirnos adecuadamente en el conjunto de nuestra vida.

Ethics and moral

Así, al comienzo de su Ética Nicomáquea plantea Aristóteles la cuestión que, desde su punto de vista, constituye la clave de toda investigación ética: ¿Cuál es el fin último de todas las acti­vidades humanas? Suponiendo que “toda arte y toda investigación, toda acción y elección parecen tender a algún bien”, inmediatamente nos damos cuenta de que tales bienes se subordinan unos a otros, de modo tal que cabe pensar en la posible existencia de algún fin que todos deseamos por sí mismo, quedando los demás como medios para alcanzarlo.

Ese fin – a su juicio – no puede ser otro que la eudaimonía, la vida buena, la vida feliz. Pero sucede que el concepto de felicidad ha sido siempre extremadamente difuso: para unos consiste en acumular ganancias, para otros se trata de ganar fama y honores, etc. Aristóteles no cree que todas esas maneras posibles de concebir la vida buena puedan ser simultáneamente correctas, de modo que se dispone a investigar en qué consiste la verdadera felicidad.

Para empezar, la vida feliz tendrá que ser un tipo de bien “perfecto”, esto es, un bien que persigamos por sí mismo, y no como medio para otra cosa; por tanto, el afán de riquezas y de honores no puede ser la verdadera felicidad, dado que tales cosas se desean siempre como medios para alcanzar la felicidad, y no constituyen la felicidad misma.

Ética nicomáquea

En segundo lugar, el auténtico fin último de la vida humana tendría que ser “autosuficiente”, es decir, lo bastante deseable por sí mismo como para que, quien lo alcance, ya no desee nada más, aunque, por supuesto, eso no excluye el disfrute de otros bienes. Por último, el bien supremo del hombre deberá consistir en algún tipo de actividad que le sea peculiar, siempre que dicha actividad pueda realizarse de un modo excelente. El bien para cada clase de seres consiste en cumplir adecuadamente su función propia, y en ésto, como en tantas otras cosas, Aristóteles considera que el hombre no es una excepción entre los seres naturales.

De este modo, la actividad que vamos buscando como clave del bien último del hombre ha de ser una actividad que permita ser desempeñada continuamente, pues de lo contrario difícilmente podría tratarse de la más representativa de una clase de seres. En su indagación sobre cuál podría ser la función más propia del ser humano Aristóteles nos recuerda que todos tenemos una misión que cumplir en la propia como unidad, y que nuestro deber moral no es otro que desempeñar bien nuestro papel en ella, para lo cual es preciso que cada uno adquiera las virtudes correspondientes a sus funciones sociales.

Pero a continuación se pregunta si además de las funciones propias del trabajador, del amigo, de la madre o del artista no habrá también una función propia del ser humano como tal, porque en ese caso estaríamos en camino para descubrir cuál es la actividad que puede colmar nuestras ansias de felicidad. Y la respuesta que ofrece Aristóteles es bien conocida: la felicidad más perfecta para el ser humano reside en el ejercicio de la inteligencia teórica, esto es, en la contemplación o comprensión de los conocimientos. En efecto, se trata de una actividad que se que realiza por sí misma, y cuya satisfacción se encuentra en la propia actividad, que además puede llevarse a cabo continuamente.

Aristóteles, padre de la ética occidental

Ahora bien, nos recuerda Cortina, Aristóteles reconoce que el ideal de una vida contemplativa continua sólo es posible para los dioses. Por lo tanto, Aristóteles admite que no es ese el único camino para alcanzar la felicidad, sino que también se puede acceder a ella mediante el ejercicio del entendimiento práctico, que consiste en dominar las pasiones y conseguir una relación amable y satisfactoria con el mundo natural y social en el que estamos inmersos.

En esta tarea nos ayudarán las virtudes, que Aristóteles clasifica del siguiente modo: la principal virtud dianoética – del entendimiento- es la prudencia, que constituye, a su vez, la verdadera sabiduría práctica– para la acción-: ella nos permite deliberar correctamente, mostrándonos lo más conveniente en cada momento para nuestra vida (no lo más conveniente a corto plazo, sino lo más conveniente para una vida buena en su totalidad).

