Epicuro y su Jardín

Epicuro y su Jardín: “Carta a Meneceo”

En esta entrada recorremos los aspectos centrales de la filosofía de Epicuro, presentes en el que es, sin dudas, uno de los escritos de mayor trascendencia que ha llegado hasta nosotros: la “Carta a Meneceo”. En ella, este pensador desarrolla sus principales posiciones acerca de cómo vivir una “vida feliz”, búsqueda que actualmente asociamos a las corrientes éticas de la antigüedad griega.

Se trata de un gran filósofo que, sin embargo, ha sido muy cuestionado a lo largo de la tradición occidental. Recién el siglo XX ha recuperado su figura bajo otra perspectiva, y hoy suele ser presentado como un pensador de gran relevancia y actualidad.

El contexto histórico: paso al helenismo (323 a. C- 31 a. C)

Epicuro comienza a desarrollar su actividad filosófica unos años después de la muerte de Alejandro Magno, ocurrida en el año 323 a. C., en un contexto en el que este líder macedonio había generado transformaciones, sobre todo, a nivel conceptual. No se trataba solamente de los inmensos cambios políticos y económicos que, en efecto, se estaban produciendo, sino también de la forma en la que la mentalidad de la población se modificaba a partir de la arrolladora influencia de este conquistador.

Epicuro y su Jardín: “Carta a Meneceo”

Durante este período, ciudades-estado griegas como Atenas, Esparta y Tebas, son sustituidas en importancia por las ciudades más modernas de Alejandría, Pérgamo y Antioquía, cuyo urbanismo y construcción eran diferentes de las anteriores. En todas ellas se hablaba griego en su variante llamada koiné (κoινή), es decir, “común”, por ser la lengua compartida -o panhelénica-, principal vehículo de cultura.

Sin embargo, tras haber construido un inmenso imperio, Alejandro no había llegado a consolidar ese nuevo poder político sino que, al morir sin un heredero claro, dejaba a su paso una etapa de conflictos, guerras y contiendas dinásticas que marcarían con intensidad el período posterior. Esto se debe a que el imperio, que era una forma política nueva para el mundo griego, se dividía ahora en una serie de reinos helenísticos, al mando de cada uno de los generales de Alejandro, que tomaban el poder regionalmente.

Alejandro Magno

Así, tras la muerte del conquistador, todos estos cambios generan la disolución del contexto conceptual previo que permitía a los griegos orientarse. Muchos de estos elementos van a cambiar en profundidad entre el período clásico y el helenístico, pero quizás uno de los más importantes es la difuminación de la frontera entre lo “griego” y lo “bárbaro”.

Por lo tanto, se produce una cierta mezcla social y cultural que hasta ese momento nunca se había dado, y que tendría unos efectos conceptuales también notables, al generarse una cultura común que, sin embargo, estaba en crisis. El ciudadano griego no había logrado asimilar estos cambios, por lo que necesitaba nuevas formas de respuesta.

Es que, precisamente, el “ciudadano” era lo que era, por referencia a su ciudad, su polis. Constituía, de hecho, una “pequeña parte” de ella, con la que se identificaba plenamente. Se trataba del ámbito de su acción ético-política, por lo que, cuando este contexto desaparece, el antiguo ciudadano, ahora súbdito de un gran imperio, deja de tener en claro cuál es su papel en el mundo, lo que requerirá de una profunda reflexión.

En este complejo contexto, surgen nuevas escuelas de pensamiento que estarán en permanente debate entre ellas. De hecho, eso mismo hace que el período helenístico se convierta en un momento histórico filosóficamente muy fructífero, ya que el debate es intenso y provoca la constante transformación de las posiciones, dando origen a una gran riqueza conceptual.

Lamentablemente, existe una gran dificultad a la hora de intentar reconstruir esta etapa, dado que no se conserva tanto material textual directo como del período clásico. Lo que sí queda claro es la necesidad de recluirse y volverse hacia lo más íntimo y privado, hacia las fronteras de lo doméstico, de la casa, hacia la relación con los familiares, con los próximos y, por lo tanto, de una forma de filosofía atravesada por la amistad como su vínculo relacional principal.

