Giorgio Colli (1917-1979), autor de El nacimiento de la filosofía, es un filósofo italiano, filólogo e historiador de la filosofía, especialista en la obra de Nietzsche, y traductor de sus obras completas al italiano y al francés. Enseñó filosofía antigua en la Universidad de Pisa durante treinta años, y la figura de Nietzsche fue muy influyente en su propia filosofía, aunque también se permitió discutirlo en algunos aspectos centrales.
Como sabemos, hay muchas teorías en relación al surgimiento de la filosofía. En este mismo blog hemos analizado, al respecto, la obra de J. P. Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua.
Biografía de Giorgio Colli https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Colli,_Giorgio
Allí es mencionada la teoría del “milagro griego”, de John Burnet, por ej., contestada luego por Francis Cornford en el sentido de una continuidad más marcada entre mito y logos-, y completada luego por el propio Vernant, atento especialmente a los factores socio-económicos y políticos que influyeron en el surgimiento de la filosofía, junto con nacimiento de la polis.
En este caso, Colli presenta una interpretación muy personal de ese origen de la filosofía, bajo una perspectiva nietzscheana. Este autor aborda una vez más ese período crucial en Grecia, que fue la transición del siglo VI al V a. C., y se va a interesar muy especialmente por la evolución de lo que se denomina la época de la “sabiduría”, que es la que, a su juicio, da paso luego al momento en el que surgen los “filósofos” y esa actividad peculiar denominada “filosofía”.
Recorreremos aquí, entonces, lo central de cada capítulo de su libro.
Capítulo I: La locura es la fuente de la sabiduría
En el Cap. I, comienza Colli diciendo que los orígenes de la filosofía -y, por tanto, de todo el pensamiento occidental-, son “misteriosos”. Según la tradición erudita -que sería la opinión más difundida- la filosofía nace con pensadores como Tales y Anaximandro. Sin embargo, él sostiene aquí que, en realidad, la época de los orígenes de la filosofía griega está “más próxima” a nosotros.Señala entonces que, precisamente, es Platón quien llamará “filosofía” -es decir, “amor a la sabiduría”- a su propia investigación, y a su actividad educativa, ligada a una expresión escrita, es decir, a la forma literaria del diálogo.
Más aún, Colli sostiene que tal “amor a la sabiduría”, en rigor, no significaba para Platón la aspiración a algo “nunca alcanzado” o “inlcanzable”, sino, más bien, a tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido en el pasado. Es decir, que su actitud, era de una clara nostalgia ante ese pasado perdido.
Colli continúa, su capítulo I explicando que la “era de la sabiduría” incluye, efectivamente, la llamada época presocrática, es decir, el paso de los siglos VI y V a. C., pero que su origen más remoto se nos escapa. Por lo que, en rigor, esta era de la sabiduría tendría sus orígenes ya en la tradición más antigua de la poesía –como en Homero y Hesíodo- y de la religión griega.
Es aquí entonces, donde Colli introduce la figura de Nietzsche. Y señala que, así como Nietszche en El origen de la tragedia, se propuso hipotetizar acerca de dicho surgimiento, el propio Colli intentará hacer lo mismo, en primer lugar, sobre el origen de la sabiduría.
Como es sabido, Nietzsche, parte de las imágenes de dos dioses griegos fundamentales: Dionisos y Apolo; y mediante el examen detenido de los conceptos de “dionisíaco” y “apolíneo”, Nietzsche delinea una doctrina sobre el surgimiento y la decadencia de la tragedia griega.
Así, según Colli, Nietzsche habría obtenido, de allí, no solo una interpretación de conjunto de la cultura griega, sino también una nueva visión del mundo. Sin embargo, este autor entiende que es preciso modificar la caracterización que Nietzsche hizo sobre esos dos dioses, y que, fundamentalmente, hay que conceder la “preminencia” a Apolo, más que a Dionisos. Así, Colli afirma, contundente, que, si acaso hay que atribuir a un dios el dominio sobre la sabiduría, ha de ser al de Delfos, es decir, a Apolo.
Colli pasa entonces a explicar que, en el Oráculo de Apolo en Delfos, se manifiesta claramente la inclinación de los griegos hacia el conocimiento. Para aquella civilización arcaica, afirma, lo más propio de la sabiduría era, en particular, el conocimiento del futuro del hombre.
En este sentido, otros pueblos también conocieron y exaltaron la “adivinación” y tuvieron sus santuarios, pero ninguno, como el pueblo griego, elevó ese tipo de sabiduría a símbolo decisivo de su cultura. En efecto, la adivinación, entraña el conocimiento del futuro y la manifestación y comunicación, de dicho conocimiento. Y eso se produce a través de la palabra del dios, por medio del oráculo.
Así, la forma, el orden, la conexión en que se presentan las palabras, dice Colli, revelan que no se trata de palabras humanas, sino de palabras divinas. Pero, precisamente, a eso se debe la ambigüedad del oráculo, la oscuridad, el carácter alusivo de sus significados, lo difícil de descifrar, la incertidumbre que lo rodea.