La prudencia facilita, así, el discernimiento en la toma de decisiones, guiándonos hacia el logro de un equilibrio entre el exceso y el defecto, y es la guía de las restantes virtudes: la fortaleza o coraje será, por ejemplo, el término medio entre la cobardía y la temeridad; ser generoso será un término medio entre el derroche y la mezquindad, etc.

equilibrio entre dos vicios
Virtud como “justo medio”

Pero el término medio no es una opción por la mediocridad, sino por la perfección, ya que, por ejemplo, una escultura perfecta sería aquélla a la no le sobra ni le falta nada; de modo similar, la posesión de una virtud cualquiera significa que en ese aspecto de nuestro comportamiento no hay mejora posible, sino que hemos alcanzado el hábito más elevado. Una persona virtuosa será, casi con seguridad, una persona feliz, pero necesita para ello vivir en una sociedad regida por buenas leyes. Porque el logos, esa capacidad que nos hace posible la vida contemplativa y la toma de decisiones prudentes, también nos capacita para la vida social.

Por lo tanto, para Aristóteles la  función propia del  hombre es “la actividad del alma  conforme a la razón”. Y es justamente a esto a lo que Aristóteles denomina “virtud” (areté). Aunque, para conducir a la felicidad, la virtud debe ser una conducta continua, no esporádica:

“Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día hermoso; y así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para ser venturoso y feliz.”

Y a su vez, la ética no puede desvincularse de la política: el más alto bien individual, la felicidad, sólo es posible en una polis dotada de leyes justas. De este modo, Aristóteles entendió la vida moral como un modo de “autorrealización” y por eso decimos que la ética aristotélica pertenece al grupo de éticas eudemonistas, porque así se aprecia mejor la diferencia con otras éticas que veremos a continuación, que también postulan la felicidad como fin de la vida humana, pero que entienden ésta como placer (hedoné), y a las que, por eso, se las denomina “hedonistas”. El placer se suele entender como una satisfacción de carácter sensible, en tanto que la autorrealización puede comportar acciones que no siempre son placentera.

Epicureísmo

El epicureísmo es una ética hedonista, fundada por Epicuro de Samos (341-270 a. C.). Epicuro propone la realización de la vida buena y feliz a través de la prédica en su célebre Jardín, en el que hace un culto de la amistad y propone como meta alcanzar el estado de ataraxia. Afirma que ella es la “ausencia de turbación” o disposición del ánimo gracias a la cual una persona, mediante la disminución de sus pasiones y deseos, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza el equilibrio y finalmente la felicidad.

Epicuro de Samos
Epicuro de Samos

Ya entre los discípulos de Sócrates hubo también una corriente, la de los cirenaicos, que sostuvo la idea de que el bien humano se identifica con el placer, particularmente con el placer sensual e inmediato. Sin embargo, nos recuerda Cortina que ese hedonismo incipiente fue agudamente criticado por Platón y Aristóteles, de modo que hubo que esperar a las propuestas de Epicuro para disponer de un modelo de hedonismo filosóficamente más maduro.

Por su parte, este filósofo sostiene que, si lo que mueve nuestra conducta es la búsqueda del placer, será sabio quien sea capaz de calcular correctamente qué actividades nos proporcionan mayor placer y menor dolor, es decir, quien consiga conducir su vida calculando la intensidad y duración de los placeres, disfrutando de los que tienen menos consecuencias dolorosas y repartiéndolos con medida a lo largo de la existencia. De este modo, dos son las condiciones que hacen posible la verdadera sabiduría y la auténtica felicidad: el placer y el entendimiento calculador. Este último nos permite distinguir varias clases de placeres, correspondientes a distintos tipos de deseo:

Parte de nuestros deseos son naturales, y otra parte son vanos deseos; entre los naturales, unos son necesarios y otros no; y entre los necesarios, unos lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo y otros para la vida misma. Conociendo bien estas clases de deseos es posible referir toda elección a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque en ello consiste la vida feliz. Pues actuamos siempre para no sufrir dolor ni pesar, y una vez que lo hemos conseguido ya no necesitamos de nada más. […] Por ello, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos -como creen algunos que ignoran, no están de acuerdo , o interpretan mal nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbad o en el alma. Porque ni banquetes ni juergas constantes […] dan la felicidad, sin o el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección o rechazo y extirpa las falsas opiniones de las que procede la gran perturbación que se apodera del alma”. (Carta a Meneceo)

Conferencia sobre Epicureísmo

De manera que Epicuro se distancia de un cierto hedonismo ingenuo para proponer como ideal de felicidad el goce moderado y sosegado de los placeres naturales, vinculados a las verdaderas necesidades del cuerpo y del alma.

Una de las principales fuentes de información sobre su doctrina es la ya citada “Carta a Meneceo”, o “Epístola a Meneceo”, también conocida como la “Carta sobre la Felicidad”, tal vez el texto más famoso de Epicuro, donde el filósofo aborda los temas centrales de su pensamiento con respecto a la ética y la metafísica: la naturaleza de los dioses, el miedo a la muerte, la clasificación de los placeres, juntamente con la soportabilidad del dolor, y la búsqueda de la felicidad evitando temer al destino.