Por otro lado, al mismo tiempo, cuando se destruye esa autonomía de la polis clásica, lo que antes era un espacio político acotado, ahora se expande a un ámbito que abarca la totalidad de la realidad. El mundo entero se convierte en el nuevo contexto ciudadano y de ahí surge la idea de “cosmópolis”, y del cosmopolitismo, tan señalado por las corrientes helenísticas.

Así, si en el período clásico encontrábamos fundamentalmente cuestiones vinculadas con la ontología, la metafísica y la física, es decir, con la propia “naturaleza” de la realidad  -temáticas, todas ellas, desde cierto punto de vista, muy teóricas-, lo que comienza a ocurrir ahora es que, aunque esas preguntas no desaparecen, van perdiendo parte de su carácter acuciante frente a las cuestiones prácticas.

De este modo, surge un nuevo tipo de preguntas, más urgentes, dado que pretenden responder a la inquietud social predominante en relación a la situación que se está viviendo. Es en este sentido que Epicuro afirmaba: “Vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre, porque así como no es útil la medicina si no suprime las enfermedades del cuerpo, tampoco la filosofía si no suprime las enfermedades del alma”.

Epicuro de Samos

Buscar la felicidad, entonces, es una tarea que ya otros habían propuesto para la filosofía, pero no de una manera tan radical como lo hace ahora Epicuro, junto a otras corrientes helenísticas. Aristóteles, por ejemplo, pensaba que era importante la felicidad, la eudaimonía, pero sostenía que se la alcanzaba fundamentalmente a través de la virtud intelectual, y por medio de una tarea teórica, que llevaría a la autorrealización.

Epicuro piensa ahora de otra manera, subrayando que el objetivo esencial está en esa función “terapéutica” de establecer en qué consiste la vida serena y feliz, por lo que la preocupación ética, entendida como el arte de “saber vivir”, se convierte en tarea central.

La ética epicúrea no es, así, una disciplina aislada, sino que está articulada en un sistema filosófico, ya que Epicuro no busca tanto la originalidad como la coherencia. Por lo que, en sus planteamientos centrales aparece una teoría sobre el mundo, es decir, una teoría física, pero como fundamento para el obrar humano, que es, en realidad, su verdadero foco de interés.

En relación con esta teoría física, lo que “existe” es, para Epicuro, átomos y vacío, cuyas combinaciones forman los cuerpos que, a su vez, constituyen el entramado de la vida. Esta teoría atomista que, en rigor, ya había sido expuesta por Demócrito de Abdera (460-370 a.C.) , en Epicuro adquiere un nuevo un nuevo sentido ya que, mientras el mundo de Demócrito era determinista -dado que éste pensaba que los átomos se movían de una manera mecánica-, en Epicuro éstos se organizan dejando lugar a cierta variabilidad, por lo que, a pesar de ser un mundo materialista, el suyo es, parcialmente, un mundo de libertad; y esto es crucial para la teoría ética que pretende presentar.

Vida de Epicuro

Epicuro proviene de la isla de Samos, donde nace en el año 341 a. C. Su padre era uno de los colonos establecidos en aquella isla hacia 352. A mediados del año 323, Epicuro llega a Atenas para cumplir con sus deberes cívicos y poder ser, así, inscrito como ciudadano ateniense con plenos derechos.

Ruinas de Samos antigua

Seguramente el joven de Samos -ya muy interesado en la filosofía-, queda verdaderamente impresionado por llegar al lugar en el que Jenócrates dirigía la Academia de Platón y Teofrasto el Liceo de Aristóteles, en tiempos en que Atenas perdía poco a poco su centralidad para dejar paso a otros tiempos, de horizontes más amplios, aunque imprevisibles. Él mismo sería parte, por tanto, de un nuevo modo de hacer filosofía, en el que se ahondará en la conciencia individual, en la vida personal e íntima de los seres humanos.