De modo que el dios conoce el porvenir, y lo manifiesta al hombre. Pero, -y aquí está la clave-, parece no querer que el hombre lo comprenda. Hay un ingrediente de “perversidad”, de “crueldad”, en la imagen de Apolo, que se refleja en su forma de comunicación de la sabiduría, afirma Colli.
Aquí, entonces, este autor menciona a Heráclito como representante característico de este período de los “sabios”, cuando éste dice:
“El señor a quien pertenece el oráculo que está en Delfos, no afirma ni oculta, sino que indica”.
Por lo que Colli se permite aquí corregir la interpretación que Nietzsche había hecho de Apolo, al presentarlo de manera muy unilateral.
Es que, en efecto, según Nietzsche, Apolo es el símbolo del mundo como “apariencia”. Y esa apariencia es, a la vez, bella e ilusoria. De modo que la obra de Apolo es, para Nietzsche, esencialmente, el mundo del arte, entendido como una forma posible, aunque irreal, ilusoria, de liberación del dolor humano.
A su vez, Nietzsche presenta a Dionisos como el dios del “conocimiento y de la verdad”, entendidos específicamente como la intuición de ese dolor y de esa angustia radical. Por eso afirma aquí Colli que ésa es una es una interpretación injustificada de las cosas, que Nietzsche habría tomado específicamente de Schopenhauer, pero que no se condice con otros datos de la investigación histórica al respecto.
Tal como él lo ve, por el contrario, Dionisos está conectado, más bien, con el misterio, con las visiones místicas de beatitud y purificación, pero eso no es conocimiento, dice Colli. En cambio, para él, como para otros investigadores, el conocimiento y la sabiduría se manifiestan mediante la palabra de Apolo, y, en el caso del oráculo, a través de la sacerdotisa, la Pitia, o pitonisa.
Así, al trazar el concepto de apolíneo, Nietzsche habría tenido presente solamente al “señor de las artes”, al “dios luminoso”, “del esplendor solar”, aspectos auténticos de Apolo, pero parciales, unilaterales. Por el contrario, otras facetas del dios amplían su significación y la ponen más en conexión con la esfera de la sabiduría.
Ante todo, dice, un ingrediente de “terribilidad”, de “ferocidad”. La propia etimología de Apolo, según los griegos, sugiere el significado de “aquel que destruye totalmente”, con sus flechas, y por lo general de manera diferida, a través de la enfermedad. También se lo conoce como “aquel que hiere desde lejos” o “aquel que actúa desde lejos”. Ése es el fondo del culto délfico de Apolo.
Así, para fortalecer su argumento, afirma Colli que un pasaje decisivo de Platón nos aclara esto. Se trata del discurso sobre la “manía” –la forma en que los griegos denominaban a la locura-, que Platón pone en boca de Sócrates en el Fedro. En ese pasaje se contrapone la locura al control de sí, y se exalta esa locura como superior y divina.
Dice el texto:
“Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino… en efecto, la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han proporcionado a Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la comunidad”.
Según Platón, entonces, se trata de la locura “profética” de Apolo, la principal de las locuras, la propia de la mántica, o arte de la adivinación. De ella derivaría la locura “poética”. Luego habría otros tipos de locura, como la “mistérica”, propia de los misterios, en el ámbito de Dionisos, y la “erótica”, derivada, a su vez, de su fuerza vital.
Por lo tanto, para Colli, no sólo hay que ampliar la perspectiva de Nietzsche, sino que, además, hay que modificarla. Apolo no es el dios de la mesura, de la armonía, sino de la exaltación, de la locura. Nietzsche, en cambio, considera que la locura corresponde exclusivamente a Dionisos, y además se limita a definirla como embriaguez.
En definitiva, dice Colli, un testimonio de la talla de Platón nos está sugieriendo que Apolo y Dionisos tienen una afinidad fundamental, precisamente en el terreno de la “manía”, de la locura. Juntos, abarcan por completo esa esfera, que es la matriz de la sabiduría.
Capítulo II: La señora del laberinto
Así llega Colli a su segundo capítulo, en el que, esta vez, va a poner el acento en la figura de Dionisos. Dice entonces, al comenzar, que hay algo que precede a la locura. Cinco siglos antes de que el culto a Apolo se instalara en Delfos -es decir, hacia el 1300 a. C.-, se introduce el culto a Dionisos en el legendario mundo minoico-micénico extendido hacia la isla de Creta.Para esta primera tradición griega, Dionisos es el personaje central detrás del célebre mito del laberinto, el minotauro y Teseo y el hilo de Ariadna. En efecto, los cretenses consideraban que Dionisos estaba unido a todas las mujeres, pero nunca a una en particular, salvo a Ariadna, mujer y diosa a la vez. En la mitología cretense, entonces, Dionisos es el esposo de Ariadna.
Pero no se trata, de un matrimonio tranquilo. Recordemos brevemente el mito al que Colli va a aludir constantemente en este capítulo pero que no desarrolla en forma completa.