Con respecto a evitar el dolor, señala Epicuro que aunque parece cierto que todo placer es bueno, no todos son dignos de ser escogidos siempre, si nos traerán un problema a futuro. De la misma forma, todo dolor es un mal, pero no todos deben evitarse siempre, ya que ciertos dolores son preferibles a los placeres si, por soportarlos durante bastante tiempo, nos otorgan un placer mayor. En suma, sólo mediante un correcto balance de placeres y dolores es posible llegar a la ataraxia, ese estado de perfecto equilibrio en la mente y en el cuerpo, que Epicuro compara con “un mar en calma cuando ningún viento lo azota”… Culmina, así, su célebre “Carta a Meneceo” con un consejo final:

“En estos pensamientos y los análogos a éstos ejercítate, pues, día y noche [y]vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un ser mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.”

Estoicismo

El estoicismo fue fundado por Zenón de Citio (334- 262 a. C), quien comienza a dar sus lecciones en la Stoá poikilé, es decir, el Pórtico pintado del ágora de Atenas. Desde allí difunde la idea de que todos los acontecimientos del mundo están determinados, por lo que la libertad del hombre consiste en la aceptación del propio destino, que es vivir “conforme a su naturaleza racional”.

En efecto, los estoicos creyeron necesario indagar en qué consiste el orden del universo para determinar cuál debía ser el comportamiento correcto de los seres humanos. Sostienen, así, que, dado que la “Razón Cósmica” es la “Ley Universal”, todo está sometido a ella: es “el destino”, “el hado”, una racionalidad misteriosa que se impone “sobre la voluntad de los dioses y de los hombres haciendo que todo suceda fatalmente tal como tenía que suceder”.

Conferencia sobre el estoicismo

Esta Razón Cósmica, este Logos, es providente, es decir, cuida de todo cuanto existe. Que el hombre crea en el destino no es, por tanto -desde la perspectiva estoica -una superstición, sino la consecuencia obligada de la investigación científica. Tal cosmovisión debería haber tenido como consecuencia lógica la resignación del hombre frente a lo irremediable, como sucedía en las tragedias griegas; en ellas, los personajes obran como si fueran dueños de sí mismos y tuviesen la capacidad de evitar lo que el destino ha fijado para ellos, pero al final se imponen inexorablemente las determinaciones del oráculo – de la Razón Común o Ley Universal-, y los que han tratado de actuar en contra del orden eterno han de pagar su culpa por intentarlo. La libertad, en este contexto, no es otra cosa que el conocimiento y la aceptación de la necesidad que rige al Universo.

A pesar de lo que acabamos de exponer sobre las implicaciones fatalistas del planteamiento estoico, los miembros de esta escuela se dedicaron, paradójicamente, a la enseñanza y a la guía moral, instruyendo a sus discípulos acerca de cómo se debe obrar. De este modo mostraron que, en la práctica, sostenían cierto grado de confianza en la libertad humana.

La propuesta ética de los estoicos puede formularse así: el sabio ideal es aquel que, conociendo que toda felicidad exterior depende del destino, intenta asegurarse la paz interior, consiguiendo la insensibilidad ante el sufrimiento y ante las opiniones de los demás. La imperturbabilidad es, por tanto, el único camino que nos conduce a la felicidad.

Con ello se empieza a distinguir entre dos mundos o ámbitos: el de la libertad interior, que depende de nosotros, y el del mundo exterior, que queda fuera de nuestras posibilidades de acción y modificación. El sabio estoico es el que consigue asegurarse los bienes internos y despreciar los externos, logrando ser, en palabras de Séneca, “artífice de la propia vida”. Aparece ya aquí, aunque todavía de un modo muy rudimentario , la concepción de la libertad como autonomía, que veremos desarrollarse posteriormente a través de San Agustín, y más adelante, y sobre todo, con Kant.

Séneca
Séneca

En efecto, para Séneca, soportamos mejor aquellas frustraciones que comprendemos y para las que nos hemos preparado, mientras que nos hacen más daño aquellas que menos esperábamos y que no acertamos a entender. Por ejemplo, la ira no sería, según él, el resultado de una erupción incontrolable de pasiones,  sino de un  “error de razonamiento” básico y subsanable. Lo que nos pone furiosos, piensa, son nuestras concepciones peligrosamente optimistas sobre el mundo y sobre los demás. Dejaremos de estar tan furiosos cuando dejemos de esperar tanto. También sugiere Séneca que, frente a la ansiedad, en lugar de buscar los habituales consejos tranquilizadores, aceptemos con naturalidad que es posible que ocurra algo malo, si bien es poco probable que llegue a ser tan malo como lo temíamos.