Según afirma Diógenes Laercio (s. III d. C.), en su obra Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, poco después de este servicio militar, Epicuro se va de Atenas, por un tiempo, a Colofón, donde residía su padre. Estando allí comienza a profundizar su gusto por la filosofía y, poco a poco, tras diferentes viajes y estudios, se va haciendo de un grupo de discípulos con los que posteriormente regresará a Atenas, en el año 306, a establecer su propia corriente de pensamiento. Tenía entonces treinta y cinco años y durante otros treinta y cinco habitará en la ciudad, sede incuestionable de los principales movimientos intelectuales.

Epicuro establece, así, un ámbito de reflexión, hasta cierto punto, semejante al de la Academia platónica, el Liceo de Aristóteles o el Pórtico Pintado de los estoicos. Justamente, en las cercanías de la Academia, Epicuro adquiere una casa y un kêpos (κῆπος) un Jardín, que, según se afirma, se asemejaba más bien, a una huerta.

Cicerón -que visitó el Jardín hacia el  78 a C.-  lo situó en el camino hacia la Academia platónica, ubicada, a su vez, a unos 1100 m. desde la Puerta de Dípilon. Sin embargo, el Jardín no pretendía ser, como la Academia o el Liceo, una institución de educación superior, donde se estimulara la formación para destacarse en la política o en la investigación científica. Era, ante todo, un retiro para la vida en común y la meditación amistosa de unas personas dedicadas a filosofar, un tanto desengañadas respecto a la repercusión mundana de la filosofía anterior.  

El Jardín era, así, un espacio en el que se buscaba, ante todo, una felicidad cotidiana y serena, entre amigos, mediante la convivencia según ciertas normas y la reflexión según ciertos principios. En efecto, Epicuro le dio un valor extremadamente alto a la amistad (o amor: philia). Llegó a decir: “La amistad va danzando por el mundo, anunciándonos a todos que despertemos a la felicidad”. Y solía afirmar que un hombre sabio sentiría la tortura de un amigo no menos que la suya propia, y moriría por un amigo antes que traicionarlo.

En este ámbito de pensamiento tan particular se admitían personas de diversos estratos sociales, incluso mujeres y esclavos, lo que resultaba un tanto escandaloso para la Grecia de la época. Allí, rodeado por el afecto de sus discípulos, y discutido desde fuera por sus competidores y contradictores de otras orientaciones filosóficas, Epicuro escribiría numerosas obras. Afirma Diógenes Laercio que escribió algo así como trescientos papiros que, desafortunadamente, hoy no se conservan.

En cuanto a las influencias de Epicuro, ya se señaló la incidencia en su obra del atomismo de Demócrito, que da forma a su concepción completamente materialista. En otro aspecto, Epicuro tiene también un antecedente en Aristipo de Cirene, quien lo había precedido en la consideración del placer como la base natural que motiva la conducta humana. No obstante, el tratamiento Epicuro da a estos conceptos de “átomo”, “placer” y “felicidad”, convierten a su doctrina, gracias a la profundidad de su análisis, en algo propio y original.

Afortunadamente, hay tres cartas de Epicuro que sí lograron sobrevivir el paso del tiempo. La primera, la escribe a Heródoto, acerca de las “cosas naturales”; la segunda a Pitocles, y trata de “los cuerpos celestes”; y la tercera a Meneceo, en la cual se contienen, afirma  Diógenes, “las cosas necesarias a la vida”. Analicemos con detalle los principales pasajes de la Carta de Epicuro a Meneceo.

Papiro en griego, como la
“Carta a Meneceo”

La “Carta a Meneceo”

La Epístola o “Carta a Meneceo”, también denominada “Carta sobre la Felicidad”, es el texto más conocido hoy, que pudo recuperarse de la obra de Epicuro. En unos muy contados párrafos, el filósofo recorre los temas centrales de su filosofía con respecto a sus concepciones metafísica y ética. Muy sintéticamente, puede decirse que alude en ella a una exhortación a la tarea filosófica como parte de la búsqueda de la felicidad, al temor a los dioses, al temor a la muerte, a la procupación por el futuro, y a su célebre y significativa “clasificación de los placeres”.