Como es sabido, según uno de los relatos más antiguos de Grecia, el rey de Atenas estaba obligado a entregar anualmente un tributo de catorce jóvenes, siete de cada sexo, a su homólogo, el rey Minos de Creta.
Los catorce jóvenes eran destinados a ser alimento del Minotauro, un monstruo mitad hombre mitad toro que habitaba en el laberinto construido por Dédalo, un habilísimo arquitecto y escultor. Teseo, hijo del rey de Atenas, se ofrece como voluntario para ir a Creta como uno de los catorce jóvenes del tributo anual, con la intención de matar al Minotauro y liberar a su patria del odioso tributo.
Así, según narra el mito, al llegar a Creta Teseo se enamora de la princesa Ariadna, hija del rey Minos, y ésta le proporciona los medios para que, después de matar al Minotauro,–cuyo nombre significa el “toro de Minos”-gracias a un ovillo de hilo o de lana (las versiones difieren) pudiera encontrar el camino de regreso dentro del laberinto.
Teseo mata, entonces, al Minotauro y regresa vencedor a Atenas, llevándose consigo a Ariadna. Pero el barco hace escala en la isla de Naxos y Ariadna se queda dormida en la playa. Es en ese el momento, justamente, que Atenea le ordena a Teseo que leve anclas y siga sin demora su camino a Atenas. Teseo cumple la orden, y Ariadna se despierta desconsolada viendo cómo se aleja el barco de su amado.
De este modo, un elemento central aquí es el Laberinto, cuyo arquetipo tiene una importancia simbólica típicamente griega. Precisa Colli que el laberinto, había sido construido en la ciudad cretense de Cnosos, al servicio de Dionisos, con una complejidad inextricable, mezcla juego y violencia.
El laberinto era obra de Dédalo, un brillante ateniense, artesano, artista -a quien la tradición atribuye la fundación de la escultura- y de la sabiduría técnica. La forma geométrica del laberinto, entonces, con su insondable complejidad, creada a través de un juego extraño y perverso del intelecto, alude a una perdición, a un peligro mortal que acecha al hombre.
Pero, quizas sorprendentemente Colli señala que, como arquetipo, como fenómeno primordial, el laberinto prefigura, a su vez, el “logos” la razón, ya que dice: “¿Qué otra cosa, sino el “logos”, es un producto del hombre, en que el hombre se pierde, se arruina?”
Entonces, aunque primero Colli acentuó las cercanías entre Apolo y Dionisos en cuanto a la locura, la manía, aquí los distingue, y parecería, en principio, que Apolo queda sometido a Dionisos, dado que el ambiente es de cruda animalidad, al servicio de ese dios, por momentos bestial.
Pero, marcando la complejidad de todo este entramado mítico, Teseo vence al Minotauro y supera el desafío del laberinto gracias al “hilo del logos”, -un logos que, en este caso, tendría un sentido positivo-y eso parece constituir un triunfo de Apolo, esta vez, benévolo con los hombres, sobre Dionisos.
Lo cierto es que tanto en los juegos de Apolo con los enigmas del oráculo, como en los de Dionisos, con su laberinto, de lo que se trata siempre es de un desafío trágico de los dioses para con los hombres, un peligro mortal del que sólo pueden salvarse las figuras del sabio y del héroe.
Pasan algunos siglos, dice Colli, desde este mito cretense, y la figura de Dionisos se suaviza, se plasma en la emoción y en la efusión mística, en la música y en la poesía. Esa suavización de Dionisos recibe en el mito el nombre de Orfeo. Pero, una vez más, remarcando la tendencia del mundo griego a las duplicidades, Colli nos recuerda que Orfeo es también un devoto de Apolo, el dios de la lira.
Por eso es que la figura de Orfeo alude desde entonces a esa dualidad interior, del alma del poeta, y del sabio, poseída y desgarrada por los dos dioses. Ya que, como dicen Hesíodo y Píndaro, Dionisos, más allá de sus aspectos bestiales, “da mucha alegría”, y, según Homero, es “una fuente de regocijo para los mortales”.
Capítulo III: El dios de la adivinación
Aquí Colli retoma la interpretación de Nietzsche para objetarla. Lo que no habría advertido el pensador alemán es la violencia diferida de Apolo, “el dios que hiere desde lejos”. Y la palabra es, precisamente, el conducto a través del cual envía sus “flechas” desde el mundo oculto de los dioses al de los mortales.De este modo, el lado más oscuro de Apolo es el de ser quien envía la palabra profética con la predicción, muchas veces, de un escabroso futuro. Pero por otro lado, es el dios que se manifiesta en la magia del arte.
Dice entonces Colli que, esa doble faz de Apolo, el mito griego la representa con dos símbolos, que reflejan esos dos atributos del dios: el arco, que designa su acción hostil, y la lira, que alude a su acción benévola.
El arco y de la lira -ambos hechos con los cuervos del chivo- representan la muerte y la belleza, respectivamente. Pero, como procedentes de un mismo dios, expresan una idéntica naturaleza divina.