Así, dado que nos hiere más lo que no esperábamos, Séneca propone que tengamos siempre en mente la posibilidad del desastre, ya que “la fortuna nada otorga en propiedad” . Por lo que, en definitiva, la sabiduría reside en el adecuado discernimiento de cuándo somos libres para moldear la realidad de acuerdo con nuestros deseos, y cuándo hemos de aceptar con serenidad lo inevitable. De este modo, fiel al sentido estoico de su pensamiento, Séneca nos alienta:

“No hay nadie menos afortunado que el hombre a quien la adversidad olvida, pues no tiene oportunidad de  ponerse a prueba.”

“No hay árbol recio ni consistente sino aquel que el viento azota con frecuencia.”

O también:

“Ser siempre feliz  y recorrer la vida  sin recibir mordiscos  en el alma es ignorar  la mitad de la naturaleza de las cosas.”

Estatua de Séneca
Estatua de Séneca en Córdoba, España

En suma, el estoicismo sugiere, en definitiva, que el objetivo es ser como una
“roca firme” frente a los embates de la vida, actitud que los griegos denominarían apatheia (sin pasiones) y que Séneca vincula a la idea del  “amor fati” (aceptación de los hechos tal cual son).

Por último, otra de las dimensiones fundamentales del estoicismo es su cosmopolitismo, ya que el estoico se considera  “ciudadano del mundo”, es decir,  defiende la igualdad y la solidaridad entre las personas de todas las latitudes. La más célebre metáfora estoica al respecto alude a una serie de círculos concéntricos:el primero se forma alrededor de la identidad propia, el siguiente abarca la familia inmediata, luego sigue la familia extendida, después, los vecinos o el grupo local, luego los conciudadanos, y más allá de todos estos círculos se encuentra el mayor, el de la humanidad como un todo.

La idea es, entonces, ampliar el amor por uno mismo a todos esos niveles, evitando circunscribir la preocupación moral exclusivamente a “lo propio”, y extendiéndola, en cambio, con sentido universalista. Así, en una realista aceptación de la diversidad que integra todo sano cosmopolitismo, dirá Séneca:

“La armonía total de este mundo está formada por una natural aglomeración de discordancias.”

Para concluir en forma contundente:

“¡Qué ridículas son las fronteras de los hombres!”

“No he nacido para sólo un rincón, mi patria es todo el mundo.”

La ética de Santo Tomás de Aquino

Llegado este punto, nos recuerda Adela Cortina que la difusión del cristianismo en la Europa de finales del Imperio Romano y comienzos de la Edad Media supuso la incorporación progresiva de muchos elementos culturales procedentes de la Biblia hebrea y de los primeros escritos cristianos. Así, ya desde los primeros esfuerzos intelectuales de los cris­tianos por poner en orden las creencias y las orientaciones morales, se va elaborando una comprensión nueva que recoge conceptos y argumentos procedentes de los filósofos grecolatinos y de la herencia judeocristiana.

De este modo, entre los primeros admiradores medievales de la obra aristotélica están el musulmán Averroes, el judío Maimónides y el cristiano Santo Tomás de Aquino. Cada uno de ellos elaboró una teoría ética que representa el intento de hacer compatibles las principales aportaciones de Aristóteles con las creencias religiosas y morales del Corán , de la Biblia judía y de la Biblia cristiana, respectivamente.

Santo Tomás de Aquino
Santo Tomás de Aquino

En el caso de Santo Tomás (1224- 1274), sus enseñanzas ejercen, aun hoy, una gran influencia en los debates éticos de gran parte del mundo, por lo que deben ser consideradas aquí. Siguiendo en esto a Aristóteles, también este teólogo considera que los seres humanos aspiran a la felicidad. No obstante, para él, la verdadera felicidad trasciende este mundo y consiste en la “beatitud”, es decir, la esforzada y virtuosa contemplación de Dios.

Dice en la Suma Teológica:

“El objeto de la voluntad es el bien universal, como el objeto del entendimiento es la verdad universal. De lo cual se sigue que nada puede aquietar la voluntad del hombre si no es el bien universal, que no se encuentra en ningún bien creado sino solamente en Dios.”

Es decir que la felicidad perfecta para el hombre no es posible en esta vida, sino en otra vida futura y definitiva. Mientras llega ese momento, la clase de felicidad que más se parece a aquélla es la que proporciona la contemplación de la verdad. Pero Dios no es sólo la fuente en la que el ser humano colmará su anhelo más radical, sino que es también el “supremo monarca del universo”, dado que Él ha establecido la ley eterna y dentro de ella ha fijado los contenidos generales de la verdadera moral como ley natural:

“Como todas las cosas están sometidas a la Providencia divina y son reguladas y medidas por la ley eterna, es manifiesto que todas participan de la ley eterna de alguna manera, en cuanto que por la impresión de esa ley tienen tendencia a sus propios actos o fines”.