Exhortación a filosofar

En los primeros pasajes de la Carta, Epicuro realiza una exhortación abierta a todos, a filosofar. Alienta a que nadie joven se muestre esquivo a la reflexión, ni que, al llegar a viejo, se canse de esta tarea, ya que ella tiene que ver, dice, con “la salud del alma”, dado que, quien afirma que “aún no le ha llegado la hora o que ya le pasó la edad”, es como si dijera que para la felicidad no le ha lle­gado aún el momento, o que ya lo dejó atrás. Escribe Epicuro:

“Así pues, practiquen la filosofía tanto el joven como el viejo; uno, para que, aun envejeciendo, pueda mantener­se joven en su felicidad gracias a los recuerdos del pasado; el otro, para que pueda ser joven y viejo a la vez mostran­do su serenidad frente al porvenir.”

De este modo, en línea con las filosofías de la eudaimonía anterior, este autor sostiene que debe­mos meditar sobre las cosas que nos reportan felicidad, porque, “si dis­frutamos de ella, lo poseemos todo y, si nos falta, hacemos todo lo posible para obtenerla”.

El temor a los dioses

En segundo lugar, Epicuro analiza la cuestión del temor a los dioses. Le insiste a Meneceo en su carta que, ante todo, debe considerar a los dioses como seres incorrup­tibles y dichosos, y no debe atribuirles  nada “contrario a su inmortalidad”, ni “discordante con su felicidad”. Especialmente, las infundadas nociones populares según las cuales “los mayores males y los mayores bienes nos llegan a causa de ellos”.

Epicuro alienta a no temer a los dioses

En suma, los dioses no interfieren en la vida humana, postura posteriormente cercana al deísmo, es decir, a la idea de que el dios o los dioses existen, pero que se abstienen en intervenir en la vida terrenal. Numerosos autores de la Ilustración defenderían, en su momento, una concepción deísta cercana a la de Epicuro.

La diferencia es que, para estos últimos, Dios es el creador del universo, en tanto que para los griegos no. Las cosmogonías griegas narran el origen de éste a partir de un caos originario prexistente, que luego se va organizando a través de luchas violentas entre dioses o por medio de un demiurgo.

El temor a la muerte

Llega entonces el célebre pasaje relativo a la actitud ante la muerte. Epicteto anima a Meneceo a acostumbrarse a pensar que la muerte “para nosotros no es nada”. Y la explicación que da se corresponde claramente con su interpretación metafísica de tono materialista, según la cual sólo existen átomos y vacío.

En efecto, para una concepción de este tipo, todo bien y todo mal residen en las sensaciones que provienen de nuestro propio cuerpo y, precisamente, la muerte consiste en estar privado de sensación. Por lo tanto, la misma lógica indica que no puede afectarnos. Así, en un célebre pasaje dice Epicuro que:

“El peor de los males, la muerte, no significa nada para noso­tros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existi­mos.”

Por otra parte, la recta convicción de que la muerte “no es nada para nosotros”, nos hace más llevadera aceptación de la mortalidad de la vida; no porque le aña­da un tiempo indefinido, sino porque ser conscientes de esa finitud nos evita caer en un afán desmesurado de inmortalidad. De manera que aquello cuya presencia no nos habrá de perturbar cuando llegue, no es sensato que nos angustie durante su espera, sostiene. Por eso, el sabio, afirma, “ni desea la vida ni rehúye el dejarla”.

En otras palabras, así como de entre los alimentos, el sabio no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo, disfruta, no del tiempo más largo, sino el que brinda mayor plenitud. De ese modo, “el arte de vivir y de morir bien”, son una misma cosa. Y quien piensa que la vida es un mal, ¿por qué no la abandona? Está en su derecho, si lo ha meditado bien. Por el contrario, si se trata de una broma, se muestra frívolo en asuntos que no lo permiten, asegura.