Precisamente su palabra, la respuesta del oráculo, sube desde la oscuridad de la tierra, y se manifiesta en la exaltación de la Pitia, en su desvarío inconexo. Y sin embargo, sorprendentemente: ¿qué sale de ese magma interior, de esa posesión inefable? No palabras confusas, dice Colli, ni alusiones desordenadas, sino preceptos tales como “nada en exceso” o “conócete a ti mismo”.
De manera que el mismo dios que le muestra al hombre que la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, azarosa, arrogante, cuando da orientaciones en la esfera humana suena como una norma imperiosa de moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad.
Capítulo IV: El desafío del enigma
Aquí el autor recapitula la inquietante conclusión del capítulo anterior al decirnos dice que, entonces, el mismo dios Apolo que impone al hombre la moderación, es, por su parte, inmoderado; lo exhorta a controlarse, mientras que él se manifiesta mediante un “pathos”- una pasión, una exaltación, mediante emociones incontroladas.Entonces, con eso mismo, el dios desafía al hombre, lo provoca, lo instiga a desobedecerle. Y así, semejante ambigüedad convierte la palabra del oráculo en un enigma que marca claramente, dice Colli, la diferencia entre mundo humano y divino.
Es por eso que el enigma tiene gran importancia en la civilización arcaica de Grecia, sobre todo en conexión con los orígenes de la sabiduría. Por lo que Colli comenzará a desarrollar, a partir de aquí, toda la evolución del enigma, que va a terminar conduciendo, según él, al “nacimiento de la filosofía”.
Dice Colli, que encontramos formulaciones de enigmas ya en los poemas homéricos, en Hesíodo, en la época de los Siete Sabios; también en la poesía lirica. Aunque, posteriormente, en los siglos V y IV, todo eso va a ir atenuándose gradualmente.
Pero todavía en Heráclito, en el enigma es algo central. Y por su parte, Platón, entre otros pasajes de su obra, considerará el aspecto perverso y trágico del enigma, cuando, en la Apología de Sócrates, se compara la acusación lanzada por Meleto contra Sócrates con un enigma:
“¿Se dará cuenta Sócrates, el sabio, de que me burlo de él y de que me contradigo? ¿O conseguiré engañarlo a él y a los otros que escuchan?”
Porque, no olvidemos que esa acusación es pasada en limpio por el propio Sócrates como como “Sócrates es culpable de no creer a los dioses, sino de creer en los dioses”. En esta última formulación enigmática, en que Sócrates traduce la acusación de Meleto, es interesante observar la forma contradictoria, característica de la fase madura, humana, del enigma, dice Colli.
Durante el siglo IV a. C., esas resonancias se apagan totalmente. Pero Aristóteles todavía habla de él en contextos serios, en la Retórica y en la Poética, al rastrear su importancia en la tradición. Su definición es interesante, a pesar de estar alejada de cualquier fondo religioso y sapiencial, dice Colli.
El concepto aristotélico del enigma es éste: “decir cosas reales juntando cosas imposibles”. Dado que para Aristóteles “juntar cosas imposibles” significa formular una contradicción, su definición quiere decir que el enigma es una contradicción que designa algo real, en lugar de no indicar nada, como ocurre por regla general.
Para que así sea, añade Aristóteles, no se pueden juntar los nombres en su significado ordinario, sino que hay que utilizar la metáfora. Por eso la metáfora está relacionada con el origen de la sabiduría. Sin embargo, ya para Aristóteles el enigma está vacío del “pathos” originario. No obstante, es útil la indicación de que la formulación contradictoria es característica del enigma, afirma Colli.
Este autor menciona entonces una importante evolución que tuvo humanización del enigma en la tradición que está analizando:
Dice, así, primero el dios inspiraba una respuesta en forma de oráculo, y los “profetas“, los sacerdotes del oráculo, por decirlo con Platón, son simples intérpretes de la palabra divina. Todo esto pertenece todavía totalmente a la esfera plenamente religiosa.
En segundo lugar, el dios impone un enigma mortal – como por ejemplo el que propone la Esfinge a Edipo, y el hombre particular debe resolverlo o, de lo contrario, perderá la vida.
En tercer lugar, dos adivinos luchan entre sí por un enigma; ya no interviene el dios, pero queda el fondo religioso, e interviene un elemento nuevo, el agonismo, la competencia, que todavía, en este caso es una lucha por la vida y la muerte.
Cuarto, un paso más; cae el fondo religioso, y ocupa el primer plano el agonismo, la competición, la lucha de dos hombres por el conocimiento, pero que ya no son adivinos, son sabios, o mejor dicho, combaten por conquistar el título de sabio.