Entendiendo toda la creación divina como la mayor comunidad posible, Santo Tomás argumenta que ésta está regida por los “tres niveles de la ley”: la ley divina o eterna, la ley natural, la ley humana.

Dios creando a Adán
Tres niveles de la ley: eterna, natural y humana

La ley divina es la ley por la que Dios gobierna todo el universo físico y moral. La ley natural es la participación del ser humano en la ley divina. Toda persona tiene inscripta en su naturaleza lo que Dios espera de ella. De modo que le basta con observarse a sí mismo para conocerla. Esta ley natural contiene un primer principio imperativo que deriva de la noción misma de bien: “Ha de hacerse el bien y evitarse el mal”. Y la ley humana es la concreción de la ley natural en leyes establecidas por los hombres para el “aquí y ahora” de sus sociedades.

La ley natural, por su parte, se clarifica cuando se conocen sus tres preceptos particulares. El primer precepto  afirma que todos los seres vivos buscan su propia  conservación, es decir, mantenerse con vida. De aquí se sigue, según esta concepción, que estará mal, todo  aquello que  atente contra la propia vida. Esto involucra el suicido, la eutanasia, y toda forma de descuido físico y mental.

El segundo precepto afirma que toda naturaleza animal -y el ser humano como parte de ella-busca reproducirse y cuidar de su propia descendencia. De aquí se sigue, entonces, que estará mal todo aquello que atente contra la procreación y la crianza de los miembros de la propia especie. Y esto incluye, según esta línea de pensamiento, a la homosexualidad, dado que, por definición, ésta no posibilita la procreación, que es uno de los fines básicos de la vida en pareja.

Finalmente, el tercer precepto de la ley natural afirma la inclinación específicamente humana  a llevar una vida racional, a través de la búsqueda del conocimiento y la construcción de una pacífica vida social.  De donde se deduce que estará mal dejarse estar en la ignorancia, y ofender o dañar a aquellos entre  los cuales tiene uno que vivir.

Congreso: la ley humana
La “ley humana” debe ir en consonancia con la “ley natural”

Sin embargo, lo decisivo aquí son las consecuencias  que esta escala jerárquica tiene para la ley humana, ya que ésta tendrá que ser simplemente la concreción de la ley natural en la vida actual. Por el contrario, cualquier legislación que la contradiga irá contra los designios de Dios, y será, por tanto, inmoral. De allí que gran parte de la población considere que esta interpretación de los
tres niveles de la ley debe ser aceptada como “una más”, pero que, en sociedades democráticas, no puede pretender dejar cerrado todo debate acerca de cómo debe legislar la ley humana.

Ética kantiana

Adela Cortina nos recuerda que todo el enorme esfuerzo de reflexión que lleva a cabo la obra filosófica de Immanuel Kant (1724- 1804) tiene siempre el objetivo de estudiar por separado dos ámbitos que ya había distinguido Aristóteles siglos atrás: el ámbito teórico, correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo conforme a su propia dinámica, y el ámbito de lo práctico, correspondiente a lo que lo que puede ocurrir por obra de la voluntad libre de los seres humanos. En este sentido, Kant da inicio a su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres con un pasaje central:

“Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mismo, es posible pensar nada que pueda considerarse bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.” Todos los demás talentos y dones de la fortuna“…pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que hará uso de estos dones de la naturaleza, y cuya constitución particular se llama por eso carácter, no es buena.”

Immanuel Kant
Immanuel Kant

Insistiendo, así, en que lo que de verdad cuenta en la moralidad es la intención de hacer lo correcto, Kant sostiene que-aun cuando no se logre el objetivo-, esa buena voluntad es ya como una “joya brillante”; es decir, algo que posee en sí mismo su propio valor. Todo esto se debe a que, para Kant, si el fin de los seres humanos fuera “ser felices” -como afirma la tradición- la naturaleza habría obrado muy mal en dotarlos de razón,  ya que para tal fin sería mucho mejor el instinto. Y, sin embargo, les ha sido dada la razón.¿Para qué, entonces? Para un propósito muy superior, nos dice: tener influencia sobre la voluntad, y hacer de los seres humanos individuos no tanto “felices” como “dignos de la felicidad”.