En la actualidad, se considera que el poema épico De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) de Lucrecio (s. I a. C.), presenta en una obra unificada las teorías centrales del epicureísmo.

Con respecto a la muerte, Lucrecio ofreció allí otro argumento para evitar temerle: el llamado “argumento de la simetría”, en el que afirma que temer a padecer inexistencia por un futuro infinito, tras morir, es como temer a padecer inexistencia por un pasado infinito antes de nacer, pero así como no tiene sentido temer a “no haber nacido”, tampoco deberíamos temerle a la muerte después de haber vivido. Dice Lucrecio en De Rerum Natura III:

“Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo.”

Ejemplar de De Rerum Natura de Lucrecio

En otras palabras, Epicuro considera que la eliminación de estos dos importantes miedos – a los dioses y a la muerte-, deja a las personas en libertad para perseguir los placeres físicos y mentales a los que se sienten atraídos naturalmente, así como para disfrutar de la paz mental que es consecuencia de la satisfacción esperada y lograda con regularidad, tema que la Carta aborda a continuación.

El temor al futuro y a equivocar el manejo de placeres y dolores

Una tercera temática en este escrito es su posición ante el futuro.  En referencia a ella, Epicuro afirma que “el futuro no es nuestro, pero tampoco puede decirse que no nos pertenezca del todo”. Por lo tanto, no hemos de esperarlo como algo determinado, que tu­viera que cumplirse con certeza, ni tampoco temer que lo que esperamos nunca fuera a realizarse.

Con ello está significando que su postura no es determinista, que siempre queda un margen para el libre albedrío y, por eso, es muy importante la actitud con la que se enfrentan los sucesos por los que atravesamos. Ese “poder”, como para el estoicismo, es el que siempre está en nuestras manos.

Por su parte, frente a la cuestión central acerca de los deseos, sostiene que es necesaria una cierta clasificación. Una primera separación es la que distingue entre los deseos “naturales” y los “vanos”, que, evidentemente no lo son.

Los deseos vanos, como el que nos proporcionan los hono­res, la belleza, las rique­zas, el poder político e incluso, según él, el matrimonio, acaban acarreán­donos tan sólo turbación. “Vive escondido”, nos dice Epicuro, porque pue­de ser que la vida pública nos reporte placeres, pero los riesgos son muchos y los peligros in­mensos.

Ya entre los deseos los naturales, sostiene que hay al­gunos que son necesarios, porque son indispensables para conseguir la felicidad, para el bienestar del cuerpo o para la propia vida, como la satisfacción de las necesidades básicas, es decir, comer, beber, abrigarse, sentir cierta seguridad.

Deseos básicos, “naturales y necesarios”

Sin embargo, sostiene que existen también los placeres (hedoné) naturales pero no necesarios, que son aquellos que, aunque también son innatos a los seres humanos, no necesitan ser satisfechos para su felicidad o su supervivencia. Querer comer comida deliciosa cuando uno tiene hambre es un ejemplo de un deseo natural pero no necesario; lo mismo ocurre con el deseo de habitar en mansiones o utilizar ropa costosa como forma de abrigarse.

Por lo tanto, el principal problema con estos deseos es que no logran aumentar sustancialmente la felicidad de una persona, a la vez que, al mismo tiempo, requieren de un gran esfuerzo para obtenerlos. Es por esta razón que deben evitarse. Por el contrario, hablando de los placeres naturales y necesarios, es decir, los verdaderamente importantes, nos dice Epicuro:

“De modo que, si los conocemos bien -a esos placeres necesarios por ser naturales- , sabremos relacionar cada elección o cada negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma, ya que éste es el objetivo de una vida feliz, y con vistas a él realizamos todos nuestros actos, para no sufrir ni sentir turbación. Tan pronto como lo alcanzamos, cual­quier tempestad del alma se serena, y al hombre ya no le queda nada más que desear ni busca otra cosa para colmar el bien del alma y del cuerpo.”