Capítulo V: El “pathos” de lo oculto
Colli comienza este capítulo mencionando un relato antiquísimo, atestiguado por numerosas fuentes que, para él, constituye el documento fundamental sobre la conexión entre sabiduría y enigma.Se trata de una fuente, que habla sobre Homero, y cuenta que el oráculo le advirtió que se cuidara del “enigma de los hombres jóvenes”. Esa advertencia se concreta, para Homero, cuando, estando a orillas de una playa, él interroga a unos jóvenes pescadores acerca de si “tenían algo”, y ellos le contestan lo siguiente:
“Lo que hemos tomado, lo hemos dejado, lo que no hemos tomado, lo traemos.”
Pero entonces, ¿de qué se trataba este enigma? Señala la tradición que la respuesta era más sencilla de lo que parece: los pescadores, en realidad, aludían a los piojos en sus ropas. Entonces, la resolución del enigma, quedaba así:
“Lo que hemos tomado, lo hemos dejado”, significaba que los piojos que habían encontrado los sacaron y por lo tanto los dejaron en el lugar. Mientras que, “lo que no hemos tomado, lo traemos”, quería significar que los que no vieron ni pudieron tomar los llevaban con ellos todavía.
Sin embargo, narra la historia que Homero, al no ser capaz de resolver el enigma, murió de aflicción. Dice entonces Colli que lo que maravilla al instante en este tipo de relato es el contraste entre la futilidad, la banalidad, del contenido del enigma y el desenlace trágico que se da por no habérselo resuelto.
Afirma el autor que, si la expresión enigmática se le hubiera hecho a un hombre cualquiera, indudablemente éste no habría muerto de aflicción por no haber sabido captar el significado oculto. Pero para el sabio el enigma es un desafío mortal.
Es que para esta cultura griega, quien sobresale por el intelecto debe demostrarse invencible en las cosas del intelecto. En este caso, entonces, la formulación del enigma es de dos pares de determinaciones contradictorias, unidas a la inversa de lo que podía esperarse.
Ellas son: Hemos tomado – No hemos tomado, y Hemos dejado – Traemos. Éstas aparecen conectadas de modo inverso a como era de esperar, porque esto sería:
Lo que hemos tomado, lo traemos, y, Lo que no hemos tomado, lo hemos dejado. El sabio, que domina la razón, debería lograr desaatar ese nudo.
Heráclito, por su parte, confirma la perversidad del enigma, y el hecho de que un sabio no debe dejarse engañar. Pero, más aún, según Colli, Heráclito hace de toda su filosofía la tarea de resolución del enigma de la realidad.
Es que, así como Homero fue engañado, por el enigma, Heráclito considera que los hombres también lo son, en cuanto a su consideración de todo lo que perciben en la realidad. Citando, entonces, la misma estructura que no pudo resolver Homero, dice Heráclito enigmáticamente:
“Las cosas manifiestas que hemos tomado las dejamos”.
De este modo, Colli se anima a especular sobre lo que está queriendo decir Heráclito, y afirma que esta frase puede significar, en él, que la aprehensión sensible consiste, en realidad, en una serie de sensaciones, pero que somos nosotros quienes las transformamos en algo estable, como si existiera fuera de nosotros de manera permanente.
Por eso no se podía “entrar dos veces en el mismo río”. Porque tenemos innumerables sensaciones instantáneas, parciales, particulares, de ese supuesto río, pero no se puede afirmar que hay algo estable detrás.
En realidad, entonces, si queremos considerar que hay un río, en rigor, lo único que nos consta, según Heráclito, es que se trataría cada vez de un nuevo río. Entonces, “las cosa manifiestas”, que son series de sensaciones, las “dejamos caer” en nombre de lo estable.
Y para la segunda parte del enigma de Homero, tendríamos: “Las cosas ocultas que no hemos visto ni tomado, las traemos”. Así, dice Colli que, en Heráclito, se estaría aludiendo al “pathos de lo oculto”. Sería la unidad, la idea de que a la naturaleza “le gusta ocultarse”. El alma que está oculta, los confines del alma, todo eso no lo vemos ni tomamos pero lo llevamos dentro nuestro.
De este modo, Heráclito no sólo utiliza el enigma, en la formulación antitética en la mayoría de sus fragmentos, sino que sostiene que el propio mundo que nos rodea es un tejido ilusorio de contrarios. La propia realidad sería, para él, un tejido de enigmas cuya unidad es el dios. Por eso Colli finaliza este capítulo citando a Heráclito cuando éste sentencia:
“El dios es día noche, invierno verano, guerra paz, saciedad hambre”
Capítulo VI: Misticismo y dialéctica
Colli se hace aquí a siguiente pregunta: si el origen de la sabiduría griega está en la “manía”, en la locura, como dijimos al comienzo, ¿cómo se explica, entonces, el paso de ese fondo religioso a la elaboración de un pensamiento verdaderamente abstracto, racional, discursivo, como se supone que es el propio de la filosofía?Afirma Colli entonces que, ya en la fase madura de aquella era de los sabios, comenzamos a encontrar una razón formada, articulada, una lógica no elemental, no básica, un desarrollo teórico de alto nivel.
Y señala este autor que lo que hizo posible todo eso fue la dialéctica, con el significado originario, en los griegos, de “el arte de la discusión”, de una discusión real, entre dos o más personas vivas, no creadas por una invención literaria, como las de Platón.