Esto se consigue, fundamentalmente, cuando se es capaz de hacer frente a las propias “inclinaciones” toda vez que es necesario para obrar correctamente. Es decir, cuando se logra posponer los propios deseos, necesidades, pasiones, afectos, intereses en pos de la acción indicada por la buena voluntad. Para explicar esta idea, Kant recurre a su clasificación de los cuatro tipo de acciones: acciones contrarias al deber, acciones conforme al deber, pero por inclinación mediata, acciones conforme al deber pero por inclinación inmediata y  acciones “por deber”.

El ejemplo que utiliza Kant es el del “mercader”, que realiza una acción “contraria al deber” cuando vende a su clientela más caro de lo que correspondería para una honesta ganancia. En cambio, realiza una acción “conforme al deber”, es decir, con la “forma” del deber, toda vez que realiza una venta honesta, según el precio justo.

Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Sin embargo, para Kant, lo decisivo es la intención por la que el comerciante es “honesto”. Una posibilidad es que lo sea por “inclinación”, que será “mediata”cuando se esté tomando al otro comomedio -en este caso,para que difunda su “honestidad” y así multiplicar su clientela-. O será “inmediata”, cuando la verdadera razón para que el comerciante tenga un comportamiento “honesto”sea, por ejemplo, el afecto que éste siente hacia el propio cliente, lo que lo llevará a tener con él un trato excepcional. De allí entonces que sólo cuando se realiza la acción recta, -en este caso la “venta honesta” con todo cliente por igual –con el único motivo de cumplir con la intención de hacer lo correcto, el acto es realmente “por deber” y es el único que entra, según Kant, en el  terreno ético.

Ahora bien, ¿cómo sabemos en cada caso qué es “lo correcto”? Una primera distinción necesaria se da entre imperativos hipotéticos, que representan la necesidad de una acción como medio para conseguir un propósito que se quiere, por lo que afirman: “Si quieres x,  entonces haz y”; y los imperativos categóricos, que representan la necesidad de una acción por sí misma, no como medio para ningún otro fin, de modo que exigen: “Haz y”.

Un ejemplo de imperativo hipotético es: “Si quieres recibirte, entonces  deberás rendir todas las materias de  la carrera.” Lo que resulta de esto  es que si la persona dice:  “No quiero, realmente,  recibirme…”,   el mandato de “rendir todas las materias” queda sin efecto. En cambio, en el caso del imperativo categórico, que es el propio de la moralidad, no se afirma: “Si quieres quedar bien con tu clientela e incrementarla, sé honesto”, sino que se exige sin condición:  “Sé honesto”.

Por lo que, una vez situados en el nivel del imperativo categórico, Kant ofrece dos formulaciones básicas para establecer cuál es nuestro deber:

Primera formulación:“…obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se vuelva ley universal.” Lo que, llevado al lenguaje cotidiano significa:“No quieras convertirte en excepción”,   haciendo algo que no puedas querer que todos los demás, -que en definitiva son iguales tuyos- también hagan.

Las “máximas” son, para Kant, los pensamientos que guían nuestra conducta. Señala Cortina que quizá se pueda captar mejor en qué consisten si meditamos sobre el siguiente ejemplo, que no es de Kant: supongamos que puedo apropiarme de algo que no es mío y tengo la absoluta seguridad de que no seré descubierto; si decido quedármelo, estaría comportándome de acuerdo con una máxima que puede expresarse más o menos así: “aprópiate de todo lo que puedas, siempre que no haya peligro”; en cambio, sí decido no quedármelo, la máxima que me guiaría puede ser esta otra:
“no te apropies de lo ajeno aunque no haya peligro, no es honesto hacerlo”.

Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres
Kant en Könisberg

Por su parte, el ejemplo que da Kant es el de la “falsa promesa”, es decir, la acción de prometer algo sabiendo de antemano que no se lo cumplirá. En efecto, la falsa promesa -como toda mentira, en general- no puede ser considerada una posibilidad moral dado que se “destruye a sí misma” cuando se intenta universalizarla como práctica. Esto se debe a que para que la mentira “funcione” necesita ser excepción en un contexto de “verdad”.

La segunda formulación formulación del imperativo categórico, por su parte, se ha vuelto tanto o más célebre que la primera, ya que ordena:…obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.” Y este mandato cobra un profundo sentido tanto ante a las más apremiantes circunstancias de opresión universal, como en el nivel cotidiano de la vida privada y profesional.

Por ello, Kant está convencido de que, si todos respetáramos estos dos enfoques complementarios del imperativo categórico, el mundo se convertiría en lo que él denominó “el reino de los fines”, es decir, el conjunto de los “fines en sí mismos” que generan y obedecen “leyes universales” en las que nadie intenta ser excepción en perjuicio de los demás. Es en este sentido que Kant -continuando en esto a los estoicos- sienta las bases para un saludable cosmopolitismo, entendido como una “Federación de Paz”, en la que las naciones, aun con sus legítimas diferencias, tiendan, sin embargo, “coincidir en los principios…” Quizás por esto es que Kant, preocupado también por el ámbito del conocimiento, llegaría a afirmar conmovido:

     “Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.”