Y en una aclaración crucial para comprender bien la postura epicúrea aclara:

“Pues el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero, cuando no experimen­tamos dolor, tampoco sentimos necesidad del placer.”

Solo en ese sentido de ausencia de turbación y dolor  “el pla­cer es el principio y el fin de una vida feliz”. Más aún, por este motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor. Y muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si obtenemos un mayor placer cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor.

Así, clarifica este punto afirmando:

“Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir el dolor. Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien.”

De modo que, si uno persigue solamente los placeres naturales y necesarios, conseguirá alcanzar la ataraxia (ausencia de perturbación en el alma) y la aponía (ausencia de dolor en el cuerpo).  

Epicuro sostiene que el proceso de eliminación de dolor culmina en sensaciones placenteras. Él llama a este placer “cinético”. Supongamos que una persona está sedienta: desea beber, y el acto de satisfacer ese deseo produce placer cinético, dado que hay un cierto movimiento involucrado.

Pero una vez satisfecho este deseo de saciar su sed, surge una segunda clase de placer. Se trata de un placer “estático”, caracterizado por completa ausencia de dolor y disfrute de esta condición. Epicuro denomina a estos placeres “catastemáticos”, es decir, placeres estables, en reposo (katastematikén), se trata de estados de plenitud luego de saciar deseos naturales y necesarios. El placer cinético es, por tanto, una condición necesaria para alcanzar un cierto placer estático.

A partir de este entendimiento, los epicúreos concluyen que el mayor placer que una persona puede alcanzar es la eliminación completa de todo dolor, tanto físico como mental. Ésa es la base del tan polémico y malinterpretado “cálculo hedonista” de Epicuro. El no poder satisfacer ese tipo de deseos básicos es la verdadera fuente de dolor. Pero no es necesario ni natural desear tal alimento o tal vestido antes que otro, si se logra eliminar el dolor que se siente por falta de alimento o vestido.

De aquí que Epicuro abogue por la vida sencilla, basándose en que nosotros mismos nos creamos dolores innecesarios al buscar satisfacer los deseos por medios desproporcionados. Los deseos necesarios, sostiene, pueden satisfacerse simplemente, y el placer que así experimentamos no es menor en cantidad, aunque difiera en clase. Más aún, aquellos que buscan placer en los lujos, es probable que hayan de sufrir dolor innecesariamente, ya sea como consecuencia directa de una vida suntuosa o por inposibilidad de satisfacer por completo tales deseos, ya que, por definición, no tienen límite natural.

En este sentido, Epicuro considera que la persona que no sufre de hambre, de sed, ni de frío, y tiene la esperanza de continuar go­zando de estas condiciones en agradable compañia, puede sentirse como un rival de Zeus en cuanto a felicidad.

Aclara, entonces, contundente:

“Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en  el alma. Pues ni los banquetes ni los feste­jos continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien ser­ vidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección o aversión y sabe guiar nuestras opiniones lejos de aquellas que llenan el alma de inquietud.”

Consejos finales para vivir “como un dios”

De este modo, coincidiendo en esto con Aristóteles o los estoicos, Epicuro considera que el bien máximo, en definitiva, es el juicio correcto, prudente; y allí es donde se originan las restantes virtudes. Afirma que, en este sentido, no existe una vida feliz sin que sea al mismo tiempo juiciosa, be­lla y justa, ni es posible vivir con prudencia, belleza y justicia, sin ser feliz.

Lo importante es lo que depende de nosotros, ya que nues­tra voluntad es libre y por eso es digna de merecer crítica o alabanza. El sabio, entonces, cree que es mejor vivir con sen­satez, aun sufriendo mala fortuna, que tener buena fortu­na con insensatez.

Epicuro cierra, finalmente, su carta a Meneceo, afirmando:

“Estos consejos, y otros similares, me­dítalos noche y día en tu interior y en compañía de alguien que sea como tú, y así nunca, ni estando despierto ni en sue­ños, sentirás turbación, sino que, por el contrario, vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un mortal el hombre que vive entre bienes imperecederos.”