En este sentido, la dialéctica es uno de los fenómenos culminantes de la cultura griega, y uno de los más originales. Pero, ¿dónde hay que buscar su origen? Colli señala que ya el joven Aristóteles sostenía que Zenón de Elea fue el inventor de la dialéctica. Aunque, dice ete autor, parece inevitable admitir ya en Parménides, su antecesor, un mismo dominio dialéctico de los conceptos más abstractos, de las categorías más universales.
Así, sugiere Colli que es posible atribuir al propio Parménides la invención de un bagaje teórico tan imponente como lo es el uso de los llamados “principios aristotélicos”, de identidad, no contradicción, y del tercero excluido, la introducción de categorías que permanecerán ligadas para siempre al lenguaje filosófico.
Por lo que es incluso más natural pensar en una tradición dialéctica que se remonte a una época anterior incluso a Parménides, dice Colli. Que se origine precisamente en aquella era arcaica de Grecia de que hemos hablado. Es que esta dialéctica nace, precisamente en el terreno del agonismo –es decir, del certamen, de la competencia-.
Cuando el fondo religioso se ha alejado, dice, y el impulso cognoscitivo ya no necesita del estímulo del desafío de un dios, cuando una lucha por la sabiduría entre hombres ya no requiere que éstos sean adivinos, entonces aparece un agonismo exclusivamente humano.
Un hombre desafía a otro hombre a que le responda en relación a un contenido cognoscitivo cualquiera y, discutiendo sobre esa respuesta, se verá cuál de los dos hombres posee un conocimiento más sólido.
En esta tradición, explica Colli, el interrogador propone una pregunta en forma alternativa, es decir, presentando las dos opciones de una contradicción. El interrogado hace suya una de ellas, es decir, que afirma con su respuesta que ésa es la verdadera, elige. Esa respuesta inicial se llama “tesis” de la discusión. La función del interrogador es entonces demostrar, deducir, la proposición que contradice la tesis.
De ese modo consigue la victoria, porque, al probar que es verdadera la proposición que contradice esa tesis, demuestra al mismo tiempo la falsedad de ésta. Es decir, que refuta la afirmación del adversario. Así, para alcanzar la victoria, hay que desarrollar la demostración, pero ésta no es enunciada unilateralmente por el interrogador, sino que se articula a través de una serie larga y compleja de preguntas, cuyas respuestas constituyen los eslabones particulares de la demostración.
En la dialéctica, entonces, no son necesarios jueces que decidan quién es el vencedor; la victoria del interrogador es consecuencia de la propia discusión, ya que es el interrogado quien primero afirma la tesis y después se contradice y por tanto la refuta.
Eso significa, para Colli, que el enigma, al humanizarse, da lugar a la dialéctica que surge de este agonismo. El enigma era ya una prueba, un desafío al que el dios exponía al hombre. Ahora, se habla de “problema”- pero ese núcleo sigue vivo ocupando una posición central en el lenguaje dialéctico.
Por consiguiente, el misticismo y el racionalismo, dice Colli, no fueron algo antitético en Grecia, más que nada, habría que entenderlos como dos fases sucesivas de un fenómeno fundamental. La dialéctica interviene, justamente, cuando la visión del mundo del griego se vuelve más apacible. La crueldad del dios hacia el hombre va atenuándose, y queda sustituida por un agonismo, una competencia exclusivamente humana.
Por lo que el perfecto dialéctico, que guía la interpretación hasta lograr la refutación se parece a Apolo, dice Colli, “que hiere de lejos”. Éste, sabiendo que va a vencer, saborea por anticipado la victoria. Hay una crueldad mediata, disfrazada, frente a un público silencioso que espera como la celebración de un sacrificio.
Dice entonces Colli, para cerrar este capítulo, que es muy posible que los grandes sabios nunca hayan sido vencidos de esta manera.
Capítulo VII: La razón destructiva
Colli comienza este capítulo señalando que muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del “logos”, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Es decir, que el carácter oral de la discusión es esencial en la dialéctica.Por lo tanto, afirma, una discusión escrita, traducida a obra literaria, como las que encontramos en Platón, es un pálido reflejo, del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque describe una copia de esa situación pensada por un solo hombre, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y hueso.
Además Colli avanza reconociendo que el resultado de la dialéctica siempre es destructivo, ya que lo que será refutado es siempre la tesis contraria a la que el interrogado eligió. Por lo tanto, dice Colli, las consecuencias de ese mecanismo son devastadoras. Cualquier juicio, cualquier afirmación en cuya verdad crea el hombre, puede ser refutado.
De ello se sigue que cualquier doctrina, cualquier proposición científica, perteneciente a una ciencia pura o una ciencia experimental, estará igualmente expuesta a la destrucción.