Cielo estrellado
“… el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”

De manera que, como nos recuerda Cortina, en ambos terrenos es posible -a juicio de Kant- que la razón humana salga de la ignorancia y la superstición. Y en el ámbito práctico, el punto de partida para la reflexión es un hecho de razón: el hecho de que todos los humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos como incondicionados, esto es, como imperativos categóricos; todos somos conscientes del deber de cumplir algún conjunto de reglas, por más que no siempre nos acompañen las ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales, como todos sabemos por propia experiencia, pueden ser tanto un buen aliado como un obstáculo, según los casos, para cumplir aquello que la razón nos presenta como un deber.

La razón que justifica estos mandatos, insiste esta autora, es la propia humanidad del sujeto al que obligan, es decir, debemos o no debemos hacer algo porque es propio de los seres humanos hacerlo o no. Actuar de acuerdo con las orientaciones que ellos establecen pero sólo por miedo al qué dirán o por no ser castigados supone “rebajar la humanidad de nuestra persona” y obrar de modo meramente “legal”, pero no moral.

Multitud
Para Kant la humanidad es el “reino de los fines”

Por lo tanto, ¿cómo puede la razón ayudarnos a descubrir cuáles son los verdaderos imperativos categóricos y así distinguirlos de los que meramente lo parecen? Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la vida cotidiana, no son un invento de los filósofos. La misión de la Ética es descubrir los rasgos formales que dichos imperativos deben poseer para que percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, demuestren que son normas morales. El bien moral, por tanto, no reside – a juicio de Kant- en la felicidad , como habían afirmado la mayoría de las éticas tradicionales, sino en conducirse con autonomía, en construir correctamente la propia vida.

Kant afirma entonces la necesidad de constituir en la historia una “comunidad ética” , constituida como “reino de los fines” (los seres humanos), y apunta en última instancia a una progresiva reforma política que ha de llevar a nuestro mundo la superación del peor de los males – la guerra- con la justa instauración de una “paz perpetua” para todos los pueblos de la Tierra.

Utilitarismo

El utilitarismo constituye una forma renovada del hedonismo clásico, pero ahora aparece en el mundo moderno de la mano de autores anglosajones y adopta un carácter social del que aquél carecía. El utilitarismo puede considerarse hedonista porque afirma que lo que mueve a los hombres a obrar es la búsqueda del placer, pero considera que todos tenemos unos sentimientos sociales, entre los que destaca el de la simpatía, que nos llevan a caer en la cuenta de que los demás también desean alcanzar el mencionado placer.

Cesare Beccaria
Cesare Beccaria

Como recuerda Cortina, fue un importante tratadista del Derecho Penal, Cesare Beccaria, quien en su libro Sobre los delitos y las penas, de 1764, formuló por primera vez el principio de “la máxima felicidad posible para el mayor número posible de personas», pero se considera clásicos del utilitarismo fundamentalmente a Jeremy Bentham ( 1748 – 1832) , John S. Mill (1806 -1876) y Henry Sigdwick (1838 -1900).

En efecto, como se vio, si Kant ponía todo el acento de su elaboración ética en el papel que juega allí la intención de hacer lo correcto, más allá de los contextos posibles y de las consecuencias de la acción, John Stuart Mill, en cambio, pondrá su propio énfasis en la especial consideración de las consecuencias de la acción.

De este modo, es célebre su “Principio de la Utilidad o de la mayor Felicidad”, que exige, precisamente, buscar en cada regla moral y en toda legislación “la mayor felicidad para el mayor número.” Afirma Mill en este sentido: “Se entiende por felicidad  el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer.”

Sin embargo, los críticos no se hacen esperar y argumentan:“…suponer que la vida no tiene un fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución mejor  y más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del cerdo…” A lo que el filósofo responde que “…los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante son sus acusadores, puesto que la acusación supone que los  seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo.”

John Stuart Mill
John Stuar Mill

En efecto, la comparación con la vida puramente animal se considera degradante, justamente porque la vida de estos seres no satisface la concepción de la felicidad de un ser humano. Mill sostiene, por tanto, que los placeres no se diferencian cuantitativa sino cualitativamente, de manera que hay placeres inferiores y superiores, tales como los de el intelecto, los sentimientos, y la imaginación. Sólo las personas que han experimentado placeres de ambos tipos están legitimadas para proceder a su clasificación, y estas personas siempre muestran su preferencia por los placeres intelectuales y morales. De lo que concluye Mill que “es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”.