Villa de los Papiros, en Herculano

En definitiva, Epicuro propuso, en la “Carta a Meneceo”, su célebre “tetrafármaco” (τετραφάρμακος) para contrarres­tar las cuatro causas que, según él, encadenan al hombre al sufrimiento: el temor a los dio­ses, el temor a la muerte, el temor a no alcanzar el bien y el temor al dolor.

Una inscripción en la Villa de los Papiros, en Herculano, parece sintetizar bien el tetrafármaco cuando sentencia:

“No temas a dios,

no te preocupes por la muerte,

lo bueno es fácil de conseguir,

lo terrible es fácil de soportar.”

En suma, el mensaje de Epicuro demuestra la necesidad de calmar la angustia del ser humano en este mundo, y ayudar adisfrutar de la tranquili­dad epicúrea aceptando los hechos naturales tal cual son. De modo que gozar al máximo de lo dado -ya que la Naturaleza nos deja siempre al alcance la posibilidad de una felicidad terrena sencilla-, y contrarrestar los embates de la fortuna – es decir, del azar-, con la fuerza del espíritu, con el recuerdo y la imaginación, son los consejos que Epicuro nos deja no sólo en teoría, sino también a través de su ejemplo personal.

Coherencia entre vida y obra

Afirman los testimonios más confiables que, sin que lo enturbiaran las dolencias de su enfermiza salud, Epicuro envejeció como uno de esos dioses serenos que no se alteran con irritaciones ni congojas, convirtiéndose en el legendario modelo del “sabio feliz”, hasta el día de su muerte. Llegado a la edad de setenta y dos años, después de catorce días de sufrimientos que soportó de manera ejemplar, exhortó a sus amigos a no olvidar sus enseñanzas y murió. La “Carta a Idomeneo”, escrita en sus últimas horas, refleja bien ese talante del Maestro:

“Mientras transcurre este día feliz, que es a la vez el último de mi vida, te escribo estas líneas. Los dolores de mi estómago y vejiga prosiguen su curso. sin admitir ya incremento su extrema condición. Pero a todo ello se opone el gozo del alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas.”

Otro gran filósofo, sufriente como él por sus enfermedades, y también capaz de enfrentar con firmeza sus dolores físicos y mentales, Friedrich Nietzsche, dirá siglos después en el en el aforismo 45 de la Gaya Ciencia, denominado “Epicuro”:

 “Sí, me siento orgulloso de captar el carácter de Epicuro de modo diferente a
como lo haría cualquier otro y de gozar de la felicidad vespertina de la antigüedad en todo cuanto oigo o leo de él. Veo sus ojos contemplando un extenso y plateado mar, por encima de los acantilados de la orilla en los que se posa el sol, mientras pequeños y grandes animales retozan a su luz, tan seguros y serenos como esa luz y esa mirada. Sólo quien sufre permanentemente ha podido inventar semejante felicidad, la felicidad de una mirada ante la cual se ha apaciguado el mar de la existencia y que nunca se cansa de contemplar esa superficie, esa piel multicolor del océano delicada y estremecida. Nunca hubo antes una voluptuosidad tan modesta.”

Referencias:

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Long, A. A. (2001). La filosofía helenística: estoicos, epicúreos y escépticos. Madrid: Alianza Editorial.

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García Gual, C., (1981). Epicuro. Madrid: Alianza Editorial.

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Epicuro, “Carta a Meneceo” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/01/Epicuro_Carta_a_Meneceo-1.pdf

Camps., V. Historia de la Ética , Vol I https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/01/kupdf.net_victoria-camps-historia-de-la-etica-vol-i.pdf

Mapa Epicuro y su Jardín: “Carta a Meneceo” https://filosofiaenimagenes.com/wp-content/uploads/2023/01/Mapa-Epicuro-y-su-Jardin-Carta-a-Meneceo-4.pdf


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