Parménides ya temía, dice Colli, que la destrucción dialéctica afectara, también al origen oculto, al dios, del que derivan el enigma y la dialéctica. En cambio, el es resuelve el enigma, es la solución ofrecida e impuesta por un sabio, sin la intervención de la hostilidad de un dios. Es la solución que libra a los hombres de cualquier riesgo mortal. El “es” significa la palabra que salvaguarda la naturaleza metafísica del mundo, que la traduce en la esfera humana, que manifiesta lo que está oculto. Y la diosa que preside esa manifestación es “Aletheia”, la verdad.
Sostiene aquí el autor que en esa actitud de Parménides hay benevolencia hacia los hombres. Más duro, en cambio, es Heráclito, que enuncia sus enigmas sin resolverlos. Zenón de Elea, por su parte, vio la fragilidad de ese mandato, y se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, ya que éstas descendían precisamente de la esfera del enigma y del agonismo.
Para salvaguardar la matriz divina, para convocar a los hombres a ella, Zenón pensó, al contrario, en radicalizar el impulso dialéctico hasta llegar a un nihilismo total. De ese modo intentó mostrar, ante los ojos de todos, el carácter ilusorio del mundo que nos rodea, imponer a los hombres una nueva mirada sobre las cosas que nos ofrecen los sentidos, haciendo comprender que el mundo sensible, nuestra vida, en definitiva, es una simple apariencia, un puro reflejo del verdadero mundo, el de los dioses.
Capítulo VIII: Agonismo y retórica
Llegado a este punto, Colli pretende aclarar un equívoco que, a su juicio, siempre ha oscurecido la comprensión de la racionalidad griega. Los sabios de aquella época arcaica -y esa actitud iba a durar hasta Platón, dice-, entendían la razón como un “discurso” sobre alguna otra cosa, un “logos” que, precisamente, lo único que hace es “decir”, expresar una cosa diferente, heterogénea. Lo que hemos dicho sobre la adivinación y sobre el enigma ayuda a comprenderlo.Precisamente, ese impulso originario de la razón se olvidó, dejó de comprenderse esa su función alusiva, el hecho de que a ella le correspondía expresar un distanciamiento metafísico, y se consideró el “discurso” como si tuviese autonomía propia, o incluso como si hubiera sido una substancia, afirma.
Posteriormente se siguió conservando el edificio, siguiendo las normas del “logos” primitivo, que había sido solamente un medio, un arma agonística, un símbolo manifestante, y que de auténtico que era pasó a ser ya, en aquella transformación, un “logos espurio”, dice Colli.
Señala entonces que, después de Parménides y de Zenón, la era de los sabios va declinando. Y aquí Colli menciona a Gorgias. Afirma que teóricamente, supera incluso a Zenón, Y en él se encuentra, a su vez, el germen de la decadencia para la dialéctica.
Gorgias no nos ofrece ningún resultado teórico notablemente nuevo. Lo que impresiona en él es la ausencia de fondo religioso alguno. Gorgias no se preocupa por salvaguardar nada. Al contrario, su famosa formulación -“Nada existe, si existiera, no sería cognoscible: si fuese cognoscible, no sería comunicable”- parece poner en duda incluso la naturaleza divina, y en cualquier caso la aísla completamente de la esfera humana.
Por lo tanto, a su juicio, Gorgias, tendría una importancia central, al ser “el sabio que declara acabada la era de los sabios”, de aquéllos que habían puesto en comunicación a los dioses con los hombres. Es que, con la centralización de la cultura en Atenas, que se produjo a partir de la mitad del siglo V a. C., se habría manifestado en Grecia la tendencia fatal, según Colli, a romper el aislamiento del lenguaje dialéctico.
En el ambiente ateniense, la atmósfera reservada de los diálogos de los eléatas, como Parménides y Zenón, es sustituida por el marco de intercambios dialécticos más ruidosos y más frecuentados, dice Colli. La palabra va ahora dirigida a profanos que no discuten, sino que se limitan a escuchar.
Así nace la retórica, que es también un fenómeno esencialmente oral, en el que es uno solo que se adelanta a hablar, mientras los otros escuchan. El carácter agonístico se mantiene solo en el sentido de que son los oyentes los que deberán juzgarlo en comparación con lo que digan los otros oradores.
Para Colli, entonces, en dialéctica se luchaba, todavía, por la sabiduría. Mientras que la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder. Lo que hay que dominar, excitar, aplacar, son simplemente, las pasiones de los hombres.
Por consiguiente, no es casualidad que Gorgias, el paladín de la dialéctica, fuera al mismo tiempo uno de los grandes artífices, un fundador incluso, del arte retórico. El hecho de que un mismo hombre elabore paralelamente un lenguaje dialéctico sutilísimo y un lenguaje retórico totalmente original, pero claramente diferente del primero, por el estilo y la argumentación, es la señal de que una mundanidad sin pudores, acompaña de modo bastante natural a ese abandono de cualquier fondo religioso de que ya hemos hablado, señala Colli.
Es entonces cuando este autor introduce un factor al que le atribuye una importancia central en toda esta evolución. Es decir, intervención de la escritura. En efecto, la escritura en su uso literario se difunde después de la mitad del siglo VI a. C., y permanece ante todo vinculada a la vida colectiva de la ciudad.