Así, Mill llega a afirmar que “…pocas criaturas humanas  consentirían que se las convirtiera en alguno de los animales inferiores, a cambio de un goce total de todos los  placeres bestiales…” “Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho, es mejor ser Sócrates insatisfecho, que un loco satisfecho…”Es cierto, sin embargo, que “la capacidad para los sentimientos más nobles es en muchas naturalezas una planta muy tierna que muere con facilidad…” Por eso es que, muchas veces, los seres humanos

“…pierden sus aspiraciones elevadas como pierden su agudeza intelectual, porque no tienen tiempo ni oportunidad para favorecerlas.Se adhieren a los placeres inferiores, no porque los prefieran deliberadamente, sino porque son los únicos a que tienen acceso…”

De allí que, en definitiva, para Mill, son las democracias representativas  las que deben esforzarse en posibilitar que cada vez más personas sean incluidas en la búsqueda de la felicidad. Por lo que el criterio de moralidad utilitarista es definido finalmente como: “…el conjunto de reglas y preceptos de humana conducta por cuya observación puede asegurarse a todo el género humano una existencia como la descrita en la mayor extensión posible…”

Y no sólo al género humano “…sino hasta donde la naturaleza de las cosas lo permita, a toda la creación sensible.” Es por esto que muchos le reconocen al utilitarismo no sólo un carácter eminentemente progresista en relación con los seres humanos sino también haberse adelantado, en el siglo XIX, a muchas de las demandas del así llamado “enfoque basado en la sensibilidad”, que amplía nuestras obligaciones éticas a todo ser capaz de sufrimiento. En efecto, según este criterio, los intereses de todos los seres sensibles deben ser tenidos en cuenta en la moralidad dado que éstos tienen un valor inherente, intrínseco, y no un valor meramente instrumental.

Seres vivos
Respetar a toda la creación sensible al dolor

Max Weber: Ética de la intención y ética de la responsabilidad

Para concluir, entonces, es importante señalar que a comienzos del siglo XX el sociólogo Max Weber distinguiría entre “Ética de la convicción” y “Ética de la responsabilidad  frente a las consecuencias”. Hizo ver así las implicancias de estos dos grandes sistemas éticos, en gran medida antagónicos, ya que,
que en términos cotidianos, parecen querer decir: “El fin nunca justifica los medios”(Kant): si una acción es incorrecta, lo será en todo contexto, traiga las consecuencias que traiga. O “El fin a veces sí justifica los medios” (Mill): lo correcto o incorrecto de la acción se ve en el contexto en cuestión y depende de que genere el mayor bien posible.

Tal distición tiene su origen en el trabajo de Weber “Política como vocación” . En esta conferencia, pronunciada en 1919, se pregunta Weber por el perfil que debe adoptar el hombre que tenga vocación política, y reconoce que “con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la historia”.

Max Weber
Max Weber

El político, según Weber, debe gozar de tres cualidades: pasión, responsabilidad y mesura. Precisamente por ello, a la hora de elegir una actitud moral, tiene que tener en cuenta su obligación de responsabilidad. Ante el político se presentan dos posibles actitudes: la de la ética absoluta, incondicionada, y la de la ética de la responsabilidad. Para la primera importa la convicción interna, la pureza de intención, la corrección de la religión o la cosmovisión por la que se rige. El ético de la responsabilidad, por su parte, atiende a los efectos de las acciones, por los que asume la responsabilidad.

Así, si el principal defecto de la ética de la intención es el mal no querido como consecuencia de la acción bien intencionada, el de la ética de la responsabilidad es el mal aceptado como medio para un fin bueno. Sin embargo, mal y bien se encuentran en reciprocidad dinámica. Esta es la razón por la que Weber propone, en último término, una postura de complementación. Esto se observa hoy ante los grandes temas en debate, tales como el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido, la violencia por razones políticas, el uso de animales de laboratorio, la pena de muerte, etc.

Por ejemplo, en el film “Mar Adentro” se aborda el tema del suicidio asistido, y se observan allí claramente al menos dos posiciones: la que considera que ayudar a morir está mal de manera absoluta, sean cuales sean las consecuencias para quien siente que la vida en ese estado ya no es digna para él, y la de quienes sostienen que ninguna acción es buena o mala absolutamente, sino que deben ser considerados los contextos y las consecuencias de la acción cada caso concreto. Resulta claro entonces que el debate ético permanecerá abierto en éste y otros múltiples temas, en busca, si no de “soluciones”, al menos de posiciones razonables consensuadas, surgidas de la vida democrática.

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