Esa situación con relación a la escritura tuvo una influencia muy destacada en la aparición de un nuevo “género literario”: la filosofía. Cuando el lenguaje literario se vuelve público, la escritura, de instrumento mnemotécnico que era, para ayudar a la memoria en la conservación de las ideas, va adquiriendo cada vez más una autonomía expresiva, dice Colli.
Capítulo IX: Filosofía como literatura
Asi llega el autor al capítulo final de su libro, en el que advierte que, precisamente, a través de las transformaciones culturales de que hemos hablado, a través del entrelazamiento de la esfera retórica con la dialéctica y, sobre todo, a través de la generalización gradual de la escritura en sentido literario, es que fue modificándose paralelamente la estructura de la propia razón, del “logos”.¿Por qué? Porque, dice Colli, Sólo con Platón se declara el fenómeno abiertamente. Ese fue un gran acontecimiento, y no sólo en el ámbito del pensamiento griego: Platón inventó el diálogo como literatura, como un tipo particular de dialéctica y retórica escrita, que, para Colli se caracteriza en el hecho de que “presenta en un cuadro narrativo los contenidos de discusiones imaginarias a un público indiferenciado”.
El propio Platón llama a ese nuevo género literario con el nombre de “filosofía”. Después de Platón, esa forma escrita iba a seguir vigente y, aunque el género del diálogo se va a transformar en el género del tratado, en cualquier caso va a seguir llamándose “filosofía” a la exposición escrita de temas abstractos y racionales, ampliados, después de la confluencia con la retórica, a contenidos morales y políticos.
Y así hasta nuestros días.
Hay una la significativa y clara indicación de Platón, cuando llama a su literatura “filosofía” para contraponerla a la “sofía” anterior, dice. Sobre eso no hay dudas: en varias ocasiones Platón designa a la época de Heráclito, de Parménides, de Empédocles, como la era de los “sabios”, frente a la cual él se presenta a sí mismo como un filósofo, es decir, como un “amante de la sabiduría”, esto es, alguien que no la posee.
Y es que, hasta para Platón, cuando vemos obras escritas de alguien, ya sean las leyes de un legislador o escritos de otro género, debemos sacar la conclusión de que esas cosas escritas no eran para el autor “la cosa más seria”, si él es verdaderamente serio.
Por eso mismo, en el período ateniense que señala el paso de una a otra época, el personaje de Sócrates pertenece más al pasado que al futuro. Nietzsche había considerado a Sócrates como el iniciador de la decadencia griega.
Sin embargo, para Colli Sócrates es un sabio por su vida, por su actitud frente al conocimiento. El hecho de que no haya dejado nada escrito no es algo excepcional, conforme con la rareza y anomalía de su personaje, como se ha pensado tradicionalmente, sino que, al contrario, es precisamente lo que podemos esperar de un sabio griego.
Por su parte, Platón está dominado por el demonio, el demon, por el espíritu literario, vinculado a la tradición retórica, y por una disposición artística que se superpone al ideal del sabio.
Platón critica la escritura, critica el arte, pero su instinto más fuerte fue el del literato, el del dramaturgo, dice Colli. La tradición dialéctica le ofrece simplemente el material a plasmar. Y tampoco hay que olvidar su finalidad educativa- su paideia– y sus ambiciones políticas, algo que los sabios no habían conocido.
De manera que es de la mezcla de esos dones y de esos instintos que surge la criatura nueva, la filosofía. La filosofía, dice Colli para cerrar su libro, surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo agonístico y, por último, de un talento artístico de alto nivel, que se descarga desviándose tumultuoso y arrogante hacia la invención de un nuevo género literario.
La superioridad de Platón, estriba en haber absorbido en su creación la tradición dialéctica y la tendencia teórica, uno de los aspectos más originales de la cultura griega. Por su parte, la emocionalidad que todavía vibra en Platón, estaba destinada a agotarse en un breve período, a sedimentarse y cristalizarse en el espíritu sistemático.
Colli finaliza, entonces, su libro recordando una vez más lo que ha venido diciendo a lo largo de todas estas páginas: que la filosofía, este “vástago” que acaba de nacer, es hija de la “era de la sabiduría”, un período que, lejos de constituir el balbuceante antecesor de la era de la razón, se presenta como el momento más pleno de fuerza vital de toda la historia del pensamiento griego, y al que, el propio Platón, contempla con sincera veneración.
Referencias:
Colli, G. (1977). El nacimiento de la filosofía, Barcelona: Tusquets.
Gorgio Colli: El nacimiento de la filosofía https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Giorgio-Colli-El-nacimiento-de-la-filosofia.pdf
Werner Jaeger La teología de los primeros filósofos griegos https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Jaeger_la_teologia_de_los_primeros_filos.pdf
Boqué Peña “Giorgio Colli…” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Boque-Pena-Giorgio-Colli.pdf
Mapa “Giorgio Colli” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2022/05/Mapa-Giorgio-Colli.pdf